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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Lo que desprecio es lo que necesito

Salvador Sostres el

Con demasiado retraso y gracias al consejo de mi amigo Ramon Riera he visto Borgen. Ayer llegué al último capítulo de la segunda temporada. Sin duda la serie merece toda clase de reflexiones, y de artículos, sobre muchos de los aspectos políticos que plantea. Pero de este último capítulo, quizá por parecerse en algo a mi vida, me llamó poderosamente la atención la secuencia de una trama menor, más sentimental que política.

Uno de los protagonistas, urgido por su novia para tener hijos, no quiere que nadie herede sus genes porque tuvo un padre terrible que, junto a sus amigos, abusó sexualmente de él en repetidas ocasiones. Este horror concreto no se parece en nada a mi vida, pero sí el hecho de que el protagonista necesita visitar a su madre a la residencia donde la tiene ingresada para preguntarle cómo pudo permitir que todo aquello sucediera. La madre sufre demencia, no le entiende, y le canta una canción de cuna con que le dormía cuando era pequeño. El hijo se conmueve, hace como que la perdona, le toma las manos y puede volver a casa y decirle a su novia que ya está preparado para ser padre.

Lo que se parece a mi vida es que tener razón no me basta para no necesitar estar en paz, e incluso bien, con algunas de las personas que más daño me han hecho. Y más a traición y en lo que yo más amo. Como en la serie, que no pone en cuestión la maldad del padre ni la colaboración de la madre, tampoco yo puedo negar la raíz frívola, egoísta y mezquina de las personas que absurdamente me han herido, y aunque desde luego no me hicieron cosas ni de largo tan horribles, siento que tiendo hacia ellas y que hasta que algo de ellas no me conmueva, como la demencia de la madre del chico, no podré poner totalmente en orden mis sentimientos ni por lo tanto mi vida.

No tiene que ver con el odio ni con el rencor. Un poco sí, pero no la parte que yo puedo controlar. Tampoco tiene que ver con el perdón, porque no me cuesta nada perdonar y hasta diría que perdono con gran facilidad. Cuando el chico de la serie llega a la residencia, su madre está mirando la tele y él la apaga para captar su poca atención que por culpa de la demencia le queda. Yo no he podido ni apagarles la tele a estas dos mujeres, en una Cataluña en la que el proceso independentista es como una gran pantalla histérica en una residencia para dementes; y lo que no es proceso, es la victimización por cualquier cosa que este proceso ha dejado.

Las perdonaría encantado pero cada vez que me acerco, una de ellas se pone como un loro enajenado a repetir las más estúpidas consignas procesistas, con las que no trata ni siquiera de de justificar la independencia de Cataluña, sino el desolador fracaso de su vida; y la otra transforma cualquier conversación, cualquier argumento, cualquier circunstancia real o imaginada en una agresión, en un agravio, en un importe más en la interminable factura fantasma de lo que se supone que el mundo le debe. Víctima de todo, responsable de nada, con ese modo de destruirlo todo a su paso que tienen los que, por querer evitar siempre el conflicto, apaciguan el mal en lugar de extirparlo. Así Hitler hubiera tomado París, y luego Londres.

Podría dar nombres, bajar a la arena concreta y desahogarme a lo largo de mil páginas, pero aunque siento el instinto de hacerlo, si el artículo al final fuera un linchamiento no sería sincero. Porque por dañadas que estén, y por pobres que sean los materiales de que estén fabricadas, son estructuras sin las que mi vida se cae y yo con ellas me veo caer. Como un enfermo inquieto que no puede dormir porque tiene demasiada fiebre, así me he ido sintiendo yo el último año. Ni escribir mejor que nunca, ni tener con mi hija la relación más intensa y luminosa, ni el inmerecido gran premio de hallar consuelo y felicidad en mis amigos, que son los mejores amigos del mundo, puede librarme de las dos sombras que me persiguen, y cuando me giro y les tiendo la mano para incorporarlas, en lugar de transitar hacia la luz, se vuelven más sombrías.

Lo que desprecio es lo que necesito. No me sirve gritar, no me sirve quejarme ni pretender que algo de esto cambiará. Igual cambia un poco, pero será sólo durante un tiempo, porque somos ya todos bastante mayores y los yonkis del victimismo son más difíciles de curar que los de cualquier otra sustancia. Eso por no hablar del imposible regreso de la demente de la residencia. Trabajos de amor perdidos, y el amor también perdido, y una parte de mí también perdida con ellos. Lo que desprecio es lo que necesito. Lo que más me irrita es lo que más me hace falta, y acercarse es alejarse, y desde lejos sólo puedo volver y otra vez vuelta a empezar.

Añoro los tiempos en que era un poco menos sensible y un poco más imbécil. Lo que no me gustaba lo tiraba a la basura y si al cabo de un tiempo lo echaba en falta, me inventaba algo nuevo. No sé si he crecido o me he vuelto aún más imbécil. El caso es que aquí estoy, a las dos de la madrugada de un lunes de diciembre, escribiendo para ordenarme, contándote a ti lo que me pasa por ver si así me lo puedo contar a mí y al fin lo entiendo.

Luego leo lo que he escrito, para corregirlo. Y hay algo que me sucede ahora y que antes nunca me había sucedido, y es que me gusta mucho más el artículo que lo que explica que he vivido.

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