Otra vez un naufragio digno de una película, en el que la supervivencia se impone a un letal escenario. Y además, una historia que podemos conocer por el testimonio directo de uno de los náufragos, que conserva el Museo Naval en su Archivo; uno de los que pudieron sobrevivir, juntaron el valor y la pericia para construir un barco y salvar así a casi doscientas personas de una muerte casi segura.
La historia comienza con una expedición arqueológica argentina que acaba de encontrar algunos restos del navío español «Purísima Concepción», naufragado en 1765 en la costa de Tierra del Fuego. El hallazgo ha sido bastante singular: sin necesidad de excavar, se han recogido «fragmentos de madera, metal, restos de cerámica y vidrio» que se encontraban a la vista así como «las balas del cañón del barco», según informó a la prensa la arqueóloga e investigadora Dolores Elkin, del Programa de Arqueología Subacuática que lleva a cabo en Argentina el programa Costa Atlántica. Las muestras serán analizadas en Benos Aires.
Pero más singular aún fue el naufragio de este navío, fruto de una imprudencia de su capitán, cuando navegaba en condiciones de nula visibilidad. Había partido del Puerto de Cádiz rumbo a El Callao (Perú) vía el Cabo de Hornos con 193 hombres a bordo, capitaneados por José Joaquín Ostolaza, alias Curruchea. Hicieron escala en Montevideo, de donde zarparon el 6 de diciembre de 1764.
Relato de un superviviente del naufragio
En el Museo Naval de Madrid se conserva el relato de José de Ayesta, uno de los marinos que naufragaron y lucharon tan bravamente por la supervivencia. Navegaban el 9 de enero de 1765 cuando al caer la tarde «nos entró una neblina cerrada que no permitió observar aquel día». Tenían nula visibilidad pero sabían que estaban cerca de 55º y a las 7:30 de la tarde midieron la profundidad: 55 brazas (cada una el equivalente a dos brazos extendidos, unos 2 metros). Después, el capitán «dispuso hacer la cena y rezar el rosario en comunidad». Pasadas las 9, Curruchea se retiró ordenando al segundo piloto que se repitiera la medición de profundidad cada hora y al anotar 40 brazas se maniobrara para alejar el barco de la costa.
El relato sigue con lo que hizo el segundo piloto: “Y despreciando estas advertencias solo mudó el rumbo al sur sureste pareciéndole que con eso granjeaba apartamento y se excusaba de las predichas diligencias, sin acordarse de las corrientes que allí son fuertes“. A medianoche acabó su guardia y “se recogió a su camarote a dormir. Entregó el navío a dos muchachos pilotines diciéndoles que así se lo dijesen a su capitán cuando se levantase que debía haberse recibido de la guardia a las 12 horas, pero no se levantó hasta la 1:30″.
“El primer golpe nos levantó a todos”
No sabía el capitán José Joaquín Ostolaza lo caro que le iba a salir haberse dormido, y sobre todo no reaccionar como debía cuando volvió al alcázar el “Purísima Concepción” pasadas la 1:30: “Preguntó a dichos muchachos si se había sondeado y respondieron lo que queda dicho. Mandó se le cargasen las pipas y a la gente se les diese el refresco acostumbrado del aguardiente y estando ejecutándose dio el navío con la proa. El primer golpe nos levantó a todos los que estábamos durmiendo una cuarta de la cama”.
En ese momento, la tripulación y el capitán Curruchea comenzaron a aligerar el peso de la carga y otras maniobras con gran diligencia para tratar de salvar el barco. “El navío macheteaba y trabajaba alejándose 170 fardos y cajones cuyas diligencias y la plena mar que iba y venía. Voyó [(sic) por “boyó”, volvió a flotar] el navío a las 3 del día y aclaró, pues solo teníamos cuatro horas de noche en aquella altura”. En efecto, por esas fechas el verano austral daría muy pocas horas nocturnas.
“El agua llegaba a los pañoles del bizcocho”
Desde que el lograron que la marea moviese el navío, comenzaron a tener una idea de la gravedad de su situación, solo aliviada porque no estaban lejos de la costa. “Sacando el navío a ocho brazas de agua con la tierra muy cerca se ocurrió [recurrió] a la bomba y se hallaron que hacía dos brazas de agua, y armadas cuatro bombas trabajamos todos en achicarla hasta las 8 del día. Y viendo que iba a más bajo [bajó] el buzo a pique y halló dos rumbos (…) con lo que se desesperanzaron temiendo el irnos a pique, pues ya el agua llegaba a los pañoles del bizcocho”.
