Que España es aún un país machista, como dice Esperanza Aguirre hoy, en el D7 de este periódico, totalmente de acuerdo. Las mujeres sabemos por experiencia que seguimos teniendo, entre otros problemas, dificultades para que nos valoren con los mismos criterios que los hombres en muchos ámbitos profesionales.
Pero una cosa es ésa y otra es lo de la contrarrevolución posmachista que denuncia nada menos que el delegado del Gobierno contra la Violencia de Género, Miguel Lorente, un tipo ideológicamente de cuidado sobre el que nadie parece haber reparado suficientemente. Lorente ha publicado un libro sobre la cuestión, inspirado obviamente en una obra de 1991 de Susan Faludi, Backlash. Con el problema, no sólo de los 19 años de diferencia, sino del olvido de Lorente de que en España hay un Gobierno declaradamente feminista que ha promulgado leyes feministas y no neomachistas.
Yo me temo que el problema de nuestro país, tanto como el viejo machismo y mucho más, ciertamente, que el supuesto posmachismo o el neomachismo del que hablaba la socialista Amparo Rubiales el viernes en El País, apoyando a Lorente, es la renovada intolerancia de ese feminismo. Y me refiero a la Ley de Violencia de Género y a lo que hacen tanto Lorente como Rubiales contra cualquiera que ose poner en cuestión algunos problemas de esa ley.
El juez Serrano, en este caso, descalificado por ambos y convertido en neomachista y unas cuantas cosas más por haber denunciado las denuncias falsas. Lo que refleja un fenomeno preocupante y es que, cuando el feminismo ha llegado al poder, como ocurre en España, ha desarrollado una actitud intolerante en la que ha convertido en tabú y en motivo de defenestración cualquier crítica a sus ideas o iniciativas.
En España es tabú criticar la Ley de Violencia de Género y, aún peor, es tabú analizar y valorar aquello que no está funcionando de esa ley o está teniendo efectos contraproducentes como es el problema de las denuncias falsas.
Feminismo
