Sergio y Javier Torres forman un equipo perfectamente conjuntado. Ambos tienen una sólida formación técnica y la plasman en una cocina académica, refinada, actual, que saca tanto partido de los productos más exclusivos como de los más modestos, entrelazándolos con acierto en el menú. Y siempre con cuidadas presentaciones, que la vista también es importante a la hora de comer. Sus trayectorias son importantes. Entre otros sitios, Sergio pasó por Neichel y Akelarre y estuvo varios años junto a Alain Ducasse. Javier por Girasol, Philippe Rochat y el Racó de Can Fabes. Luego se juntaron en El Rodat, en Jávea, antes de trasladarse a Barcelona para abrir Dos Cielos, donde lograron las dos estrellas que siguen ostentando. Hace tres años abrieron COCINA HERMANOS TORRES, donde siguen demostrando que son cocineros de mucho nivel, más allá de la fama que haya podido darles la televisión (a la que por cierto regresan el próximo día 28 de febrero con un programa diario de una hora).
Me gusta mucho el restaurante, a quince minutos de paseo desde la estación de Sants. Una antigua nave industrial que han transformado por completo aplicando las últimas tecnologías. El enorme local tiene como eje central la gran cocina de pase, dividida en tres partes y rodeada por las mesas que ocupan los clientes, bien distanciadas entre sí. A un lado, abiertas a ese espacio, las distintas partidas. Y un equipo de sala numeroso y eficaz, sin rigideces, próximo a los clientes pero sin perder nunca la profesionalidad.
El menú degustación (195 euros) es todo un festival. Ha subido de precio desde que estuve allí nada más inaugurarse, pero también ha subido de nivel, sin algunos altibajos que tenía entonces. Se compone de aperitivos y una veintena de pases, algunos de ellos sobresalientes, muy ceñidos a la temporada. Estos días platos invernales pero nada pesados, que mantienen la línea que los hermanos Torres han seguido estos últimos años, y que he seguido muy de cerca desde los tiempos de El Rodat: presentaciones vistosas, producto de calidad que tiene protagonismo en cada una de las elaboraciones, y sabores limpios, definidos e intensos.
Para abrir boca, un caldo de caza clarificado que templa el cuerpo, una liviana hoja de setas y otro crujiente, este de piñones y enebro. Me sobra, más espectáculo que otra cosa, el aromatizador de hierbas (a base de hielo seco) que se deja sobre la mesa en este primer pase. Cuatro buenos aperitivos, entre los que sobresalen el praliné de botarga y las tabellas (alubias) esferificadas con agua de su fermento, dan paso al resto del menú, que empieza con un magnífico calamar curado, servido sobre un consomé frío de ave y se cubre con una quenelle de caviar. Una visión muy personal de un mar y montaña.
En este momento llega el pan. Una pieza grande, hecha en el restaurante, que invita a comer mucho. Pero conviene evitar la tentación porque el menú es largo y conviene llegar al final. Porque a partir de ahí se suceden platos de altísimo nivel. La moqueca de marisco (mejillones, gambas y buey de mar) con fideos de azafrán y un fondo de coco, versión de lujo de una receta popular, nos acerca a Brasil, un país que tiene gran influencia en la cocina de los hermanos. Los espectaculares guisantes del Maresme de primera florada, que les proporciona un payés, bien combinados con migas de pastor y jamón ibérico. La crema de cebolla de Fuentes del Ebro, que les proporciona su padre, con un crujiente de parmesano curado y láminas de trufa negra de Soria, plato que ya había probado en mi anterior visita, mejor aún ahora con el queso. Las angulas del Miño con un pilpil ligeramente picante para repetir y repetir. Y el salmonete de roca con una meuniere de hierbas y su hígado presentado sobre la piel crujiente.
En la parte final me cambiaron un par de platos para incluir lamprea y becada, que como saben son dos de mis debilidades. A cambio me quedé sin la royal de liebre que bordan los hermanos Torres, pero al fin y al cabo ya la he probado en otras ocasiones y me apetecía ver el tratamiento que dan a estos dos productos tan especiales. Excelente la lamprea del Miño (lástima que este año se estén capturando tan pocas) en una bordelesa muy refinada, y de lujo el arroz de becada y trufa, con los granos al dente, que no duros, y todo el sabor del pajarito, servido, claro, con su cabeza. No se puede rematar mejor un menú.
Amplio capítulo de postres, que aunque están buenos no llegan a nivel de los salados. El mejor, el cremoso de queso con helado de trufa. El menos atractivo el sorbete de granada con aire de remolacha encurtida. Y por medio las texturas del cacao y el bombón helado de almendras de leche. Para terminar, con el café, los petit fours. Por cierto, me gusta que el café lo preparen, infusionado, en la mesa. Un buen detalle que agradecemos los cafeteros.
En cuanto a los vinos, Koldo Rubio maneja con solvencia y conocimiento una completa bodega. Renuncio al maridaje completo (105 euros), ese de un vino por cada plato, que cada vez me cansa más. Pero el sumiller me propone ponerme algunas copas de cosas interesantes. Y lo son. Un Jura Domaine de Pignier 2019, un Sauvignon blanc argentino de Riccitelli, un riesling Morstein 2015 de Wittmann, un Valdeorras Falcoeira A Capilla de Telmo Rodríguez, y, la joya de la comida, un Ygay de la cosecha de 1954, casi setenta años, que estaba aún muy bebible. Qué bien aguantan lo grandes vinos. Para los postres, un oporto de Niepport con treinta años. Gran selección para una gran comida. Cocina Hermanos Torres es uno de los grandes. Empiezan a quedársele cortas las dos estrellas.
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