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La cumbre Putin-Biden que no fue tal

La cumbre Putin-Biden que no fue tal
Vladimir Putin (d) y Joseph R. Biden (i)
Jorge Cachinero el
Parc de La Grange

La cumbre entre Vladimir Putin y Joseph R. Biden se celebró el pasado 16 de junio en Ginebra.

Esta tuvo lugar en la mansión -construida en la segunda mitad del s. XVII- que la familia del ilustre abogado, notario y político local William Favre poseía, desde comienzos del s. XIX, y que había donado a la ciudad, a comienzos del s. XX.

Aquella propiedad privada es hoy el hermoso Parc de La Grange, de uso público, situado en el barrio de Eaux-Vives, desde el que se disfruta de unas vistas maravillosas del Lago Leman.

La cumbre duró tres horas y media.

Durante la primera parte de esta, en el llamado formato restringido, estuvieron presentes los dos protagonistas, sus dos asesores principales respectivos en política exterior -Sergey Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa, y Antony Blinken, secretario de Estado de los Estados Unidos (EE. UU.)- y los intérpretes correspondientes.

Esta primera sesión duró una hora y media.

La unidad de medida del tiempo utilizado en este tipo de reuniones debe dividirse por la mitad para tomar en consideración el trabajo de los intérpretes y, de nuevo, otra vez por la mitad, en el supuesto de que se hubiera producido una utilización equitativa del tiempo disponible por las dos partes, para imaginar el tiempo que cada parte tuvo para expresar sus puntos de vista.

En definitiva, muy poco tiempo para haber podido sostener ninguna discusión sustantiva.

Una vez finalizada este primer segmento de la cumbre, se sumaron al grupo, durante las dos horas restantes, los embajadores de ambos países acreditados en las capitales de su contraparte respectiva, los asesores de seguridad nacional, o equivalentes, de cada uno de los dos líderes y algunos expertos más, en determinadas áreas, por cada uno de los países.

Sin duda, el optimismo excesivo que algunos albergaban sobre los resultados históricos que esta cumbre podría traer no estaban justificados.

La realidad es que la cumbre no fue una cumbre digna de dicho nombre.

No obstante, el encuentro entre Putin y Biden y sus asesores sí fue una reunión que produjo algunos resultados reseñables.

En su inicio, cabe destacar, por ejemplo, que los intentos de Biden por hablar sobre derechos humanos en Rusia y, más específicamente, de la situación de Alexei Navalny fueron fallidos porque el presidente Putin los desestimó sin contemplaciones.

Por otra parte, Vladimir Putin marcó una línea roja, bien gruesa, cabría decir, a Biden sobre la situación en Ucrania.

Para Rusia, los Acuerdos de Minsk de 2015 son la solución al conflicto interno de Ucrania y deben ser respetados y aplicados por todas las partes firmantes de los mismos y EE. UU. debe abandonar cualquier aspiración futura de incorporar Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Como saben los estudiosos de las relaciones internacionales, la frontera occidental de Rusia fue, es y será una de las dos prioridades estratégicas tanto de la Rusia Imperial, como de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) o como de la actual Rusia, a lo largo de su historia como nación, y, por lo tanto, el que la OTAN o, incluso, la Unión Europea (UE), linden con la frontera occidental de Rusia representa una amenaza existencial para Rusia.

Dejados a un lado Navalny y Ucrania, las conversaciones giraron en torno a tres asuntos: cíber seguridad, estabilidad estratégica -eufemismo utilizado para referirse al control de armas nucleares- y el Ártico.

Sobre cíber seguridad, Rusia y EE. UU. acordaron crear un grupo de trabajo para avanzar en la cooperación de ambas potencias en este asunto.

Es de sobra conocida, por otro lado, la posición rusa sobre la necesaria gobernanza del cíber espacio, que prefiere centralizar en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y, específicamente, en la Unión Internacional de las Telecomunicaciones (ITU, por sus siglas en inglés).

Llamó la atención que EE. UU. presentara a Rusia una lista de 16 instituciones u organizaciones que los estadounidenses quieren que se acepten como territorio vedado por parte de las operaciones cibernéticas rusas.

Sin duda, esta petición, y la presentación misma de esta lista, es sorprendente.

Es difícil imaginar si, al hacer esto, EE. UU. actuó con ingenuidad o, por el contrario, estaba buscando, intencionadamente, confundir a Rusia sobre sus puntos de presión susceptibles o vulnerables, cibernéticamente hablando.

