India es una potencia emergente, incluso podría afirmarse que es una gran potencia ascendiente, pese a lo cual sigue boxeando por debajo de su peso.
La visión de India sobre el estado de sus relaciones con China está dominada por la desconfianza, cuyas raíces se encuentran en una frontera compartida, aunque mal definida, de 3.440 kilómetros, que ambos países se disputan desde hace más de 80 años.
De hecho, los dos países libraron una guerra por esta frontera en 1962, en la que India sufrió una derrota humillante, y las escaramuzas han vuelto a repetirse desde 2020.
Esa linde está dividida en tres sectores y constituye una de las separaciones en disputa más largas del mundo.
La primera sección se extiende al este de Bután, donde el estado indio de Arunachal Pradesh es reclamado por los chinos como territorio integrante del sur del Tíbet.
La segunda parte es un tramo corto de 80 kilómetros, que se extiende entre Nepal y Bután.
Esta región fronteriza es pequeña, pero, desde un punto de vista estratégico, es importante para la India, ya que conecta los estados del extremo oriental de la India con la mayor parte del país.
Una zona de esta región es reclamada por Bután, además de China e India.
La tercera porción de la divisoria sino-india discurre al norte del Tíbet y separa el territorio indio de Ladakh de la región china de Aksai Chin.
China e India se disputan la ubicación de cada una de estas secciones de su frontera, que, al ser especialmente montañosa, estar llena de ríos y de lagos y quedar cubierta, frecuentemente, por capas de nieve, hace que sus límites estén mal definidos y no sean evidentes -lo que, por lo tanto, fuerza, en muchas ocasiones, a que los soldados de ambos países se encuentren cara a cara, en muchos puntos- y que las incursiones accidentales, a lo largo de la linde, de las patrullas de los ejércitos respectivos sean frecuentes.
Además, al igual de lo que sucede con otras separaciones trazadas durante el periodo colonial, el confín sino-indio contó con poco consentimiento por parte de los dos países, especialmente, en el caso de China, en el momento de su trazado.
China afirma que comparte lazos históricos y culturales con la población del lado indio del borde y, asimismo, la región de Ladakh es la base del movimiento independentista tibetano y proporciona potencialmente a China una vía más directa hacia Pakistán.
Las dos naciones también compiten en el desarrollo de infraestructuras a lo largo de la divisoria -también conocida como Line of Actual Control, en inglés, o Línea de Control Real– y, en concreto, la construcción por parte de la India de una nueva carretera hacia una base aérea de gran altitud es uno de los principales desencadenantes de la fricción actual entre los dos países.
Aunque este enfrentamiento fronterizo genera tensión, ambos países afirman estar comprometidos con el propósito de evitar otra guerra, ya que China e India son superpotencias emergentes, cuentan con ejércitos modernos, están en posesión de armas nucleares, representan el 35% de la población y el 21% del Producto Interior Bruto (PIB) mundiales y China es uno de los principales socios de India, cuyo comercio bilateral creció un 15,3% en el primer trimestre de 2022 hasta los 31 millardos de dólares.
Esa disputa tiene su reflejo en un creciente estrés diplomático entre las dos naciones, que ha tensado los lazos entre el primer ministro indio, Narendra Modi, y el presidente chino, Xi Jinping, y se hace extensivo a una visión marcada por los aspectos de seguridad que India tiene de las relaciones entre China y Estados Unidos (EE. UU.).
La mayor preocupación que alarma a India sobre las relaciones entre las dos superpotencias globales es que éstas puedan tener la tentación de establecer una especie de G2, que deje a India desplazada.
Por ello, la ambición de India es alcanzar mejores relaciones con EE. UU. -ya que ambos países comparten el interés en evitar que la región del Indo-Pacífico se convierta en chino-céntrica- y con China, por separado, que las que mantienen, por su parte, EE. UU. y China, entre ellas.
Es cierto que EE. UU. ha comenzado a reconocer, desde hace tiempo, la importancia creciente de India en el mundo, pero ésta no da por garantizada dicha atención estadounidense, ni tan siquiera el interés de EE. UU. por la región del Asia-Pacífico.
La realidad es que India nunca será miembro de ninguna alianza de seguridad liderada por EE. UU. en el Asia-Pacífico, aunque, al mismo tiempo, India necesita de EE. UU. para confinar la expansión y la proyección de poder de China al área del Océano Pacífico, exclusivamente.
No obstante, al ser la agenda de la política exterior de India más amplia que los asuntos propiamente de seguridad y al aspirar a no provocar reacciones indeseadas de China, el gobierno del primer ministro Modri no está muy satisfecho con la última cadena de amenazas y de movimientos hostiles de EE. UU. hacia China.
La raíz de esa disonancia entre India y EE. UU. reside en el hecho de que los estadounidenses perciben a Rusia y a China como potencias autoritarias y hostiles a sus intereses, mientras que India ve a Rusia como un socio y a China, como un competidor, pero no, como un adversario.
De ahí, que la actitud de India ante la agresividad de EE. UU. hacia China por su comportamiento en relación con el conflicto en Ucrania sea la de ver y esperar y optar por subrayar su autonomía estratégica con respecto a EE. UU., a pesar de las relaciones existentes, porque India no quiere enfrentarse a su socio, Rusia, y porque India ve una oportunidad, como consecuencia de los nuevos alineamientos que el conflicto en Ucrania está forzando, para mejorar sus relaciones con China.
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