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Cuando vivir es un acto de resistencia

Sameh Shelbaya (Palestina)

Cuando vivir es un acto de resistencia
Ignacio Gil el

En Cisjordania la población palestina vive entre restricciones de movimiento, incursiones militares y un clima político que oscila entre ciclos de violencia y breves periodos de calma tensa. Desde octubre de 2023 – tras los ataques de Hamás en Israel y la respuesta bélica en Gaza – ha experimentado su mayor nivel de militarización y represión en décadas. Ciudades como Nablus, Yenin o Tulkarem han sufrido asedios, arrestos masivos y operaciones constantes del ejército israelí. Aunque la mirada internacional se ha centrado en Gaza, en Cisjordania la violencia, el uso desproporcionado de la fuerza por parte de Israel y la precariedad se han vuelto parte del día a día.

Sameh Shelbaya tiene 30 años, es refugiado palestino y lleva casi un año viviendo en Madrid. Nació y creció en Nablus, en Cisjordania, una infancia marcada por el aislamiento y los toques de queda de la segunda Intifada. Recuerda que de niño no entendía bien el alcance de lo que pasaba, pero notaba que su vida era distinta a la del resto: “los niños de otros barrios podían jugar en la calle; yo, no”. Los soldados israelíes imponían toques de queda zona por zona y su mundo a veces quedaba reducido a las paredes de casa. No sabía lo que significaban palabras como “ocupación” u “odio”, pero recuerda con cierta amargura la frustración de ver cómo los soldados humillaban a su padre delante de él. “Un niño no sabe lo que es la colonización, pero sí la frustración”, resume.

En esa realidad asfixiante, al alcanzar la mayoría de edad lo único que tenía claro era que quería salir de Palestina. Aunque estudió una formación profesional como técnico de aire acondicionado e instalaciones, era complicado aplicar sus conocimientos cuando en su entorno no había grandes edificios ni centros comerciales donde pudiera aplicar su formación. El trabajo era precario y a veces discontinuo y poco gratificante. El horizonte se convertía en un muro infranqueable desde el cual no se divisaba un futuro con oportunidades, ni un mínimo de justicia y paz. El pasaporte palestino era, en la práctica, un documento de viaje con restricciones: conseguir un visado exigía demostrar solvencia, arraigo y una lista interminable de requisitos.

Mientras tanto, la violencia y el conflicto impregnaban la cotidianidad. Sus mejores amigos se implicaron en la resistencia. Uno a uno, fueron asesinados, varios ante sus propios ojos. A Sameh estas pérdidas, violentas e injustificadas, le marcaron profundamente. En su cabeza se asentó un pensamiento invasivo recurrente, “el próximo podría ser yo”, pensaba. Con apenas 25 años vivía con un trauma acumulado, con la sensación de que la muerte estaba demasiado cerca.

La última etapa en Nablus fue una pesadilla. “Las calles militarizadas, incursiones nocturnas, destrucción en los hogares de familiares y vecinos, robos de dinero y oro”. No había trabajo, no había policía palestina en las calles, sólo soldados israelíes. “Tenía que escapar como fuera”.

Tras tres intentos fallidos, finalmente logró cruzar a Jordania y desde ahí voló inmediatamente a España, donde su hermano Salah ya vivía. Aquí encontró una cierta calma, pero no una desconexión emocional: su ciudad, Nablus, se convirtió en uno de los epicentros de la violencia tras el 7 de octubre. “La zona norte de Cisjordania vivió un giro de 360 grados” añade. En los campos de refugiados – especialmente Balata, el más grande de Palestina – aumentó la tensión. Sameh explica que en lugares así, donde las condiciones de vida son tan extremas, “es normal que surjan movimientos de resistencia; no tienen nada que perder”.

El conflicto posterior al 7 de octubre duró mucho más de lo que cualquiera imaginó. “En los primeros días, incluso semanas, los palestinos estábamos esperanzados: pensábamos que habría un intercambio de rehenes y prisioneros y que el conflicto acabaría sin dilación. Incluso en mi familia había un caso directo: un primo encarcelado en el 2003, condenado a 540 años de prisión. “Ha sido uno de los liberados recientemente, pero ha vuelto machacado y envejecido por el trato inhumano recibido”. Confiesa que “nunca imaginamos que íbamos a encontrar una respuesta tan inhumana, tan masiva y genocida”.

Sobre las propuestas de paz externas, es tajante y no confía en planes que, según él, no abordan la raíz del conflicto: la ocupación. “La resistencia no es una persona, es un sentimiento compartido”, explica. Cree que cualquier solución real y justa pasa por permitir que los palestinos elijan libremente su propio gobierno, sea el que sea; que se les reconozca su soberanía a la hora de elegir. Y plantea una pregunta que para él es reveladora: si Israel dice que su objetivo en Gaza es acabar con Hamás, “¿por qué en Cisjordania, donde no están, también entran a robar, a matar, a humillar?”. En su opinión, esto demuestra que el objetivo “no es la seguridad, como dicen, si no acabar con la población palestina”.

En medio del dolor, sostiene un sentimiento de firmeza heredado de sus abuelos, expulsados de Hayfa, su ciudad natal, en 1948. Su abuela murió con la llave de su casa en la mano. “Esta llave tiene que volver”, le dijo a su padre. Sameh nunca ha estado allí, pero siente esa memoria heredada como una responsabilidad.

Defiende también que la lucha palestina es múltiple. Pero insiste en que la imagen internacional de Palestina es injusta y parcial. “No somos lo que se muestra prejuiciosamente. No somos terroristas barbudos y con armas.” Habla del nivel educativo dónde no hay analfabetismo o de asociaciones feministas como la que fundó su madre, habla de la de la creatividad de su pueblo y del deseo unánime de vivir con dignidad.

Le duele también la tibieza de muchos gobiernos árabes, aunque entiende que están condicionados por alianzas geopolíticas: “Meterse con Israel es meterse con Estados Unidos”. Y eso tiene un coste demasiado alto.

Hoy, en Madrid, Sameh tiene un sueño claro: volver algún día a una Palestina justa y en paz. Una Palestina donde los ciudadanos no tengan miedo a caminar de noche, una Palestina donde no haya humillaciones ni controles arbitrarios. “Yo merezco las mismas oportunidades, la misma seguridad y justicia que cualquier otro ciudadano”, concluye. Y lo repite con firmeza: quiere volver. Pero quiere hacerlo a un país libre, donde vivir no sea un acto de resistencia constante.

Rocío Gayarre

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