Primeros días en Ciudad de México, a la espera de ese Millesime que comienza hoy mismo en el Centro Bancomer Santa Fé y en el que primeros nombres de la cocina española y mexicana darán de comer a empresarios, financieros y otras personalidades de la vida social de esta ciudad. Entre tanto, lenta superación del jet lag y tres comidas en tres excelentes restaurantes que marcan perfectamente las diferentes líneas que sigue la cocina tradicional en este país: EL BAJÍO, PAXIA, y AZUL CONDESA. Tres caminos diferentes para una misma cocina popular, de la que México es uno de los grandes exponentes mundiales. Precisamente se cumple estos días el primer aniversario de su proclamación por la Unesco como patrimonio inmaterial de la humanidad. Junto a la peruana, la gran cocina de América. Pero que mientras esta es más sencilla, más fácil de exportar al mundo, la mexicana es una cocina mucho más compleja y variada, basada en elaboraciones lentas y prolongadas que hacen que, por ejemplo, algunos moles tarden hasta cinco días en elaborarse. Una cocina muy arraigada en el pueblo y en los increíbles productos que da este país, en la tradición más remota y en la potencia de los sabores. Y esto es lo que reflejan con acierto, cada uno en su línea los tres restaurantes a los que hoy dedico este post.
El primer camino es el de EL BAJÍO, en el que la gran Carmen “Titita” Ramírez, a la que podremos ver la próxima semana en San Sebastián junto a otros cocineros mexicanos, lleva cuarenta años ofreciendo la cocina más popular, la de la calle, que es tan importante en este país. Aunque ahora, de la mano de unos socios españoles, hay establecimientos de El Bajío repartidos por toda la ciudad de México y el nivel es muy similar, el genuino es el primero, el de la avenida Cuitlahuac, en la colonia Popular (en la foto superior su cocina, abierta al comedor). He estado dos veces en estos días, en la segunda ocasión con la propia Titita en la mesa, personaje entrañable, conocedora a fondo de recetas e ingredientes que son el eje de su casa. La clave, como ella misma dice, es la frescura y la calidad de los ingredientes. Todo hay que hacerlo en el restaurante, nada de productos envasados, y todo hay que hacerlo al momento, especialmente las salsas, que jamás se congelan o se guardan de un día para otro. Por eso resulta excepcional un pipián verde, la salsa que se hace con pepitas de calabaza tostadas y molidas además de cebolla, cilantro, hoja santa (acuyo), y chiles poblanos y jalapeños. Acompaña normalmente a las aves, en este caso a un pollo. Y fresquísimas las salsas que hay en la mesa para añadir a lo que se quiera: una roja de chile de árbol; otra verde de jalapeños con cilantro.
Pero todo está buenísimo: su célebre empanadilla de plátano rellena de frijoles, las gorditas hinchadas, las manitas de cerdo en vinagre, el pescado a la veracruzana (la ciudad donde nació Titita), las carnitas El Bajío (su gran especialidad), la barbacoa (carne de cabrito jugosísima), o el chamorro (codillo) en un adobo de chiles ancho y pasillo que es una salsa para mojar mucho pan, si lo hubiera, hay que conformarse con las tortillas de maíz hechas también al momento. El restaurante está siempre lleno. Por la calidad, por la autenticidad y también por sus precios. Probando muchas cosas y bebiendo bastantes cervezas, que es la mejor opción, no se superan los 15 euros por cabeza. Un sitio imprescindible para descubrir la cocina más popular, la más auténtica.
El segundo camino es el que marca Ricardo Muñoz Zurita en AZUL CONDESA. En uno de mis viajes anteriores ya estuve en su primer restaurante, AZUL Y ORO, que sigue abierto en la gigantesca Universidad Autónoma de México. Aquello es más bien una cafetería, donde incluso en aquel tiempo ni siquiera se podían servir bebidas alcohólicas, norma de la universidad. Ahora Muñoz Zurita tiene este coqueto local en la elegante colonia Condesa y se prepara a abrir un tercero en el centro, muy cerca del Zócalo, frente al Casino Español. Este chef es uno de los grandes investigadores de esa cocina popular mexicana y de sus orígenes. Ha buceado en la historia de cada receta. Sus libros son una referencia para entender muchas cosas de esta peculiar gastronomía, y de sus influencias prehispánicas y españolas. Y su camino va más por el de los platos de la cocina familiar, dos pasos por encima del populismo de El Bajío. Lo que tantas veces hemos llamado la cocina de la memoria. Elaboraciones que recogen los muy diferentes estilos e ingredientes de cada zona de México, recuperadas muchas del olvido. Antes del menú, una pequeña cata de mezcales, una bebida que para muchos es muy superior al tequila y que se quiere recuperar. De los platos me gustó mucho el salpicón de venado, original del Yucatán. Y dos recetas de Tlacotalpan: mogo mogo relleno, una pasta de plátano macho rellena de un picadillo de carne con salsa de tomate y aceitunas que recordaba a una boloñesa; y los tamalitos rancheros, con carne de cerdo y hoja santa.
