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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Como si fuéramos inmortales

Salvador Sostres el

Desde la mantequilla me di cuenta de que acabaría escribiendo este artículo pero la misma duda me fue acompañando hasta el final. ¿Qué es Agreste? ¿Por qué me interesa? Doy por descontado que los restaurantes a los que voy o a los que mis amigos me llevan son buenos. Pero los únicos que verdaderamente me importan son los que me interesan, los que noto que quieren explicarme algo que tiene que ver con algo más, y entonces comer se convierte en un acto intelectual, sentimental, ideológico, y superamos por fin el estado orgánico para situarnos en el plano de las ideas. Pere Soley lo llama “afección” y yo, que nací el primer día que fui a El Bulli, prefiero llamarlo gracia, talento, la mano de Dios. Pero en el fondo, estamos hablando de lo mismo. En Agreste hay unos traspasados límites de pureza que más que platos parecen manifiestos. En apariencia es un restaurante clásico con buenos productos. Pero si te concentras en lo que te dan, y le prestas la atención que merece, si atiendes al argumento, es un restaurante de una suavidad de cima inexpugnable, donde sólo hay silencio, y el vértigo y un cielo tan claro que entiendes por qué para los mejores poetas la belleza fue siempre destructiva. Es casi imposible transitar por esta fina línea en que todo tiene un aspecto tranquilo, sin circo ni estridencia, pero que te levanta por debajo del asiento y todo lo hace saltar por los aires cuando ya tú creías que lo tenías controlado. No es una modestia, no es un truco, no es un estilo que el chef siga para sorprender a sus clientes con la guardia baja. Si fuera así, lo notaría. Me acabo tropezando con cualquier artificio y es lo que más me irrita. Fabio Gambirasi es así, italianamente así, y lo que le sale es lo que es. Luego hablas con él y entiendes que por mucho que se lo propusiera no podría hacer las cosas de ninguna otra manera. Si no ganara dinero, antes cerraría su restaurante que cambiaría su filosofía, que es precisamente la definición que da Ferran Adrià de lo que es un restaurante creativo, con lo que vuelvo a la duda fundamental sobre Agreste. ¿Clásico? ¿Creativo? ¿Cocina de mercado? Mi decisión es que se trata de un restaurante altamente creativo. No sólo creativo sino de alta precisión creativa, con el valor añadido de que además lo es desde una estética más o menos convencional y sin recurrir a lo extraño para llamar la atención. Todos y cada uno de los platos de esta casa, incluso los que menos me gustaron, tienen que ver con la personalidad de su cocinero, con lo que él piensa de la cocina y de la vida, y de ser padre, y de la política; de modo que si yo les diera aquí los nombres -pasta con pulpitos, la mencionada mantequilla, la col con crema de parmesano o la raya con azafrán- no les estaría diciendo absolutamente nada y cuando ustedes los probaran no tendrían nada que ver con la imagen previa que se habían creado, ni guardarían proporción alguna con sus razonables expectativas. Como un niño que no sabe colorear sin salirse del dibujo, Fabio supera, destroza cualquier concepto establecido, cualquier canon, cualquier ortodoxia, y lleva la conversación a otro plano completamente desconocido. Me hizo reír -sonreír, más bien- el risotto con trufa negra que por cortesía de Pere Soley tuvo a bien prepararnos. Incluso con un risotto, algo tan elemental y común como un risotto, y además con una trufa negra de sabor tan poderoso, consiguió hacer algo absolutamente distinto y yo pude comerme cada grano diferenciado del otro, en su cocción perfecta, exacta, como si fueran guisantes que antes nos había servido, que a su vez parecían caviar. Pocas trufas negras he comido tan buenas como aquella, pero él puso la tensión del plato en cada grano, uno a uno, como si tuvieran su nombre, su edad y su vida que contarte. Estos son los hombres que merecen la pena, los que no podrían ser de otra manera. Es irrelevante si un plato te gusta más o menos, de la misma manera que no tiene ninguna importancia si te gusta jugar para entender el prodigio que resulta ser Las Vegas. Los dos, el cocinero y la ciudad, están construidos en medio del desierto, solos, distintos al resto del mundo, como un desafío a Dios pero también como su más hondo homenaje, porque sólo explorando nuestros dones, y su potencia, y llevándolos al límite, donde de verdad podemos hacernos daño, es cuando realmente cobran sentido y damos las gracias por ellos. Esto es ir a Agreste. Esto es lo que sucede en Agreste. Un hombre con nuestras mismas angustias, nuestros mismos problemas y dificultades, pero con mucho más talento, y usándolo como linterna, se entrega totalmente a los demás a través de su disciplina artística. Como un matador, se juega la vida en cada ruedo.

Tengo 46 años -y medio, como diría mi hija-, estoy más cansado de lo que solía estar y aunque cada día voy por lo menos a un restaurante, es mucho lo que me aburre, todavía más lo que no me produce ni siquiera este sentimiento y muy poco -desde que El Bulli cerró- lo que llega a sorprenderme. Por eso escribo pocos artículos sobre restaurantes, pero muy largos. Agreste explica el talento, explica la vida. Explica a un hombre solo en el centro de la nada intentando proyectar su talento al mundo desde el rincón más recóndito de una ciudad ahogada en una profunda crisis de identidad -y por lo tanto, de todo lo demás-. No es que se tenga que cocinar así, es que es así como se tiene que vivir. De hecho, yo no escribo artículos sobre restaurantes. Ni mucho menos sobre cocina. Yo de esto no entiendo. Yo sólo escribo artículos sobre el alambre cruelísimo y deslumbrante en que la Humanidad se salva y prospera, el alambre en que tiemblan las criaturas más maravillosas de la Tierra, esas a las que Dios da más luz que al resto, pero también más angustia, y más tormento, y les exige que en todo se den sin miedo, y sin ambages, como si no sufrieran, como si fueran inmortales.

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