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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Sobre la Democracia Cristiana, el PCI, el caso Aldo Moro y las elecciones en Italia

Sobre la Democracia Cristiana, el PCI, el caso Aldo Moro y las elecciones en Italia
Silvia Nieto el

Sé que este blog nació con el objetivo de hablar de Francia, y de Francia va a seguir hablando seguro, pero hoy voy a hacer una excepción para escribir sobre Italia. El domingo, tirada en el sofá de mi casa, iba mirando los resultados de las elecciones allí celebradas con un poco de sorpresa: la coalición de centro-derecha, a la que pertenece, junto a otras formaciones, Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi, y la Liga Norte, de Matteo Silvani, obtuvo el mayor porcentaje de votos (un 37%). Fueron, sin embargo, los euroescépticos del Movimiento 5 Estrellas (M5S, por sus siglas en italiano) los auténticos vencedores de los comicios (sacaron un estupendo 32,7%, teniendo en cuenta que iban solos). Ahora habrá que esperar para ver cómo se apañan para formar gobierno, pero, dejando a un lado este tema, conviene comentar unas declaraciones del candidato del M5S, Luigi di Maio, en las que afirmaba que «la tercera república» acababa de nacer.

En su libro «Histoire de l’Italie contemporaine» (Fayard, 2009), el historiador Pierre Miza, recientemente fallecido, titula un capítulo «El momento Berlusconi». En él, describe el contexto del auge de Il Cavaliere y de su partido, Forza Italia, a la primera plana de la política italiana. Milza recuerda que, «en los años 1990, Italia fue sacudida por una crisis política que no tenía ningún equivalente en las otras democracias europeas. El conjunto del sistema político de las décadas precedentes vaciló. Los partidos de gobierno que habían dominado la vida pública durante más de medio siglo se hundieron, empezando por la Democracia Cristiana (DC) y el Partido Socialista (PS), que parecían intocables». Vamos a detenernos en este punto.

Italia, convertida en una república tras el resultado favorable de un referéndum celebrado tras el final de la Segunda Guerra Mundial, fue una democracia atípica durante la Guerra Fría. Una democracia occidental atípica, mejor dicho: aunque alineada con el bloque occidental, contaba en su seno con el Partido Comunista (el Partido Comunista Italiano, el PCI) más importante a ese lado del telón de acero. Los democristianos de la DC se convirtieron en su máximo oponente, logrando alzarse siempre ante ellos en los numerosos comicios que disputaron. Solo los resultados que ambos partidos obtuvieron en las elecciones generales de 1976 estuvieron a punto de cambiar las cosas. Ese año, la DC sacó un 38,7% de los votos, frente al 34,4% del PCI. Los porcentajes se estrecharon tanto que hubo que pensar soluciones. Una de ellas, el «compromiso histórico», fue la liderada por Aldo Moro, el político democristiano que fue secuestrado la mañana del 16 de marzo de 1978 cuando se dirigía al Congreso para contemplar cómo se apretaba el botón que pondría en funcionamiento su estrategia, consistente en involucrar, dando pequeños pasos, a los comunistas en el gobierno; el objetivo era su suavizar su ideología y evitar males mayores. El resultado de la intentona se saldó con el asesinato de Moro a manos de las Brigadas Rojas, un grupo terrorista de extrema izquierda que veía con malos ojos el «aburguesamiento» del PCI —Ennio Flaiano, cachondo y certero, decía que él no era comunista «porque no me lo puedo permitir»— y su flirteo con la DC. Los pormenores de ese magnicidio, que conmocionó a Italia, son todavía bastante difíciles de dilucidar. Los episodios inexplicables —¿cómo fueron incapaces de encontrar a Moro, si pasó todo el secuestro en un piso de Roma? ¿de dónde sacó información sobre su posible paradero Romano Prodi, que para no revelar la fuente dijo que había obtenido los datos jugando a la «ouija»?— son numerosos. Leonardo Sciascia, novelista y político, escribió «El caso Aldo Moro» para intentar aclarar algo más el suceso. Quizá lo consiguió en su dimensión humana, en las partes dedicados a analizar las conversaciones telefónicas mantenidas por los terroristas en esas semanas de incertidumbre; un trabajo que le permitió comprender que en la violencia existe cierto absurdo, que no excusa, por supuesto, la acción de emplearla. Por ejemplo, Sciascia contaba cómo el 9 de mayo, después de haber tiroteado a su víctima, uno de los terroristas llamó a un amigo de la familia para comunicarle la muerte de Moro. Empleaba la fórmula de respeto «onorevole», «honorable», dedicada a los diputados italianos, para referirse al hombre al que acababan de asesinar. También repetía «lo siento» varias veces. Ese respeto, ¿no hubiera sido mejor tenerlo antes, y por su vida?

