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KIOSCOS

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Con el buen tiempo, en las plazas de los pueblos abren los kioscos. Estos pequeños establecimientos, que no son los pabellones para la música dominical, delicia del fin de semana antiguo, son un negocio destinado a la infancia y por eso a su alrededor se arremolinan los niños ansiosos, con su monedita, su acarreo del centimito en la mano para darle al peta zetas, al arroz inflado, a los flashes o (lujo del niño, festín) al polo o al helado. EL niño llega mirando la tabla de precios y siempre, en el lugar más alto, reina el helado de crema, el cornete, prescrito maternalmente como posible postre.

Al kiosco vuelve ahora la ansiedad infantil y el señor que lo regenta, que es siempre, invariablemente, un señor mayor, se mete dentro a ver pasar las horas de la tarde. Qué raro nos parece ese señor fuera de su establecimiento, que parece que le cuelga o del que sobresale como un picador de niños revoltosos.

El señor, obligado al trato infantil, los observa con un aire de contenida irritación mientras ellos se demoran en realizar su petición. Parco en palabras, los despacha sin zalamerías, porque entiende lo terrible del niño y lo poco que se diferencia su negocio del despacho en cualquier bar.

El kiosquero no puede hablar con los niños, déspotas a su manera, y suele estar condenado al silencio. De vez en cuando llega otro adulto a pedirle algo y entonces su mirada cambia y desaparece el recelo, porque la mirada del kiosquero es recelosa.

Al niño, las evidencias de la vida adulta del quiosquero le entristecen.

Hay algo amargo, mudo y cómico en ese señor que tiene a los niños, a su gusto por los dulces, como clientes.

La tarde gira sobre el kiosco, convertido en centro de la plaza. Ni la fuente, ni el árbol más viejo, ni algún columpio si lo hubiese. Es este dispensador de azúcar el que la preside.

Yo los he visto con un pequeño sistema de aire acondicionado, porque los calores podrían hacer peligrar la vida de nuestro kiosquero o derretir el género. También es habitual que de un clavo cuelgue un transistor. No hay más adelantos en el ancestral comercio de la golosina.

Los niños, que respetan al silencioso señor, pero de cuya seriedad se burlan, no saben que su trasiego de moneditas supone una artesanal redistribución de la renta. A menudo, el kiosco tiene algo de pequeño estanco, de bicoca asistencial, remediadora. Los niños hacen el papel de angélicos agentes sociales. Economía dulcificada, como una de esas formas antiguas de la compensación, tan diferentes de la barbarie fiscal actual.

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