Podemos sentir envidia. Antes incluso de jugar.
Cuando pienso en lo pequeña que es la historia de los piratas que hubo en el Caribe y en la desproporcionada, infinita mitología que se ha desarrollado desde aquellas leyendas a través de la pervivencia que ha tenido en la cultura anglosajona, me asombra que la gran historia del mundo hispano, desde 1492 hasta las guerras de emancipación, no haya generado ni una ínfima parte de la lectura contemporánea que merece (ni de presencia mediática ni de negocio en las industrias culturales), en comparación con los celebérrimos ya piratas del Caribe. Ellos guardan el perfume de los relatos sobre la atracción por el oro, las tierras ignotas, los imperios fabulosos, la rapiña de incontables tesoros, los mapas secretos y la clandestinidad de la vida del corsario, que siempre actuaba protegido por algún poder, más o menos expresamente, para aguijonear al otro.
Viene esto a cuento de la nueva entrega de Assassin’s Creed IV, black flag, un videojuego que lleva esta saga, que siempre se desarrolla en contextos históricos interesantes, al Caribe y a la pequeña guerrilla de los piratas contra los imperios, tanto español como británico. El director general de la franquicia, Ashraf Ismail, lo tiene claro: británicos o españoles, para este juego, dan igual. Pero lo que no da igual es que la visión general de aquel siglo y aquel mundo que da este producto será, como siempre, la anglosajona. Hasta ahora, lo hispano, solo ha colocado en la gran cultura de masas al bravo Tadeo Jones. ¿Por qué no acaban de darse cuenta nuestros gobernantes de que la gran batalla es la cultura? Aunque la llamemos entertainment, se trata de algo cuya influencia se extiende más allá de las apariencias.
Si lo pensamos bien, los enclaves ingleses o franceses en las Antillas o en Tierra Firme son diminutos, comparados con las vastas extensiones y aventuras del mundo que compartimos los latinoamericanos. Basta estudiar un poco la geografía y la historia para verlo. Por ello mismo la existencia de una mitología cultural tan inmensa y tan intensa, desde el punto de vista anglosajón (o francés), resulta anómalo. O más bien deberíamos aceptar que la anomalía es lo poco que los hispanos hemos contribuido en nuestro tiempo a esa mitología. Está claro que la trepidante vida del contrabandista y el pirata genera más épica que la de un burócrata, por mucho que sea en el siglo XVII o XVIII, pero resulta inaceptable rendirse ante la evidencia. Resulta imperdonable que aceptemos que la burocracia cuasiperfecta del imperio en esos siglos pudiera ocultar algunas de las más grandes aventuras que el mundo, y desde luego el continente americano, ha conocido. ¿Por qué entonces nos cuesta tanto defender nuestra historia?
La maquinaria cultural contemporánea, con el cine a la cabeza, es un buen ejemplo. El Olonés, el capitán Kidd, Barbanegra, o incluso el Capitán Roberts, no pasan de meras anécdotas ante figuras como Cortés, Pizarro, Blas de Lezo, Gálvez, o incluso Vernon y Anson. Sin embargo, su actividad contrabandista contra el monopolio comercial hispano y su aportación a la lucha por la hegemonía de los mares que se dirimía en el XVIII han dejado en sus manos corsarias todo ese legado de sueños -del que aún vive, no lo olvidemos, la industria cazatesoros- y que parte de la impresión que a ambos mundos, el Nuevo y el Viejo, nos causó reconocernos en la edad moderna.
Los cazatesoros son como una rima injusta, estridente, de una lectura errónea del pasado. Ellos explotan los yacimientos como bienes de comercio, ocultándonos su verdadera dimensión histórica y espiritual, al igual que los antiguos piratas arrancaban con la propiedad de ciertos tesoros valiosos un status quo que demasiadas potencias querían quebrar. Tuercen, como ellos, los valores históricos y científicos, hasta confundir hoy en día a algunos buenos arqueólogos e investigadores (y reclutarlos) e hipnotizar con sus promesas doradas a los accionistas menos avisados. Allá ellos.
