Ignacio Gil el 05 jun, 2018 Aún recuerda cada detalle de aquella tarde en la que le detuvieron. Recuerda como la encapucharon y la angustiosa sensación de asfixia. Recuerda los golpes, las lágrimas y el pánico. Un tiempo atrás unos agentes consiguieron infiltrarse entre su grupo de disidentes y ella ingenuamente les acogió en su casa. ¿Acusada de? “terrorismo”, porque hoy por hoy, en Venezuela, protestar es delito. Araminta, química de profesión, y combativa hasta la médula, es presa política y solicitante de protección internacional. Atrás deja 19 años de reivindicaciones, dos años de cárcel y ocho meses ingresada en un psiquiátrico, torturas, autolesiones, una depresión crónica y tres intentos de suicidio. Demasiado. Cada día en la cárcel era un reto. Las condiciones eran durísimas, el trato de las funcionarias a veces era denigrante, y la convivencia con el resto de las reclusas (cumpliendo condena por delitos comunes a diferencia de ella) le fueron minando las fuerzas. “Pero en la cárcel ves lo mejor y lo peor de la condición humana. Y se hacen amigas” por el apoyo que se dan las unas a las otras. Iba sobreviviendo, sin perder la esperanza de acabar con la pesadilla cuanto antes. “Sentía mucho odio” reconoce Araminta. Quizás también le mantenía fuerte. Un amigo de España le envió un regalo a la cárcel, se lo dejaron ver pero no quedárselo, era un rosario bendecido en Jerusalén. Araminta estaba enfadada con Dios. “Yo estaba dispuesta a dar mi vida por una Venezuela mejor” pero nada de lo que hacían tantas personas parecía que mejorara el país. Si pudiera dar marcha atrás, “no cambiaría nada, las personas son sus experiencias, por lo que si cambiase algo, yo entonces sería una persona diferente”. “Venezuela está en guerra, solo que uno de los bandos no está armado” es la lucha de David contra Goliat. Aun se le llenan los ojos de lágrimas cuando recuerda como cada mañana en patio de la cárcel les hacían cantar el himno nacional y en la estrofa que dice “el vil egoísmo que otra vez triunfó” se callaba de rabia. Porque ella luchaba por la justicia y estaba entre rejas, mientras el régimen cometía atropellos con total impunidad. Lo más doloroso que le ha ocurrido ha sido tener que abandonar su país. Lleva unos meses en Madrid donde está colaborando activamente en la fundación Una Medicina por Venezuela, recogiendo donativos. Sin embargo reconoce que “El exilio es una oportunidad. Cuando toque la repatriación nos llevaremos de vuelta a casa los aprendizajes y conocimientos adquiridos cada cual donde ahora está refugiado. Tenemos que aprovechar para seguir formándonos y así al regresar poder hacer finalmente un país mejor”. Este es su sueño, y esta es su lucha, porque Araminta no está dispuesta a dejar de luchar. Rocío Gayarre LatinoaméricaRefugiados Tags RefugiadosSudaméricaVenezuela Comentarios Ignacio Gil el 05 jun, 2018