Con los víveres amenazados en la orilla de aquella tierra inhóspita, el capitán decidió cambiar de objetivo. Ya no se podía salvar el “Purísima Concepción, así que “se determinó volver a parar cortando obenques y arboladura, encalló el navío y quedamos perdidos en la Isla del Fuego en la costa de los tres hermanos y cinco leguas a barlovento del estrecho de Maire, según las cartas náuticas”. Es decir que continuaron poniendo a salvo tanto los víveres como los materiales que les permitieran pasar una larga temporada allí, mientras una de sus preocupaciones mayores comenzó a ser la posibilidad de que los indios de la zona fueran hostiles, lo que habriá convertido su estancia en una verdadera pesadilla.
Pero no, como se verá enseguida, los Ona o Selknam fueron amistosos con los 193 náufragos, a los que asistieron al principio con algunos víveres y dejaron en paz mientras trataban de construir otro barco para regresar a Buenos Aires. Este pueblo, sin embargo, sería masacrado a finales del XIX cuando los intereses ganaderos y mineros de chilenos y argentinos les llevaron a enfrentarse desnudos y con sus flechas contra los rifles winchester, en lo que ya se conoce como el genocidio selknam, con el que los españoles, hay que subrayarlo, no tuvimos nada que ver.
La preocupación a bordo de la nave es salvar, por tanto, las armas, los víveres y los materiales que puedan ser de utilidad. “Procurose en medio de tal conflicto asegurar todo el bastimento posible, armas y 26 barriles de pólvora y (…) en tierra con crecidas angustias y trabajos y el agua a los codos y en una costa tan brava, descalzos y desnudos como lo habíamos estado todo el día. Y puestos en tierra con los pies muy heridos con las conchas, nos deparó la Divina Providencia a una legua de distancia un puerto con poco agua a su entrada”. Habían llegado a Caleta Falsa, en el confín del mundo. Ellos la bautizaron como Puerto Consolación. Allí se construirá el primer barco de Tierra de Fuego y también se cantará la primera misa, porque el domingo 20 de enero, 10 días después de encallar, un capellán llamado fray José de Camiruaga, franciscano celebró misa campal, y desde aquel día hubo misa en cada jornada hasta finales de marzo de hace ahora mismo 248 años.
Deciden construir otro barco para salvarse
Ayesta nos narra cómo fue la idea de utilizar las maderas salvadas del navío “Purísima Concepción” como base para construir una goleta y salir de aquellas latitudes. “La caleta, de tres leguas de circunvalación, pero proveida [sic] de bosques y arboledas crecidas, con lo que se proyectó fabricar una goleta cortando maderas desde el día 2 de nuestra desgracia y con los fragmentos de nuestro infeliz navío. En efecto se construyó de 28 codos para salvar las vidas de 193 individuos que éramos”. Aquella decisión de sobrevivir y no pasivamente es digna de recuerdo. En el Museo del Fin del Mundo encontramos una investigación que también aporta datos muy reveladores
Poco más de 16 metros de barco para poder regresar casi 200 personas en una travesía sumamente azarosa que podía encontrarse, como así ocurrio, con grandes tempestades. Pero dejemos a Ayesta seguir con su relato, tal y como se conserva en el Museo Naval: “La echamos al agua el 20 de marzo con el nombre de San José y las Ánimas. El día de San Francisco de Paula [el 2 de abril] nos hicimos a la vela con solo nuestras camas, aguada, y bastimentos para el número de las personas dichas, que ni aun parados dentro de su bodeguita y como sardinas estrechados cabíamos en ella y navegamos con tiempos crudos y a los 24 días se apiadó la Divina Providencia y arribamos a esta ciudad en Derechura (aunque desfallecidos), sin mayor quebranto en la salud, y con pérdida de cuatro hombres que se ahogaron de calor y sofocados en la bodega con los malos tiempos y cerrada la escotilla por no ahogarnos con los golpes de la mar“.
Con espanto en la memoria, Ayesta rememora una navegación hacia el norte en la que atravesaron una galerna y como la goleta artesanal apenas podía con el embate de las olas, y viendo el serio peligro de que se inundase y fuera a pique después de tanto esfuerzo, resolvieron cerar la bodega para impedir la entrada del agua, en la que se hacinaban 193 personas en unos pocos metros, y encomendarse a la Providencia a pesar de que no hubiese manera de ventilar adecuadamente la estancia durante días. Llegarían a Buenos Aires 23 días después con cuatro bajas por axfixia entre los pasajeros que apenas podían respirar mientras el barco iba a merced de la tormenta y desfallecidos como ha quedado dicho en el relato.
