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Los tontilocos de Panero

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Alrededor de los dieciocho años vi El desencanto. La figura de Leopoldo María Panero tuvo un gran efecto en mi impresionable personalidad. Por entonces, su teorización de la autodestrucción me parecía una genialidad. No es que fuera genial, es que de tan genial estaba loco. Uf, era el pasarse de rosca de la lucidez, ese clic cerebral. Si mi madre no me hacía los espaguetis a mi gusto la miraba a la pobre como a Felicidad Blanc y le soltaba alguna frase de la película y me iba por el pasillo cerrando mi batín como el abrigo de Leopoldo María. Leí también a Artaud y los consideré maestros del desquiciamiento ebrio. Luego salía a la discoteca como un estudiante de Bellas Artes ante el modelo, caminando paciente hacia la sublime ebriedad. Un jovencito asesinable. Leí su obra y me esforcé por entenderla. Me gustó Así se fundó Carnaby Street porque aún había luz, colores, imaginación. Pero sus libros posteriores me parecieron manifiestos truculentos ininteligibles. Páginas pobladas de muerte, viejas, ceniza, locos, sin magia verbal, sin música. Desnudas proclamas de lo manicomial. Sólo ebrio conseguí comprender algo. Allí vi claramente que era una poesía del exceso, del empobrecimiento mental en su sentido más estricto y lamentable: sólo con una tajada de Soberano era “sentible” esa literatura.

 

Cada edad tiene su Panero y fui pasando por todas. En la actualidad, quizás me quede con Michi (ojalá pudiese leer sus críticas televisivas, que Cascante, corresponsal en México -yo digo Méjicos, como la Cantudo-, tiene en gran estima). Le recuerdo hablando de las novias del hermano: “Eran un concurso de Miss Callo. ¡Qué monstruos! Las personas más feas que han pasado por una colcha”. Las tontilocas, decía. Esta frase es lo que prefiero en la actualidad de la obra de los hermanos, los Brönte del pijofranquismo. Y siempre me quedaré con el padre. La película de Chávarri me parece insoportable en la actualidad. Me asusta la afectación de los hermanitos, con esa dicción pija (¡pija de Astorga!) intolerable y tiendo a considerar a Leopoldo padre como una víctima de su familia, como en esa novela de Mauriac, Nido de víboras. La película sería el desencanto del padre. Escuchar su opinión sobre la progenie e incuso sobre su mujer, que en los últimos tiempos han puesto de frígida para arriba, pobre señora. Las escapadas del poeta y su amistad con Rosales no es que me parezcan decentes, es que me parecen absolutamente necesarias. Como para quedarse en casa con semejante prole… Lo interesante es entender al padre, leer al padre, escuchar al padre mientras es asesinado por esa pandilla de vagos.

 

El Desencanto es una cumbre del alipori, que es el gran género español en democracia, y los aficionados a Leopoldo María Panero son lo que dice el hermano, palmeros del loco, tontilocos. Es tan horrible la enfermedad mental, tan atroz el alcoholismo, que quien lo ha visto de cerca sale espantado. Morbosos del monstruo, lectores clínicos, que vayan a echarle fotos al borracho de cartón de la esquina. Toda la lamentable mitología roquera, que es una basura estética y una soplapollez infantiloide, se le ha querido colgar en la chepa al poeta, que iba soltando sus versos de vate negro ante un público ignorante y bárbaro.

 

Toda esta gente que publicita sus cogorzas, que rentabiliza sus tajadas, que se mama como si fuera Rostropovich, me parece que ha conquistado el mainstream cultural (¡La Cultura, la Tomasa y La Pacheca!) y ha convertido todo en un bodrio de lo confesional. Los tontilocos de Panero hacen imposible cualquier aproximación sana al escritor. Son peores que los lorquianos, son las anabelenes de Panero.

 

El verdadero prodigio, y hablo totamente en serio, me parece la dicción familiar. Me los imagino encerrados en sus respectivas estancias hablándole a un magnetofón para escucharse luego. Yo he visto toda la obra de los Panero como una competición en el pijerío de su dicción de telojuroporsnoopy culturalista. Esa dicción es el pijofranquismo y es la retórica literaria, dos cosas de las que nos hemos tenido que ir depurando. Esa obra quedará, creo yo, por eso, por la manera tan abominable de pronunciar el español.

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