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Guerra civil en Yemen (2/2): ¿razones para la esperanza?

Guerra civil en Yemen (2/2): ¿razones para la esperanza?
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Jorge Cachinero el

Tras la finalización de las Seis Guerras Sa’dah, los Houtis, no muy numerosos, pero muy bien organizados y entrenados, jugaron un papel decisivo en las manifestaciones que provocaron la renuncia del presidente de Yemen, Ali Abdullah Saleh, después de más de 30 años en el poder y en un último intento, fallido, por su parte, de evitar, con esa renuncia, el desencadenamiento de una guerra civil en el país.

Entre 2011 y 2014, los Houthis ocuparon la zona occidental del país para, finalmente, terminar conquistando, en septiembre de 2014, la capital de Yemen, Sana’a.

En ese mismo 2011, el Consejo de Cooperación del Golfo (GCC, por sus siglas en inglés) lanzó una iniciativa de paz, que fue, inicial y parcialmente aceptada por los Houthis, y que condujo, en 2014, a la redacción del llamado Documento para el Diálogo Nacional, que contó con el apoyo de Estados Unidos (EE. UU.) y del Reino de Arabia Saudí.

Sin embargo, los Houthis, a pesar de haber aceptado aquel proceso de reconciliación nacional, aprovecharon la inestabilidad del país para tomar ventaja en favor de sus objetivos militares, que se cumplieron con la toma de Sana’a y la caída del presidente Saleh, quien acabó siendo asesinado por los Houthis en 2017.

La renuncia del presidente Saleh, y el derrocamiento posterior, en febrero de 2015, de su sucesor, el presidente Abdrabbuh Mansour Hadi, y de todo su gobierno por las milicias Houthis desencadenó la intervención militar del Reino de Arabia Saudí -que buscaba restaurar en el poder al gobierno del presidente Hadi, que contaba con el reconocimiento internacional- y aceleró la internacionalización del conflicto, que ya había comenzado en el momento del incremento de los enfrentamientos bélicos en 2011.

Para apoyar aquella intervención solicitada por el presidente Hadi, Arabia Saudí formó una coalición internacional que incluía a todos los miembros del GCC, excepto Omán -es decir, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Qatar-, y Djibouti -donde este contingente internacional fue entrenado-, Egipto, Eritrea, Jordania, Marruecos, Senegal, Somalia y Sudán.

Todos ellos contaron con el apoyo logístico y militar de EE. UU. y del Reino Unido para las que se han conocido como “Operación Tormenta Decisiva” -desarrollada entre marzo y abril de 2015- y “Operación Restauración de la Esperanza” -desde abril de 2015 hasta el momento presente-.

Desde marzo de 2015, la situación en Yemen no hizo más que agravarse dramáticamente y la llegada de asistencia humanitaria internacional no hizo mucho por paliarla dada su distribución ineficiente y al mal uso que de ella se hacía en un país plagado por la corrupción desde hace décadas.

Con todo y con ello, durante aquellos años, la coalición hizo un doble esfuerzo por implantar mecanismos para garantizar la adhesión de las partes en conflicto a los principios de las leyes humanitarias internacionales, por una parte, para mitigar, en la medida de lo posible, el daño a la población, ya de por sí elevado, en una guerra con actores no estatales armados o con enfrentamientos bélicos durísimos en núcleos urbanos y para controlar y yugular, por otra parte, el contrabando de armas que ha estado abasteciendo a los Houthis, fundamentalmente, desde Irán y a través de la porosa frontera que separa a Omán de Yemen.

La resolución del conflicto pasa necesariamente por identificar, en primer lugar, la raíz del problema.

La responsabilidad de la crisis se encuentra, sin duda, en el comportamiento de los Houthis, quienes, siendo sólo el 5% de la población de Yemen, aspiran a ejercer un control, por medios violentos, sobre el resto de la población.

Este juicio no ignora, sin duda, comportamientos de las partes enfrentadas, que, durante el conflicto, han estado alejados de los principios de las leyes humanitarias internacionales.

Desgraciadamente, el uso de niños como combatientes, el minado del terreno y de los mares o el uso y el abuso de la ayuda humanitaria para intereses particulares son fenómenos recurrentes en el comportamiento de las milicias Houthis durante estos años.