Memoria del náufrago
Sigue Ayesta: “En fin, hemos llegado ayer, 25 del corriente y me mantengo sin novedad, pero sin fuerzas para seguir por tierra a esa ciudad por el corto tiempo que promete la estación para el tránsito de la cordillera, por lo que difiero mi partida para mejor proporción en dicha isla en que pasamos 28 días debajo de barracas construidas de las muchas maderas que teníamos a la mano y con las velas, paños, bayetas, terciopelos y demás efectos que nos administraba nuestro navío, que se desunió cortándose por la cubierta, que vino en tierra y el fondo se quedó ensalado“. En efecto, lo que han hallado ahora los arqueólogos argentinos de la expedición a tierra de fuego deben ser restos de lo que quedó, en aquella Caleta.
El náufrago sige rememorando sus desdichas, ahora que se sabe a salvo: “Experimentamos muchas destemplanzas de tiempo, lluvias y granizos amenazándonos las nevadas a nuestra propartida. Pero la costa, muy abundante de marisco y variedad de peces, como merluzas, sardinas, congrio fino y bacalados [sic], que con abundancia varaban en las playas con que se ahorraba el bastimento por la urgencia del regreso que era físicamente imposible por lo pantanoso del terreno y hallándonos por la parte del norte cerca de 200 leguas cercado del estrecho de Magallanes y de los ríos que hacen en aquellas sierras nevadas y a la parte del sur del estrecho de Maire, con muchos indios salvajes en tan dilatada isla, aunque no experimentamos de ellos perjuicio alguno”.
El contacto de los españoles con los Selknam fue pacífico. Asistieron a los náufragos y aceptaron regalos, sobre todo ropas y cuentas, pero no las vestían. Sin embargo no le quitaban ojo a cualquier objeto metálico. Ayesta lo corrobora con estas palabras: “Antes bien, nos trajeron al principio pescado y frutas por varias veces, silvestres, como guindas sin hueso y uvas de zarza que dicen paña, frutilla de que he traído semilla. El terreno es muy fértil en las lomas en una que sembré cuatro varas de frijoles y maíz y quedando este cuando salimos a mayor abundamiento de este convoy. También entré en el bosque muchos conejos…” Por supuesto, en el bosque también, dice Ayesta, se halló madera “para la fábrica de nuestro barco”.
El náufrago relata que “los indios son blancos, aunque todos teñidos con tierra de varios colores y cubiertos con pelos de guanacos, lobos y zorros, que hay en abundancia sin hacer aprecio de tanta ropa bajada que hay en la playa. Y solo de los cuchillos, navajuelas, hojas de espada y demás cosas de hierro y cuantas de vidrio, pues aunque los vestíamos, lo celebraban pero luego que se metían en el bosque, donde tenían sus chozas de pajas, los botaban y venían sin ellos y nos visitaban con frecuencia tomándonos voluntad, pues cuando nos embarcamos lloraban y desde la isla nos hacían señas y llamaban. No encontramos en ellos otra arma que la flecha con su aljaba de piel de lobo, el arco de madera pulidamente labrado y su lengüeta de pedernal con que matan pájaros y con los perros que tiene en abundancia hacen la campaña a los animales. Y el idioma muy semejante aunque tosco al del Perú, inteligible, muchas palabras lo mismo, las acciones codiciosas de cuanto veían de hierro”. Por último, los naufragos también acabaron por enseñarles algo de su propio idioma: “Últimamente, la pronunciación castellana muy perfecta en las palabras que les enseñamos con discurso y distinción natural, que daba gusto tratar con ellos según los pasajes que son largos para escribir por lo que ceso en este asunto”.
Final de la historia
El documento de José de Ayesta informa de que el texto se entregó en Buenos Aires el 28 de abril, tres días después de llegar la goleta con los supervivientes. Y la noticia de sus aventuras, según queda consignado en el manuscrito del Museo Naval, llegó a Lima el 15 de junio de 1765.
Por cierto que el intrépido capitán que desde que el navío “Purísima Concepción” encallara fue un marino resuelto que consiguió grandes logros que salvaron a casi toda la tripulación, después hubo de enfrentarse a una grave sanción. A nadie se le escapa que lo sucedido horas antes del accidente era una grave falta, por haberse dormido José Joaquín Ostolaza, alias Curruchea, y llegado tarde a la guardia, y por haber permitido que dejase de medirse la profundidad cada hora, como había previamente ordenado. La Audiencia de Buenos Aires y más tarde los tribunales de España le condenaron por sus faltas, aunque desde el naufragio, aquél 10 de enero de 1765, su comportamiento fue heroico y logró salvar 190 vidas. Una cosa no quita la otra.
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