En las entrañas de esa fragata de piedra que es el Museo Naval, ayer hicieron los marinos de la Armada de nuestro país, una fiesta que tienen a bien compartir con la sociedad civil: sus premios anuales.
Nada más singular que adentrarse en esa peculiar comunidad de moral y de memoria que es la Armada. Y, efectivamente, allí fuimos recibidos, toda una muestra del desorden empírico de este tiempo: pintores, escultores, escritores, deportistas y… un abogado.
Y es que ayer se concedían los 74 premios anuales de nuestra marina. El pintor David Pasamontes Díaz, el historiador Iago Gil Aguado, el marino y profesor José María Blanco Núñez, el experto en construcción histórica de buques Félix Moreno, Enrique Cubeiro, Fernando del Pozo, José María Sanjurjo, Miguel Campos Muñoz… no todos eran civiles pero nuestros anfitriones lograron por medio de la simple ley de la hospitalidad una simpatía perfectamente reversible.
Para mi era un reconocimiento importante pues se había premiado un artículo donde sostenía un argumento fundamental en la continuidad del caso penal contra Odyssey: La capacidad jurisdiccional de nuestros tribunales de proteger penalmente los pecios de la Armada que yacen en aguas internacionales. La imprescriptibilidad de la cualidad de buques de Estado de aquellos pecios históricos hundidos y que un día fueron buques de guerra o se destinaron a un servicio público, resulta fundamental para mantener su inmunidad soberana frente a los cazatesoros. Esos yacimientos, al ser territorio nacional de conformidad con el derecho internacional y el interno, permiten que nuestros tribunales penales ordinarios puedan conocer sobre su posible expolio, aún acaeciendo en aguas internacionales, al tener jurisdicción como si de un trozo de España se tratara. El reconocimiento de la Armada a este análisis y su conclusión jurídica, a través de su prestigiosa Revista General de la Marina, dirigida por el Capitán de Navío don Antonio Pérez Fernández, ha sido para mi un valioso y significado honor.
Sin concesiones al poder, el Ministro me pareció un liberal sobrio y directo. Defendió nada menos que con un “gracias” que incluía a “la sociedad civil” la que parecía la tierra prometida de su mensaje: la vigencia de los valores de la Armada para una sociedad española en cuentas con el progreso y con el mar. El Jefe de Estado Mayor de la Armada con gran generosidad y por unas horas reconoció a los grados de la cultura los equivalentes a los de los graves marinos que nos acompañaban.
De vuelta al frío de las calles tal como advierte el verso de Ajmátova “memorable me será el mes de las ventiscas” retomé, como cualquier otro abogado de esta ciudad, el viaje de vuelta de Escila a Caribdis. Mañana tocaba tribunales y el todo, de nuevo, por hacer.
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