La relación entre Estados Unidos (EE. UU.) y China es la más esencial del siglo XXI y, en el seno de la comunidad de la política exterior estadounidense, se debate sobre si EE. UU. debe refrenar a China o, si por el contrario, el pragmatismo debe guiar su relación con ella: contener o no contener, esa es la cuestión.
La política exterior de EE. UU. tiene identificadas tres áreas geográficas de vital importancia para su futuro: Europa, Asia Oriental -ambas por su riqueza, en general- y el Golfo Pérsico -por el petróleo, en particular-.
Si EE. UU. quiere continuar cumpliendo con su propósito de mantenerse como la única potencia hegemónica del mundo, debe impedir que surjan poderes dominantes en cualquiera de esas tres zonas del planeta.
La razón de este impulso estadounidense para proteger sus intereses es doble.
Por un lado, EE. UU. no se puede permitir el surgimiento de poderes hegemónicos regionales porque podrían impedir que el poder estadounidense pudiera moverse libremente por el mundo.
Por otra parte, para asegurarse la protección del llamado hemisferio occidental, es decir, el continente americano, de norte a sur, y sus aguas circundantes, EE. UU. debe fijar a China en Asia y limitar, así, sus ambiciones de proyectar su fuerza o su influencia más allá de sus mares del Sur y del Sudeste.
En resumen, EE. UU. no puede aceptar una potencia hegemónica en Asia que pueda, eventualmente, acabar retándola en el resto del mundo.
Por cierto, durante el siglo XX, las naciones que aspiraron a constituirse en poderes de escala hegemónica regional fueron el Segundo Imperio alemán o II Reich, el Imperio japonés, el III Reich y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
La realidad es que China es el único país del mundo en condiciones de convertirse, potencialmente, en hegemónica en cualquiera de las tres regiones señaladas y, por la vía de una acumulación imparable, durante las últimas décadas, de una gran riqueza, está muy bien posicionada para llegar a ser pronto una potencia hegemónica regional en Asia.
De hecho, China está mostrando su ambición de querer transformarse en un poder predominante regional, como forma de sobrevivir como nación, en el marco de una competencia geopolítica intensa y creciente, que no dejará de crecer en los próximos años, imitando, así, a EE. UU., y ha hecho declaraciones públicas -sobre Taiwán o sobre el Sudeste de Asia- afirmando que no es un poder defensor del actual statu quo, sino que, más bien, aspira a instituirse en uno de alcance global.
Incluso si esta última posibilidad no fuera a materializarse, EE. UU. debería actuar como si fuera una opción realista y estar preparado para ese escenario.
En el caso específico de Taiwán, aunque en EE. UU. existen partidarios de la llamada contención light -es decir, que EE. UU. no proteja Taiwán, ni los mares del Sur y del Sudeste de China-, el riesgo para EE. UU. de no hacer nada sería que sus alianzas en Asia sufrieran y se debilitaran, fruto de la desconfianza que esa inacción causaría en toda la región, y que se socavara la estrategia estadounidense de contener a las Fuerzas Armadas de China dentro de la primera línea de islas en torno suya.
La política declarada de China de considerar a Taiwán como un territorio inseparable de su nación -que le fue arrebatado en 1949, al final de la guerra civil china, que llevó al poder, en el continente, al partido comunista chino, y en el que se refugiaron los nacionalistas anticomunistas del Koumintang-, no deja ninguna duda de que China usará la fuerza para recuperar la isla, si no lo consigue a través de la diplomacia.
La realidad es que, a lo largo y ancho de Asia, el nerviosismo crece sobre una posible guerra en Taiwán.
Este nervioso es aún mayor en el contexto del enfrentamiento actual entre Rusia y EE. UU. -en el caso estadounidense, a través de apoderado, es decir, Ucrania- en el este de Europa.
El reto de una política de contención de China por parte de EE. UU. es doble.
En lo económico, EE. UU. debe redoblar sus esfuerzos financieros para garantizar su liderazgo en tecnologías de vanguardia, como la Inteligencia Artificial (IA) o como la computación cuántica, si no quiere verse desbordado, en los años inmediatos, por China en este ámbito.
En el terreno militar, EE. UU. tiene que desplegar en Asia Oriental fuerzas suficientemente disuasorias ante China para poder proteger a Australia, a Corea del Sur o a Japón de la amenaza que, para estas naciones, representa el desarrollo imparable del Ejército y de la Armada chinas.
Debe tenerse en cuenta que China está rearmándose y militarizando el Sudeste asiático y cuenta ya con un presupuesto anual de defensa de 250 millardos de dólares frente a los 750 millardos de dólares de EE. UU.: uno es un tercio del otro, sin embargo, el crecimiento del primero es vertiginoso.
Para lograr ese propósito, EE. UU. debe reforzar su arquitectura de alianzas en la región, específicamente, QUAD –Quadrilateral Security Dialogue, en inglés, y del que forman parte Australia, EE. UU., India y Japón- y AUKUS -Australia, Reino Unido y EE. UU.-, y reasignar tropas y activos militares a esa parte del mundo, sin caer, al mismo tiempo, en la tentación de delegar o de subcontratar en sus aliados asiáticos la tarea de contener a China.
Por ejemplo, Japón ya se ha manifestado en contra de que China conquiste Taiwán o India celebraría que EE. UU. adoptara una postura más firme frente a China.
Así, el presupuesto de defensa de Japón se está incrementando y ya alcanza los 49 millardos de dólares.
Asimismo, EE. UU. está intentando volver a tener una base naval permanente en Filipinas, donde estuvo situada la más grande fuera del territorio estadounidense.
Por otra parte, los eslabones débiles de esa cadena de aliados de EE. UU. en Asia son Camboya y Laos.
A medida que la ambición de China se intensifique, las naciones asiáticas no podrán quedarse al margen de este desafío, como si no fuera con ellas, ya que China está ubicada de forma marcadamente central en Asia -el Imperio del Centro, a lo largo de la historia-, afectando a todas, y, por lo tanto, forzándolas a que acaben teniendo que tomar partido.
Sin embargo, EE. UU. tendrá que hacerse cargo de la parte del león en esta tarea.
China es el primer poder con potencial para convertirse en un hegemon regional desde el hundimiento de la URSS.
Si lo consigue, será difícil resistir su ambición a continuar, en África y en América Latina, el proceso de convertirse en la primera potencia del mundo.
En definitiva, si bien Rusia es un rival o un competidor, a veces, táctico y oportunista, de EE. UU. -aunque las élites del complejo militar-industrial estadounidense no quieran o no puedan aceptarlo, como están poniendo de manifiesto en el Este de Europa, en estas semanas- y de Occidente, que busca garantizar sus prioridades existenciales de seguridad, en cambio, China, desde el punto de vista de la geoestrategia, es el adversario o el enemigo principal de EE. UU.
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