Rememorar, reflexionar, recordar, son sinónimos de volver a un tiempo pasado -mejor o peor-. Un tiempo al que acude nuestro cerebro a través de la memoria, y así activa la zona cuando estamos recordando algo como cuando se convierte en un recuerdo a largo plazo o duradero. Una información que inmediatamente después de haber tenido conocimiento de ella, puede ser todo lo que necesitamos para que se convierta en ese recuerdo permanente y que marque nuestras vidas. Sabemos que los recuerdos recientes son muy susceptibles de perderse en el olvido, ya que es prácticamente imposible poder recordar todo aquello que nos pasa. Pero nuestro cerebro selecciona y filtra la información que almacena para luego poder acceder a ella ante un estímulo condicionado o no.
Por tanto, gracias a los recuerdos podemos formamos imágenes del pasado que tenemos guardadas en la memoria. Una memoria que es capaz de almacenar, retener y recordar información, que hace de función cerebral gracias a las conexiones sinápticas entre las neuronas que nos permiten retener esas experiencias pasadas, como por ejemplo la infancia, que según para quién está más alejada del presente.
En el transcurso de nuestra vida vamos creciendo, evolucionando, y por tanto viviendo nuevas experiencias que vamos dejando atrás. La infancia es una de ellas. Los juegos, y sobre todo, los amigos son los que más nos suelen marcar. Cuando nos vamos haciendo mayores algunos vamos dejando amistades de las que nunca nos habíamos separado antes, y el tiempo ha ido ejerciendo de factor separador, pero nunca como algo a olvidar, ya que cuando nos reencontramos con esas amistades, el contacto se puede retomar como si no hubiera pasado el tiempo.
Los amigos que dejamos de ver, las personas que perdemos en el camino sin saber muy bien por qué, son historias que muchas veces no nos hemos planteado pararnos a pensar en ellas porque las consideramos como algo natural de la vida… Nos conformamos diciendo que la vida es así. Puede que intentemos dejarlas atrás. Pero no creo que sea bueno. Algunas circunstancias sí que pueden ser objeto de dejarlas pasar y que caigan en el olvido, pero otras, es merecido poder recordarlas y compartirlas. En ello Emmanuel Guibert (París, 1964) uno de los autores europeos de novela gráfica de mayor prestigio, ha ocupado gran parte de su obra en transmitir recuerdos de la memoria, en concreto de la vida de su querido amigo norteamericano Alan Ingram Cope. Después de la magnífica acogida que merecieron La guerra de Alan y La infancia de Alan, Guibert continúa el espléndido y evocador retrato gráfico sobre la vida de Cope. En un ejercicio cargado de nostalgia, Guibert representa la esencia de una América extinguida con Martha y Alan (Salamandra Graphic), al tiempo que rinde un emotivo homenaje a una persona humilde y entrañable, alguien que solía decir: «Somos las personas de las que hablamos.»
Guibert formó parte del movimiento Nouvelle BD, que renovó el panorama del cómic en Francia a mediados de los años noventa, y ha sido distinguido con algunos de los premios más renombrados: Alph-Art, Essentiel y Prix René Goscinny en el Festival de Angulema, Grand Prix de la asociación de críticos franceses ACBD y el premio Eisner en Estados Unidos, entre otros. Entre sus obras más importantes se cuenta también El fotógrafo, un cómic realizado en colaboración con Didier Lefèvre, que destaca tanto por su contenido como por su ejecución gráfica, en la que se entremezclan dibujos y fotografías.
Con Martha y Alan, Guibert describe a través de su estilo de dibujo de línea clara y con exquisita sensibilidad, el impacto afectivo del primer amor y su posterior pérdida. En un recuerdo elegante y delicado que recuerda a una sociedad al estilo Harper Lee con Matar a un ruiseñor, en unas primeras y emotivas representaciones de la cotidianidad de una parte de la sociedad estadounidense. El autor nos embarca en un viaje a la infancia del protagonista, en el que conocemos su amistad con Martha Marshall, una compañera de escuela. Así, desde los juegos y las travesuras infantiles hasta las reuniones semanales en el coro de la iglesia presbiteriana, seguimos los pasos de Alan: la dura experiencia de su orfandad repentina, la vida de un chico en la California de los años treinta, durante la Gran Depresión. Con el transcurrir del tiempo, su relación íntima con Martha se va diluyendo hasta perderse sin remedio cuando Alan parte a la guerra y se consuma la separación, para luego iniciar de nuevo una búsqueda y retomar la relación de amistad perdida.
Tinta china, lápices y acuarelas se funden en un mundo representado por Guibert como primordial y evocador de recuerdos, en una estructura narrativa sencilla pero resuelta de forma magistral, por dicha sencillez, su practicidad y gran plasticidad a la hora de contar una historia de muchos años. Adentrarse en esta historia e ir pasando cada una de sus páginas en las que los dibujos están compuestos a doble página, le da un valor añadido a la novela gráfica, que es como caminar constantemente sobre una capa de hielo cuyo grosor no conoces y que, por tanto, amenaza con agrietarse en cualquier momento y romper así la memoria para que salgan los recuerdos.
Con un dibujo sensorial y sensual a primera vista cargado de muchas posibilidades, por su transparencia para transmitir de forma visual situaciones añoradas, en una novela gráfica en la que Alan le contó sus recuerdos, como esos árboles de tipo jacaranda dibujados por Guibert que los convierte en una belleza gráfica natural, en una obsesión que comparten el autor y el protagonista de su historia.
Un libro con imágenes muy grandes metidas como si de pinturas al óleo se tratasen en un espacio reservado en blanco que funciona como puesta en página a modo de filtro purificador visual por salvar de tapar con los dedos parte de los dibujos y así no distorsionar una contemplación directa de cada uno de los dibujos del ilustrador, que son pequeñas obras maestras encerradas en el cómic. Cada capítulo forma una paleta de colores en si misma. Desde esos comienzos de una infancia luminosa con tonos cálidos y alegres, para luego pasar a unos colores más neutros pero sin perder en ningún momento el detalle y la claridad de las composiciones, que un muchas de ellas se difuminan partes que funcionan a modo de flash back general cumpliendo así a la perfección esa función narrativa, para luego terminar con tonos grises y azulados más fríos, evocando la madurez y la vejez en el tiempo. Un color que es predominante en la obra y realiza su función a la perfección, dando resultados evocadores de lo que puede ser la vida, la luz de la infancia y la luz tenue de la vejez.
Unos dibujos que invitan a redescubrirlos una y otra vez, para contemplar y disfrutar como si se estuviera pasando a un universo a través del microscopio y se pudiera detectar una pequeña vida que sigue vibrando. Dibujos que parecen fotografías reinterpretadas que acercan a una representación real de forma espectacular.
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