Cuando hace unos años leí una crónica sobre el atentado contra un supermercado kosher de París de 2015, Sciascia me vino a la mente; en esa ocasión, el terrorista, Amédy Coulibaly, ofreció a sus rehenes que se hicieran un sándwich para comer algo, según explicó el diario «Libération». Luego, arrasó la vida de cinco personas e hirió a varias más. ¿Por qué, antes, ese arrebato humanitario? ¿Por qué dar de comer a quienes vas a matar? Me estoy yendo mucho del tema, pero recuerdo que, en el «El Desencanto» (Jaime Chávarri, 1976), la película sobre la familia Panero, Michi reprochaba a su madre que una vez mató a unos cachorritos de perro tirándolos a un río. Lo que más le había dolido, explicaba, es que había hecho agujeros para que pudieran respirar en la cajita donde los metió para llevarles a su destino final. ¿Por qué, si ya estaban sentenciados?

Perdón por la divagación. Volvamos a Italia. El desenlace del asesinato de Aldo Moro, su muerte, dio al traste con el acercamiento entre la DC y el PCI. Ambos partidos siguieron en la primera línea, aunque debilitados, de la vida política italiana. La hecatombe que Milza cita en su libro se produjo años más tarde de magnicidio y tuvo varias fechas y fases. En el caso del PCI, como en el de otros partidos —y países— comunistas, la caída del Muro de Berlín resultó definitiva; la Guerra Fría había terminado, y la formación no estaba del lado ganador. Aunque tomando la vía de la reforma a iniciativa de su secretario general, Achille Ochetto, no hubo manera de arreglar el descalabro; ni siquiera guardando la hoz y el martillo y rebautizándose como Partido Democrático de la Izquierda (PDS, por sus siglas en italiano), que cayó en la irrelevancia. A la DC y al PS los fulminó otra cosa: el «Tangentopoli», la «Operación Manos Limpias». Milza lo cuenta así: «En febrero de 1992, un socialista, Mario Chiesa, es arrestado en Milán con dinero negro. Cuenta los detalles del sistema de corrupción puesto en marcha por su partido en la capital lombarda. Acaba de estallar el escándalo ‘Manos Limpias’ (…) En total, siete ministros son obligados a dimitir entre 1992 y 1993, al igual que tres secretarios de partido, entre ellos Bettino Craxi, que sale de escena y toma la ruta del exilio en 1994; dos años más tarde, 338 diputados, 100 senadores y un centenar de representantes públicos de todos los partidos, pero mayoritariamente democristianos y socialistas, son acusados».

El cataclismo terminó con la llamada «primera república italiana», y dio paso a la segunda, a la del «berlusconismo», que tan bien retratada ha quedado en libros como el divertido y desolador «Que empiece la fiesta» (Niccolò Ammaninti) o en películas como «La gran belleza» (Paolo Sorrentino, 2013), filme con una escena memorable donde el protagonista, el periodista Jep, manda a paseo a una artista contemporánea insoportable (iba a utilizar otra palabra, pero me corto). El desierto político que resultó del hundimiento de la DC y del PCI concedió a Forza Italia, pues, la posibilidad de hacerse con las riendas del país. En el centro-izquierda, el Partido Democrático brotó como la alternativa en ese arco del espectro político. Para volver al principio, los resultados de las elecciones de este domingo han puesto fin a la importancia de ambas formaciones. Y de ahí, en fin, que Luigi di Maio haya sentenciado que la «tercera república» acaba de nacer.

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