Pero lo grave es que, para contrarrestarles, nosotros no tenemos nada de aquella historia nuestra, no lo suficiente, no lo que merece. En el campo de la industria cultural, lo mismo que en el mediático, tenemos aproximaciones febriles o retóricas, frecuentemente desde esa perspectiva anglosajona que se nos impone (qué si no fue la coproducida “1492”, o “Aguirre o la cólera de Dios”, por buenas películas que sean) pero poco o nada podemos hacer contra la magia y simpatía del capitán Sparrow, o el Jack Aubrey de “Master & Commander” o, ahora mismo, los personajes de Assassin’s Creed, ya que hablamos de ello.
Y, más triste, menos anecdóticamente, en el campo científico, hemos hecho tan poco por aquel pasado que nos une que mueve al llanto. Como diría un Larra arqueólogo, “querer excavar en España es llorar”. Nos quejamos de los políticos que no priorizan un campo de estudio que promete innovación, prestigio científico, rédito social enorme y nueva industria cultural. Pero nos olvidamos a menudo de la poca capacidad de comunicación y diálogo de los propios científicos o arqueólogos subacuáticos con la soceidad. Como bien supieron los magos del márketing y los cazatesoros cultivan, el material con el que trabajamos es sumamente evocador, sugerente, mágico, lleno de aventura y misterios, clavado mil veces en el inconsciente colectivo de una especie nunca del todo acostumbrada a navegar, y nunca conforme con su vida en tierra firme. ¿Cómo es posible que, teniendo esas historias tan maravillosas, no hayamos podido poner en pie obras de gran impacto social, como las películas citadas o el juego que comentamos?
¿Es solo cuestión de dinero? No, no solo.
Ese pasado es un vasto continente y no podemos seguir inmóviles. Lo que nos ocurre es que, por dejación de unos y falta de iniciativa de otros, por falta de proyectos colectivos de todos, ahora ellos habitan nuestro pasado. Sí, sí, como lo pienso lo digo. Ya es triste, nuestra pasividad nos ha convertido en náufragos de un continente heredado, que habla como nosotros y ve el mundo de manera pareja. Nos hemos conformado con estar abandonados en la orilla desierta, perdidos para nuestra desesperación, en las tribulaciones del presupuesto o la pelea por un cargo o influencia. Y desde allí a veces vemos cómo nos expolian pecios que debimos excavar, y tratamos de luchar para lograr en tribunales lo que con manga ancha y ambiguas transigencias permitimos que nos quietaran y en la realidad no tuvimos voluntad de reivindicar. La lucha judicial puede parecer digna, pero es muy poco inteligente a medio plazo. Nos queda admirarnos viendo sus películas desde una cómoda butaca, o viendo crecer sus museos marítimos, y jugar activamente a sus videojuegos, que pasean su visión por nuestro pasado. Tal vez acaben convenciéndonos si nos dejamos llevar.
Pero no es así porque nos queda luchar: contar, comunicar, convencer al público de la maravilla de esta historia y de cada una de las historias asombrosas que la forman. Para que no se olvide ese pasado. Y pedir que se investigue, se excave, se filme y se narre en películas y libros. Para eso estamos aquí, por ejemplo, en este blog.
Dicho lo cual, y en honor del buen trabajo que se refleja en las películas citadas o en el videojuego de marras que sale estos días a la venta: Démosle al play con sana envidia.
Y luego, habrá que jugar.
Porque el Caribe que presenta el juego es la verdadera estrella. La Habana, Kingston (Jamaica), Nassau (Bahamas) y Tulum (México). Se puede navegar por docenas de islas, buscar tesoros desde un mapa, desenterrando cofres perdidos; incluso arponear una ballena y ¡cómo no!: saquear un galeón.
Saquear un galeón: De eso es de lo que estaba intentando hablaros. Contra eso no podemos luchar, sin hacer nuestra propia historia un poco más conocida. En la mitología del pirata del Caribe, el saqueo queda impune. Es más, ennoblece a quien logra engañar como un David corsario al Goliat ineficiente.
Pero Assassin’s Creed IV es, según cuentan quienes lo han probado, un lugar bonito para jugar, si no tienes escrúpulos con la violencia proverbial que acompaña al juego.
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