Además, los Houthis, hasta el momento, por lo menos, no han mostrado un interés sincero en sentarse en la mesa de las negociaciones con sus contrapartes para buscar una solución al conflicto.

Por último, durante los últimos años, Yemen y el movimiento Houthis han estado siendo utilizados por Irán como escenario y peones, respectivamente, de su juego político y geoestratégico que consiste en proyectar su influencia y su proyecto revolucionario en la región a través de actores no estatales armados a los que financia, suministra armamento y facilita entrenamiento militar.

Tampoco habrá solución rápida de la guerra civil en Yemen si no existe la voluntad y el compromiso de la comunidad internacional.

Si ésta se movilizara para conseguir ese objetivo, los términos de referencia entre los que habría que enmarcar una posible solución serían tres.

La Iniciativa del GCC de 2011, que buscaba alcanzar un acuerdo político que evitara el desencadenamiento de una guerra en toda regla, incluyendo el establecimiento de un gobierno de transición.

El ya mencionado Documento de Diálogo Nacional de 2014, que instaba a la creación de un foro para resolver los problemas políticos del país y cuyos resultados deberían ser las bases para la redacción de una nueva constitución, que debería desencadenar en la elección de un nuevo gobierno como conclusión a ese período de transición.

Por último, la Resolución 2266 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de 2016, que reafirma el compromiso con la unidad, la soberanía, la independencia y la integridad nacional de Yemen; expresa su preocupación por las amenazas derivadas del tráfico ilegal, la acumulación desestabilizadora y el mal uso de armas, y, muy especialmente, por la presencia creciente de Al-Qaida y de ISIS o Da’esh y sus organizaciones afiliadas en la zona; y, por último, llama a las partes a resolver sus diferencias a través del diálogo.

Más recientemente, en marzo de 2020, Arabia Saudí, en concreto, a través de su Príncipe Heredero, Mohammed bin Salman, lanzó la llamada Iniciativa del Reino de Arabia Saudí, que incluía el ofrecimiento de un alto el fuego siempre que cesara la actividad de guerrillas que, en la actualidad, están operando subversivamente fuera del marco institucional y gubernamental de Yemen.

Este llamamiento de Arabia Saudí fue, inmediatamente, seguido por declaraciones de apoyo de los grandes actores estatales internacionales.

Todos estos movimientos podrían haber coadyuvado al que sería el giro decisivo que abriría posibilidades a una solución al conflicto: enviados de Arabia Saudí y del movimiento de los Houthis están conversando en Bagdad desde hace semanas.

Para añadir más razones a la esperanza, desde el 9 de abril de 2021, como reconoció, el pasado 10 de mayo, el propio gobierno iraní, representantes de alto nivel de los gobiernos de Irán y de Arabia Saudí están manteniendo conversaciones, facilitadas por el propio primer ministro de Irak, Mustafa al-Kadhemi, sobre “asuntos bilaterales y regionales” por primera vez desde la ruptura de sus relaciones diplomáticas en 2016.

El pasado 4 de enero, el Reino de Arabia Saudí y Qatar -a quien Irán ha estado apoyando durante estos años y con quien mantiene lazos religiosos, económicos y comerciales profundos y desde donde se ha canalizado, por parte de entidades e individuos, apoyo financiero hacia grupos violentos y terroristas, como Al-Qaida o el Frente Nusra– solventaron la crisis diplomática que les alejó desde 2017.

Si la resolución del conflicto diplomático entre Arabia Saudí y Qatar fuera acompañada por la consolidación de un acercamiento incipiente entre Arabia Saudí e Irán, es decir, dos potencias regionales rivales, en tantos teatros de competición, muchas de las asunciones tradicionales sobre el desarrollo de escenarios geoestratégicos en el Próximo Oriente podrían tener que someterse a revisión.

Todo ello está ocurriendo, especialmente, en un momento en el que la percepción de vacío de poder en la política exterior de EE. UU. se extiende por las capitales de las principales potencias del mundo y entre sus apoderados respectivos.

Este vacío es el que muchos actores estatales y no estatales parecen estar testando y, eventualmente, del que muchos de ellos quieren aprovecharse.

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