El tiempo dirá qué avances se producirán en este ámbito.

Sobre estabilidad estratégica, el progreso que ambos países -Rusia, de una forma destacada- han hecho, durante los últimos años, en el desarrollo de capacidades y de activos nucleares obligaban, necesariamente -porque el coste de oportunidad de no hacerlo así debería ser inasumible por ambos países-, a entenderse sobre la reducción futura de armamento nuclear y a adoptar las medidas que ayuden a reducir riesgos asociados a este.

Ambos, Putin y Biden, parecen estar de acuerdo con el principio enunciado, en 1984, por el presidente de EE. UU. Ronald W. Reagan durante su discurso del Estado de la Nación pronunciado ante el legislativo estadounidense: “a nuclear war cannot be won and must never be fought”.

Putin y Biden, a la vista de lo anterior, decidieron poner en marcha un llamado “Diálogo para la Estabilidad Estratégica”, sobre cuyo discurrir y eventuales resultados habrá que estar muy atento.

En cualquier caso, en este ámbito, los avances no suceden rápidamente.

Por ejemplo, en el caso de los acuerdos START -acrónimo, en inglés, de Strategic Arms Reduction Talks-, es decir, las negociaciones entre EE. UU. y la Unión Soviética y, posteriormente, entre EE. UU. y Rusia para reducir sus arsenales respectivos de cabezas nucleares y de misiles y bombarderos, capaces de transportar y de lanzar dichas armas, comenzaron en 1982 y continuaron en diversos formatos hasta comienzos del s. XXI.

Por último, sobre el Ártico -este espacio geográfico tiene una importancia crítica para Rusia, aunque sólo sea por el hecho de que es el país que cuenta con la costa ártica más larga del mundo-, hubo discusiones que reflejan la preocupación de las dos partes por la necesidad de evitar una carrera armamentística y una militarización excesiva de la zona.

También, se conversó sobre rutas marítimas a través de aquel océano -especialmente, si sigue avanzando el deshielo del casquete polar ártico- y, sobre todo, de la cantidad inmensa de recursos naturales críticos sin explorar debajo del hielo en esa parte del planeta.

En conclusión, los embajadores de las dos naciones volverán enseguida a las capitales respectivas de sus contrapartes.

Además, la tensión entre EE. UU. y Rusia se ha rebajado y parece haberse reestablecido el diálogo entre ambos países, a pesar de la obsesión de EE. UU. de no querer dar la impresión de que ha cedido demasiado ante Rusia.

Por último, China –el elefante en la habitación– no ha sido parte de las conversaciones, quizás, porque Rusia, a través de una entrevista de su embajador en Beijing, concedida a un periódico oficial del Partido Comunista Chino, había advertido públicamente, en días previos a la reunión de Ginebra, que no estaba dispuesta a ello a espaldas de su socio estratégico en Asia.

La cumbre de Ginebra no ha sido comparable a la de Yalta en febrero de 1945, en la que Roosevelt, Churchill y Stalin tomaron decisiones rápidas sobre Europa -especialmente, sobre Europa Central y del Este- y sobre la ONU.

Europa pagó un precio muy alto -que no se ha olvidado, todavía, ni en la Europa Central y del Este, ni en los Balcanes- por las urgencias de EE. UU. y del Reino Unido para contentar a la URSS y garantizar, así, su involucración en la ONU por fundar en octubre de 1945.

Tampoco la cumbre de Ginebra ha sido comparable a la de Helsinki de 1990 entre Mikhail Gorbachev y Ronald Reagan.

Aquella cumbre fue la de la conexión personal entre dos individuos que acabaron respetándose mutua y profundamente.

Además, la polarización política interna que vive EE. UU. en la actualidad es percibida desde fuera -también, en Rusia- como un obstáculo para alcanzar acuerdos.

Existen dudas razonables sobre si, una vez llegados a ellos, serán, en primer lugar, ratificados en EE. UU. y, posteriormente, aplicados por EE. UU., cuando es muy difícil saber el curso que tomará la política interior estadounidense en los próximos dos o tres años.

En definitiva, la cumbre Putin-Biden de Ginebra no fue una cumbre.

No obstante, tampoco fue una ocasión perdida y la posición internacional de Rusia y la de Vladimir Putin, dentro de Rusia, en particular, salieron reforzadas.

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