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Blogs Madre no hay más que una por Gema Lendoiro

Sobre los miedos irracionales

Gema Lendoiro el

Soy muy consciente de mi parte inconsciente. No es un trabajo fácil (aunque lo parece) pero tener la ayuda de una excelente psicóloga con la que trabajar los miedos más escondidos, ayuda. He hablado más de una vez en este blog de este tema y hoy lo saco de nuevo porque en temporadas estivales este miedo se convierte en un lobo que no pocas noches me quita el sueño.

Mi hermano pequeño, el único que tengo, por cierto, falleció hace ya muchos años ahogado en una piscina. Desde entonces y muchas, muchísimas lágrimas después, por no hablar de otras cosas peores, los miedos IRRACIONALES a que mis hijas mueran de la misma manera me paralizan. Me da miedo todo lo que sea agua en formato grande: mar, río, playa, puerto, lo que sea. Soy consciente de que es algo irracional y, por lo tanto, no lo verbalizo fácilmente para no resultar pesada pero, por ejemplo, estamos pasando unos días en casa de unos amigos en Jávea y ayer cenamos en el puerto. Entre nuestra mesa y el borde del agua donde estaban los barcos de pesca había 5 metros, los suficientes para que la cena fuese una tortura para mí porque, ya se sabe, resulta misión imposible que los niños pequeños permanezcan sentados en la mesa toda una cena. Hasta que no levantamos campamento tuve un nudo en el estómago. Y eso que sólo llevaba a Doña Tecla, Mofletes Prietos, bastante más atrevida, se quedó en casa.

Pero la playa y la piscina siguen ahí amenazándome la paz interior. No lo supero. Es como una tortura china. Estar en esos sitios es pensar constantemente en mi hermano y la cabeza, la loca de la casa como decía Santa Teresa, me trae pensamientos tan crueles como intentar imaginar cómo se sintieron mis padres al perder a Pablo. Y de nuevo, nudo en la garganta y ganas de atar a mis hijas a mi cuerpo como si eso fuese el único remedio para calmar mis angustias. Sé que no puedo hacer eso. Ni siquiera tengo derecho a trasmitirles un ápice de miedo o angustia. Ellas tendrán las suyas propias cuando crezcan y su padre y yo hemos de ser las rocas seguras donde refugiar sus miedos. Pero me lo tengo que repetir como un mantra para poder hacerlo bien. No es fácil. Os lo aseguro. El cerebro, su parte inconsciente, es demasiado poderosa.

También están los pensamientos en la cama cuando por fin duermen y respiran tranquilas a mi lado. Hay noches que las miro y remiro, las acaricio y rezo, rezo muy fuerte para que eso tan terrible que nos sucedió a nosotros y nos partió para siempre las vidas, no se repita.  Y me entra una ansiedad difícil de describir y unos pensamientos como si fuese la protagonista de una tragedia griega luchando contra mi propio destino.

Lo sé, no puedo ni debo dejarme llevar por el miedo. Lo sé. Pero hay algo terrible en la maternidad que pocas veces te cuentan. Y es el miedo absurdo, irracional y absolutamente desestabilizador a pensar que a tus hijos les pase algo. Cuando has vivido una muerte con 15 años en casa, se crece pensando de otra manera. Imagino que son miedos sin curar, heridas abiertas que quizás nunca se cierren. No lo sé. Sólo sé que me martirizan y no se pasa. Y da igual que las niñas sepan nadar. Mi hermano sabía, tenía 11 años y el agua le llegaba por la cintura. Ése no es el tema. El tema es el miedo. El miedo a fallar, a no estar ahí lo suficientemente pendiente. Que porque una se escape hacia un lado, pierda de vista un nanosegundo a la otra y suceda la tragedia. O dejarlas en casa de sus abuelos porque las circunstancias son las que son y sentir cómo el corazón deja de estar en su sitio todos los segundos, de todos los minutos de todas las horas que no están a mi lado. Es lo único, lo único de verdad que detesto de ser madre. Ese miedo irracional que me come por dentro, que me planta una especie de plancha de metal atravesándome el estómago. Menos mal que no es siempre. Pero late.

En fin que escribir esto me sirve de terapia con vosotros. Quizás haya gente que me entienda, otros no, pero seguro que me servirá para verbalizar los miedos en lugar de dejarlos ahí pululando por la casa interior.

 

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