Por si no se han enterado, estamos en guerra. En guerra cultural. Una expresión muy antigua (una cosa muy antigua) que aquí se ha convertido en moda, traducida a veces como “la batalla cultural”, que es nombre como de concurso de La2 y expresión heredera de la “batalla de las ideas” que daba mucho Esperanza Aguirre allá donde Federico y los liberalismos.
A mí la expresión me parece horripilante, pero es verdad que estamos en un ambiente belicoso, o al menos en una cierta contienda. En 2015 escribías de Trump y te retiraban el saludo, y los mismos que te lo retiraban, ahora están todo el santo día importando la “cultural war” americana como el millonario que se trae un castillo escocés ladrillo a ladrillo. Algo como de señor de Texas que nosotros nos aprestamos a hacer porque cuando nos ponemos, nos ponemos. Cierto es que hay que estar muy atento a lo que allí pasa, y que en sí mismo es apasionante, pero hay algo excesivo, cansino, en juzgarlo todo con ese prisma. Vale, sí, lo lamento mucho por Woody Allen, pero… ¿y lo que le están haciendo a Camilo Sesto (qepd) con su hijo Camilín? ¿Eso no importa?
Tan malo es vivir al margen de ello (comprando toda la mercancía averiada) como hacer de la vida un frente.
En esto son especialmente activos los conversos, como suele suceder, auténticos Rambos, “nasios pa matá” de lo cultural, que se visten por la mañana de comandos y ya no paran.
Ojalá la nuestra fuera un poco la guerra (cultural) de Gila. “Yo mato. Madre mía si mato… No es por chulearme, pero cómo mato…”. Porque el fondo nuestro no es de seriedad protestante, sino de pillería católica, de picaresca ideológica, y la guerra aquí tiene algo de fogueo y de escenario donde vender el crecepelo.
¿Hay que dar la “guerra” dichosa? Pues imagino que sí, claro que sí, pero… con pausas en la trinchera, por favor.