Murten es uno de los pueblos con más encanto de Suiza. Situado al borde del lago del mismo nombre, en el cantón de Friburgo, conserva de forma admirable su casco amurallado, en el que las fachadas góticas de las casas se alinean en cruz, al más puro estilo Zaehringen. Durante años ha sido una atracción turística de primer orden porque, entre otras cosas, ha sabido combinar a la perfección su valiosa herencia medieval con el confort y la tecnología del siglo XXI. Hace algunos años fue sede de una extraordinaria Expo que sólo se celebra cada veinticinco años en Suiza. La frase que la resumía era de un sorprendente talante filosófico: “Instante y eternidad”.
Entre los sugerentes pabellones que se levantaban a orillas del lago, destacó por su originalidad el Blindekuh, un proyecto que trataba de dar una nueva visión del mundo y del hombre, cuando éste se ve privado del más importante de los sentidos: la vista. El pabellón recreaba un mundo en tinieblas en el que los visitantes tenían que moverse como ciegos guiados por otros ciegos, a pesar de que Jesús ya advirtiera en su día contra ello. Pero lo que más aceptación tenía en aquel pabellón era el restaurante ‘Blindekuh’ (“La vaca ciega”, versión suiza de la “gallina ciega”), en el que los comensales tenían que desplazarse, comer y beber en la más absoluta oscuridad, servidos por camareros invidentes y en el que no había más remedio que avivar los otros sentidos.
Esta forma de familiarizar a los que disfrutamos del inapreciable don de la vista con las dificultades que deben enfrentar quienes carecen de él, ya tenía un precedente de éxito clamoroso en Zúrich: el restaurante ‘Blindekuh’, una sensación en la ciudad, que ocupa desde hace muchos años una antigua iglesia protestante desacralizada. Mientras otros establecimientos prohíben fumar, aquí se impide el paso de cualquier forma de luz: ni relojes luminosos, ni linternas, ni fósforos… Quienes se adentran en su interior ya saben que tendrán que valerse exclusivamente del tacto, el olfato, el oído y el gusto. El director, Adrian Schaffner, es el único que ve.
– Cada semana damos de comer a cientos de personas que no han visto un ciego jamás –me aseguró.
El restaurante, con una capacidad de sesenta cubiertos, ocupa todo el espacio de la antigua iglesia y sólo tiene una mínima iluminación en la diminuta recepción y en los servicios, como concesión a los clientes que, en su inmensa mayoría, necesitan ver. Cuando lo visité los camareros llevaban cascabeles en los tobillos y se comunicaban con la cocina por medio de un ingenioso sistema de intercom.
– Es impresionante cómo se invierten los papeles en cuanto los comensales entran en el restaurante. Allí los ciegos son los únicos que controlan –me comentó su director.
¡Y tanto! A mi llegada tuve que esperar a que se formara un ‘tren’, una hilera de comensales ‘enganchados’ al de delante por una mano en su hombro. Yo era el primero, así que me ‘enganché’ al hombro de la camarera ciega que hacía de locomotora. La verdad es que me sentí bastante seguro mientras avanzaba lentamente entre los murmullos de los comensales que ya estaban degustando su cena. De pronto la locomotora se detuvo y me invitó a sentarme. Llevó mi mano suavemente al respaldo de una silla y allí me abandonó a mi suerte. Fue un momento más duro de lo esperado. De inmediato me sentí solo, abandonado, desorientado y aterrorizado en un mundo de tinieblas. Me senté como pude en la silla, extendí mi mano para explorar el entorno y me topé con un pecho de mujer. Enseguida me disculpé y oí una risa nerviosa a mi lado. La dama, consciente de la situación, pareció no tomármelo en cuenta. Se presentó y también me presentó a su acompañante. Ese mínimo detalle de cortesía cambió mi ánimo. ¡No estaba solo!.
Los platos fueron llegando como por arte de magia. Nadie sabía lo que había en ellos. Yo opté por tantearlo con los dedos. Aquello parecía hojaldre. Mi vecina lo confirmó. Ya con tenedor y cuchillo, me llevé como pude un bocado al paladar y aquello sabía a hongos. Nada extraordinario, desde luego, pero el juego continuaba y otros platos se iban sucediendo. De pronto una voz de clavel varonil comenzó a contar historias desde algún lugar en las tinieblas. Aún estando completamente a oscuras, la activación de los otros sentidos había comenzado a dibujar una especie de realidad paralela invisible. Si alguien necesitaba ir al baño -se nos había dicho- debía antes llamar a una ‘locomotora’ para que le guiara, pero yo me había venido muy arriba y decidí probar por mi cuenta. Aguzando el oído como no lo había hecho en la la vida y usando las manos como guía fui desandando lentamente el camino que había hecho a la entrada hasta tropezar con unas gruesas cortinas. Al otro lado había una luz mortecina, como la de los antiguos laboratorios fotográficos, que a mi me pareció un milagro. El bañito estaba allí mismo y pude utilizarlo sin problemas. El camino de regreso, en cambio, se me hizo muy difícil porque no tenía referencias precisas. De pronto, alguien me detuvo.
– ¿A dónde vas?
– A mi mesa. ¿Cómo sabes que era yo?
– Porque tu silla está vacía
Era mi locomotora y enseguida me sentó, ya que estaba muy cerca, pero no sin recriminarme.
– No puedes moverte solo por el local. Si necesitas ir al baño tienes que llamarme y yo te acompaño.
– Te he echado de menos desde que me abandonaste. Pensé que ya no ibas a ocuparte más de mi y por eso he tratado de valerme por mí mismo.
– En cierta manera es muy valiente lo que has hecho, pero desplazarse en las tinieblas requiere tiempo y entrenamiento. Hay que ir poco a poco.
– ¿Podrías acompañarme a la cocina? Me gustaría saludar al chef.
– De acuerdo. Engánchate a mi hombro.
Esta conversación me hizo recordar una anécdota que me contó en su día María Kodama, la mujer japonesa de Borges. Estando éste en su despacho María encontró la puerta abierta y entró con su sigilo habitual. El maestro levantó de inmediato la cabeza y pregunto:
– ¿Sos vos, María?
– ¿Cómo sabes que entró alguien?
– Sabía que eras vos porque el silencio se hizo de pronto más intenso…
El chef Haeni, también ciego, trabajaba solo en la cocina y usaba muchos trucos para hacer su labor
– Tenemos platos de distinto tamaño para la carne, las verduras o el pescado y utilizamos medidas para servir las bebidas. Hay muchos clientes que usan las manos para comer. Tocar y oler los alimentos antes de llevarlos a la boca es un instinto que los hombres casi teníamos perdido.
La idea no ha podido tener más éxito. Las reservas llegan con meses de antelación. A ver si, después de todo, iba a tener razón Saint Exupéry cuando hizo decir al Principito aquello de que “sólo se ve bien con el corazón”.
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