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Morir en Sudán o morir en el camino

Muhanned Adel (Sudán)

Morir en Sudán o morir en el camino
Ignacio Gil el

Sudán atraviesa una de las peores crisis humanitarias del planeta. Tras más de dos años de guerra civil, más de 13 millones de personas han sido desplazadas por la fuerza, según ACNUR. Millones han huido a países vecinos como Chad, Egipto, Sudán del Sur, Etiopía o Uganda. El país se desangra entre infraestructuras destruidas, hambruna extrema y violaciones sistemáticas de los derechos humanos, con la población civil como principal víctima.

Muhanned Adel creció en ese contexto de violencia estructural mucho antes de que el mundo pusiera los ojos —tarde y brevemente— en Sudán. Nació y se crió en Kordofán, una región cerrada y asediada durante años por el régimen. “La vida ahí era violenta”, resume. “No teníamos papeles, ni buen acceso a la educación ni a cosas básicas”. Desde niño vivió rodeado de conflicto armado. “Sí, siempre”.

En su región operaban milicias locales enfrentadas al gobierno central. El ejército buscaba, dice, el exterminio de determinadas comunidades étnicas. Desde pequeño convivió con bombardeos, detenciones arbitrarias, amenazas y muerte. Su único “delito”, la etnia a la que pertenece. “Siempre me detenían arbitrariamente, me investigaban y aunque me dejaban ir, volvía a pasar una y otra vez”.

Logró acceder a la universidad donde inevitablemente se implicó en movimientos estudiantiles y empezó a cuestionar lo que ocurría en su región. “Veías cómo se vivía en la capital, cómo vivían los miembros del régimen y cómo, en cambio, a nosotros nos perseguían”. La represión no cesó. Las detenciones ilegales se acumularon hasta que la violencia tocó un límite irreversible.

El punto de inflexión llegó cuando las fuerzas del Estado mataron a uno de sus amigos. “Nos detuvieron a varios de forma aleatoria” y pensó “basta ya, no puedo seguir aquí”. Era 2018, poco antes de la caída del dictador, pero para él ya no había margen de espera. Decidió huir. “No podía hacer una vida normal ni tranquila”.

Salió de Sudán sin despedidas ni equipaje. “Salí con lo puesto, en chanclas. Tenía 20 años, me fui sin nada, dejando todo atrás: mi familia, mis estudios, mis amigos, mis sueños”. Sabía que quedarse equivalía a morir. El destino inicial era Libia. Para llegar, tuvo que ponerse en manos de traficantes de personas. “No hay otra forma de salir”.

Pagó unos 500 euros para cruzar el desierto del Sáhara hasta Libia. Viajaban 25 personas hacinadas en un camión. “Si te caías o no aguantabas el calor, te dejaban abandonado”. Comían un bocadillo frugal al día y compartían una pequeña botella de agua. Avanzaban de noche; durante el día, el calor era insoportable. Dos personas fueron abandonadas en la ruta. “No volvieron a por ellos”.

“El camino es durísimo y cruel. No se puede parar, no se puede mirar atrás”. Muhanned asumió que podía morir en el trayecto. “Morir en Sudán o morir en el camino”. El cruce del desierto fue terrible, pero no lo peor.

En Libia pasó un año que describe como un infierno. Fue detenido en múltiples ocasiones y secuestrado por mafias que operan con total impunidad. Les obligaban a llamar a sus familias para pedirles un rescate. “Ponían una pistola en tu cabeza mientras hablaban con tu familia. Si no llegaba el dinero, apretaban el gatillo”.

Eran 13 personas secuestradas. A dos las asesinaron, “les pegaron un tiro delante nuestro, para meternos miedo” demostrando su fuerza y crueldad infinitas. Gracias a la ayuda que lograron juntar sus parientes en Canadá y Estados Unidos, pudo pagar el suyo. Pero salir de una mafia no significaba quedar libre: “Te secuestra otra”.

Durante meses fue trasladado de cárcel en cárcel, desde Kufra hasta Trípoli, en centros gestionados por redes criminales. “Durante las detenciones nos daban palizas a diario, hasta tres veces al día. Sin motivo. Con una crueldad extrema”. No los mataban. “Les interesábamos vivos para cobrar el rescate”.

Nunca se planteó regresar. Volver implicaba exponerse a la misma violencia. “No encontré paz ni serenidad en todo el camino, pero no me arrepiento de haber salido”. Finalmente logró pagar otro pasaje para cruzar el Mediterráneo: 1.200 dólares por un intento. “Llegues o no”. Si fracasabas, había que pagar de nuevo. “Yo no tenía nada. Salí de Sudán con los bolsillos vacíos”. De nuevo fue su familia quien envió el dinero.

La patera llevaba unas 100 personas. Viajaron tres días en el mar con comida mínima. “No sé nadar y no nos dieron chalecos salvavidas”. Al piloto le entregaron un GPS con coordenadas hacia Malta y el contacto de un barco de rescate. “Vamos a lo desconocido. Sabemos que las posibilidades de no llegar son altas. Pero no hay opciones. Es seguir o morir”.

El 25 de mayo de 2019, las autoridades marítimas maltesas los rescataron. ACNUR les asistió en la solicitud de protección internacional. Fue la primera vez, dice, que recibió atención médica, ropa y comida de forma estable. A los 50 días entró en un programa de reasentamiento, su destino final, España.

En Madrid fue atendido por varias ong (CEAR, Cepaim y Cruz Roja). Después le trasladaron a Soria. “Recuerdo muchísimo frío, pero cualquier cosa era mejor que Sudán, el desierto o el mar”. Hoy vive en Madrid y trabaja en un servicio de limpieza. “Estoy contento, sí”. Sabe que su integración pasa por estudiar y dominar el idioma. Está en ello.

Desde España observa cómo su país se hunde aún más. “No hay comida, no hay sitios seguros, no hay médicos”. Lo ocurrido en ciudades como El Fasher, explica, se repite en muchas otras sin atención mediática internacional. “El mundo ha estado mirando para otro lado. Se habla de Ucrania o de Gaza, pero ¿y de Sudán?”.

“Es doloroso ver que no le importamos a nadie”. Denuncia el silencio de los gobiernos y de los medios. Pide visibilidad. “Que nuestra voz llegue a las personas. Que se empiece a hablar de lo que está pasando en Sudán”.

“No soy optimista”, reconoce. “Quizás pasarán 10 o 15 años. No veo una paz cercana. Al contrario, veo posible que la violencia escale”. Cree que la presión internacional es clave. “Los medios pueden presionar a los gobiernos. Hay que ir a la raíz, cortar la fuente de estas huidas masivas y de estas vidas rotas”.

Muhanned ha logrado vivir en paz, pero recuerda a quienes no lo consiguieron. “Otros ni siquiera pueden contar su historia. Han muerto en Libia, en el mar o siguen atrapados en cárceles”. Su fe musulmana le ha ayudado a resistir. “Pasar por esto te rompe por dentro y por fuera. Sin fe, no sé cómo habría sobrevivido”. Su historia es una, dice, entre miles. Pero insiste: “Por favor, que no seamos invisibles”. Rocío Gayarre

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