En 1979, Peter Stanford, editor de la revista “Sea History” le preguntó al pionero de la arqueología subacuática, George F. Bass, si podría escribir un artículo que explicase la diferencia entre la arqueología y la caza de tesoros. Bass aceptó el encargo y empezó a escribir en formato de carta al director. Pero, de pronto, concibió otra cosa y empezó a escribir de manera vertiginosa algo parecido a un cuento. Lo tituló “Los hombres que robaban estrellas”. Ahora es ya un clásico.
Según nos comenta su autor, que ha tenido la generosidad de permitir que lo publiquemos en Espejo de Navegantes, “The Men Who Stole the Stars” es tal vez “el texto más popular de cuantos he publicado, y ha aparecido ya desde entonces en un buen número de revistas en Estados Unidos y también ha sido traducido a un montón de lenguas, aunque nunca al español que yo recuerde“.
Bass no ha olvidado que le salió de un tirón: “Ni siquiera cambié una coma antes de enviarlo”. Para entender su significado basta con cambiar la palabra estrella por la palabra pecio y así se comprende la gran diferencia entre quienes defienden la caza de tesoros para vender los objetos extraídos de un antiguo naufragio y quienes exigen una arqueología que tenga como prioridad el conocimiento y se realice según el método científico.
Solamente hemos cambiado una referencia al sistema Loran de asistencia a la navegación por el GPS, más conocido y usado hoy día.
Disfruten de este texto:
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Los hombres que robaban estrellas
por George F. Bass
Cuando miré al cielo aquella noche, pensé al principio que una nube cubría parte de la Osa Mayor. Pero en aquel frescor nocturno no había ni rastro de humedad. Después de limpiar las gafas y mirar de nuevo, me di cuenta de que Mizar sencillamente ya no estaba donde correspondía. Llamé al observatorio de la universidad más cercana.
“Ha desaparecido una estrella”, le dije. “Mizar ya no está”
“No tenemos ningún comentario que hacer por el momento”, fue la respuesta.
El siguiente número de “Tempus”, nuestra mejor publicación informativa, daba una explicación. En la sección de “Ciencia” aparecía una noticia breve:
“El astrónomo Claude Blakely, después de años de investigación y experimentación, ha logrado desarrollar un método para capturar estrellas. Por un precio no revelado, confirmó que ha vendido Mizar a un marchante anónimo con sede en Ginebra. El marchante, a través de un portavoz en Nueva York, asegura al público que la estrella se exhibirá en un planetario privado en los próximos dos años, y que cientos de ciudadanos podrán entonces verla allí“.
Empecé a enviar una avalancha de cartas de indignación a revistas, editorialistas y columnistas sindicados, y también a los políticos. Las estrellas, les decía, son de todo el mundo. Se supone que los astrónomos deben cartografiar las estrellas, medirlas, y estudiarlas en el más mínimo detalle. Se supone, añadía, que los astrónomos buscan el conocimiento. Ellos no deberían poseer las estrellas. Y no creía que el Sr. Blakely mereciera en realidad el título de astrónomo.
“Su actitud me parece mezquina”, respondió uno de los más conocidos columnistas. “Claude Blakely sabe más sobre astronomía que cualquier posgraduado, porque si no él no podría haber atrapado esa estrella. Y de todos modos, ¿por qué cree que los astrónomos profesionales necesitan todas las estrellas para ellos? Hay suficientes para todos. Lo que usted está es celoso por no haber sabido sacar pasta de ahí”.
Mis argumentos acerca de que el público, tanto como los astrónomos, tenía derecho a disfrutar de las estrellas, y que las generaciones futuras tienen derecho a verlas, quedaron sin respuesta.
Algunos ciudadanos también se animaron a escribir a sus congresistas, pero como la mayoría vive en ciudades contaminadas donde no se aprecian las estrellas, al final muy pocas cartas fueron enviadas. Un joven congresista, de uno de los Estados que aún tiene un cielo excepcionalmente claro, promovió una propuesta legislativa para prohibir la captura de estrellas. Para entonces, sin embargo, Blakely había vendido los derechos de su dispositivo de robo de estrellas a un montón de socios.
“Las pegajosas manos del gobierno del gran hermano están tratando de arrebatarle un botín, duramente ganado, al último de los grandes inventores”, tronó el columnista. “Claude Blakely y sus socios representan la última frontera de la libre empresa.”
La noche en que me di cuenta de que Sirio ya no estaba en el cielo, abrí la “Newsletter of private Star Lovers”, que había llegado con el correo de la tarde. Su logotipo era un águila de cabeza blanca sosteniendo una estrella en sus garras, flanqueada por tremolantes banderas estadounidenses.
“Estimados ciudadanos. Escriban a sus congresistas y denuncien esta conjura de inspiración comunista que trata de alienar nuestro derecho de atrapar y vender estrellas. Hay millones de astros en el cielo, como cualquier escolar sabe. Algunas de ellas son tan tenues que ni siquiera resultan visibles. No existe motivo racional alguno para que todas tengan que permanecer allí. Especialmente cuando los inversores privados podrían obtener una ganancia de decenas de miles de millones de dólares. Defiendan sus derechos como estadounidenses. Apoyen la libre empresa.”
Para entonces, el cielo de la noche estaba empezando a desdibujarse. Los inversores pujaban por las estrellas más brillantes y bonitas en primer lugar, por lo que los astros de primera magnitud fueron desapareciendo a un ritmo alarmante.
Los astrónomos protestaron en público y en privado sobre lo que estaba sucediendo. “Un conocimiento precioso sobre el origen del universo se está perdiendo para siempre. Contemplar Betelgeuse en la cueva de algún duque austriaco no me aporta nada”, escribió uno. “Está fuera de contexto”.
Un senador procedente de un Estado brumoso publicó una pieza en un semanario muy popular:
“Por fin la astronomía hace dinero, y no es ya solo el objeto de un gasto sin fin. Millones de dólares en subvenciones de la Fundación Nacional de la Ciencia podrán ahorrarse desde ahora en lugar de despilfarrarse en telescopios cada vez más grandes o radiotelescopios. ¿Es que han logrado ganar alguna vez todos esos astrónomos, después de un gasto tan inmenso mantenido durante siglos, un solo centavo para el público? Hablan de conocimiento. ¡Pero Claude Blakely es el primero de la historia en mostrar sentido común!”