También nos sirvió un ceviche. Eclipsados por los peruanos, hay en las zonas costeras mexicanas, especialmente en Veracruz, una larga tradición de este plato. Están buenos, pero me quedó con los del Perú, mucho más frescos. El de Muñoz Zurita llevaba aguacate y pez sierra del Golfo de México. Siguió un mero, muy bien de punto, en salsa pipián; y luego unos camarones enchipotlados (rebozados en chile chipotle) con un agradable picor. Y terminamos con dos carnes. Primero la cochinita pibil, una de las grandes especialidades de este chef, acompañadas con tortillas de maíz azul y frijolitos. Hay que venir a México para disfrutar este plato. Ni uno sólo de los que hacen en los restaurantes mexicanos en España se aproxima ni por asomo. Y luego pato con mole negro de Oaxaca. Grandísimo el mole (en la foto), hecho con más de 32 ingredientes. Dos postres agradables para rematar: el pastel tres leches y unos triángulos de guanábana con crema de zapote negro, una fruta tradicional mexicana. El propio Muñoz Zurita nos fue explicando todos los platos. El precio medio, sin vinos, no llega a los 20 euros.
Y el tercer camino que es el de PAXIA y su chef Daniel Ovadía (en la foto). Recetario tradicional, en muchos casos de origen prehispánico; buen producto; y técnicas actuales. El toque moderno a la cocina de siempre, con sensatez, respetando su espíritu pero poniéndola al día. En el restaurante, situado en el hotel NH Santa Fé, aunque hay otro en la colonia San Ángel, está además como maitre el considerado mejor sumiller de Ciudad de México este año, Kevin Tapia, que dirige un equipo de sala de alto nivel. Kevin nos ofreció un buen chardonnay mexicano, el Casa Grande 2010, y luego algunas cervezas de autor muy peculiares, como la de Calavera, que lleva entre sus ingredientes chiles chipotle, guajillo y pasilla, muy potente (9 grados) y con gran sabor a café y chocolate), o como una Ofrenda 2011, cervezas que se hacen para el día de los muertos, con toques dulces y que acompañan bien a los postres.
Ovadía es uno de los cocineros jóvenes con mayor proyección en este país. En sus platos tiene mucho peso la cocina chapaneca (de Chiapas), y también la prehispánica, con presentaciones modernas y vistosas. En el menú que nos sirvió hubo dos platos de gran nivel: las carnitas de lechón con guacamole y yema de huevo a baja temperatura, y un mole espectacular, llamado chichilo negro, sin chocolate, cuyos ingredientes se tuestan por separado y que se tarda en hacer entre 4 y 5 días. Acompañaba a una carne de vacuno y a unos chochoyotes, bolas de masa de maíz con manteca que se empleaban como conservantes de los caldos en tiempos remotos. Pero hubo muchas otras cosas buenas, como el entremés coleto, un cucurucho de maís relleno de frijoles, queso cremoso, chiles y aguacates, servido sobre unas bayas de café y de cacao que aportan todos sus aromas. O como la sopa de alcachofas con huevo de codorniz. O como el pato con mole de plátano y chile ancho y puré de guayaba. Y en el menú, un lugar para un ingrediente habitual en México, los insectos. En este caso gusanos de maguey (chinicuiles), ahumados con cenizas de semilla de chile pasilla. Se toman en tacos. Yo ya los había comido en Querétaro y en algún otro sitio, pero estos estaban buenísimos. Eso sí, para comerlos hay que superar ciertos tabúes culturales, porque los gusanitos, por tostados y crujientes que estén, allí están, enteros, con sus patitas y todo. En el mismo plato iba un curioso aguacate criollo, que se come con su piel. Buen nivel de postres, incluida una coqueta cajita con varios dulces. El que más me gustó fue una horchata de arroz (bebida muy popular por aquí), servida en un jumate (jícara) y sobre la que se vertía un aguardiente de trigo de Chiapas y destilado de anís flambeado. Una bebida muy agradable.
Como ven, tres estilos diferentes, tres caminos distintos, pero con el denominador común del máximo respeto a la tradición. La mejor forma de conservar una cocina única en el mundo.
P. D. Recuerden que estamos en Twitter: @salsadechiles
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