El próximo domingo se celebra a lo largo y ancho del planeta el Día Mundial del Yoga, esa milenaria sabiduría hindú, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, que muchos practican y pocos conocen en profundidad. Con tal motivo el embajador de la India, Sr. Dinesh Patnaik -que no sé si lo practica, tengo que preguntarle-, me ha sugerido que escriba algo sobre el tema. La verdad es que llevo toda la vida haciéndolo, y no hay nada que me produzca tan honda satisfacción como hablar, escribir, estudiar o meditar sobre esa misteriosa práctica, hontanar y cauce de la más profunda sabiduría, que los indios nos legaron y que puede considerarse el mejor invento de la humanidad, por delante del fuego, la rueda e incluso la siesta, a la que, por cierto, López Ibor llamaba ‘el yoga ibérico’. No me ceñiré aquí, sin embargo, a la práctica de las populares posturas, sino al cogollo del asunto, a la extraordinaria sabiduría que subyace en las profundidades y a la apasionante aventura de explorar los misterios de la conciencia y del ser, allá donde confluyen todo conocimiento, toda religión y toda ciencia.
La ciencia humana es materialista y sostiene que no hay nada más que materia y energía; cuerpos, leyes y fuerzas. No existe nada que no pueda explicarse por métodos científicos. Por rudimentaria que sea en la actualidad, se aduce, la ciencia es el único método válido para explicar los misterios de la vida y del universo. Pero los asombrosos progresos actuales en casi todos los campos de las distintas ciencias no ocultan sus limitaciones. Nada sabemos aún con certeza del origen del universo, su génesis y propósito, ni tampoco de donde provienen la inteligencia, la conciencia o la razón. O cual es el fin y propósito de esa extraña criatura llamada hombre. O de la propia vida. Aunque los medios nos dan cuenta constantemente de notables progresos científicos, muchas veces se trata de meras hipótesis aún no probadas ni contrastadas o de experimentos a los que aún aguarda un largo recorrido. No nos engañemos, las universidades y laboratorios de investigación, con la reverente complicidad de algunos medios, tienden a menudo a exagerar la importancia de sus hallazgos, buscando una notoriedad mediática que allane el camino a su financiación.
El yoga, por otra parte, es la forma de conocimiento más antigua de que se tiene noticia. Sus orígenes en las riveras del Indo y del Ganges se pierden en la noche de los tiempos y nadie puede datarlos con precisión, aunque es universalmente aceptado que suman muchos miles de años. Aún cuando los primeros manuscritos pueden datarse con cierta precisión, el conocimiento que detentan se transmitió verbalmente de generación en generación desde mucho antes de que existiera la escritura. Cualquier cosa que se haya mantenido viva y vigente durante milenios en un mundo tan cambiante como el nuestro merece un gran respeto. Casi me atrevería a afirmar que la ciencia nació en realidad cuando nació el yoga, ya que ninguno de sus principios y aseveraciones contradice los actuales conocimientos sobre el hombre, y algunos superan de largo lo que la ciencia actual puede indagar o probar. Sencillamente porque ésta carece de herramientas capaces de profundizar en la hondura intangible que se extiende más allá de lo material; la consciencia, por ejemplo. El yoga, en cambio, ha diseñado métodos, como la meditación, capaces de trascender la mente y penetrar en ese mundo de esencias, del que nada sabe el común de los mortales. Quien desee profundizar en el tema puede leer ‘The Tao of Physics’, del doctor Frjtiof Capra, un especialista en física cuántica que ha encontrado asombrosos paralelismos y semejanzas entre ésta y los fundamentos de la milenaria sabiduría yóguica. O, más humildemente, mi última obra, “El Maestro Imperfecto” (Amazon).
Para los yoguis, el universo entero es una ficción. En eso, como en tantas cosas, se adelantaron también a la ciencia, ya que los físicos más avanzados nos aseguran ahora que sólo existen ondas y frecuencias. Nuestros sentidos las captan y convierten en impulsos nerviosos que la mente ‘reviste’ de atributos: consistencia, tamaño, forma, intensidad, color, velocidad, etc…, creando así los objetos, sonidos, organismos y paisajes que conforman el llamado ‘mundo real’. Este universo que los científicos escudriñan y estudian con tanto afán, no es más que una ilusión óptica del perceptor, algo así como una película que proyecta nuestra propia mente. Basta cerrar los ojos y entrar en el mundo de los sueños para que la película de nuestra vida desaparezca y entonces vivimos otra película -los sueños-, que también nos parece real mientras dura. Los estados de conciencia son muy parecidos a los canales de la televisión. Basta hacer click en el mando para que la mente cambie de realidad. Si, como se dice, real es únicamente aquello que permanece en todas las circunstancias, hemos de convenir con los yoguis en que el universo que nos rodea, con su inmensidad y leyes asombrosas, carece de realidad objetiva, por cuanto desaparece con sólo modificar el estado de conciencia del perceptor. La ciencia se empeña, con innegable y creciente éxito, en ir desentrañando poco a poco las causas y orígenes de las cosas, pero su esfuerzo se centra en conocer lo evanescente antes que lo permanente; los detalles y circunstancias antes que la esencia. En un reciente y desconcertante experimento, realizado en la universidad inglesa de Heriot-Watt, el físico cuántico Alessandro Fedrizzi aseguró haber podido probar por primera vez ‘científicamente’ en un laboratorio que la realidad objetiva no existe y todo está en función del perceptor, algo que sin duda habrá hecho sonreír burlonamente a los yoguis del Himalaya.
El yoga es un método de trascendencia mística, que siempre se ha transmitido de maestro a discípulo en lugares remotos y apartados. Su interés se centra en trascender lo aparente para llegar a lo esencial. Al yogui no le interesa el conocimiento de las circunstancias o detalles que animan las cosas -el mundo ilusorio de maya– en que se aplica la ciencia, sino que su afán se centra más bien en investigar al investigador, es decir, en conocer la esencia última del sujeto, o perceptor, antes que los detalles y atributos de los objetos. El yoga no ha tenido nunca, hasta nuestros días, vocación de popularizarse, sino que los buscadores tenían que llegar al maestro renunciando antes a todo lo mundano. Ya se sabe, las flores no han ido nunca en busca de las abejas.
Si la práctica de las asanas, las familiares posturas que constituyen la parte más básica, conocida y elemental del yoga, se ha popularizado en Occidente es porque nuestro sistema de vida nos aboca a un estrés insufrible, que la ciencia médica no acierta a atajar, ya que se trata de un síndrome psicosomático, algo que incomoda y desconcierta a muchos especialistas al tener componentes ‘atípicos’, que escapan a la rutina científica al uso. Estas sencillas posturas, que cualquiera puede practicar, son de una eficacia incuestionable en lo que se refiere a combatir los efectos del estrés y la tensión de la vida moderna. Los yoguis las practican asiduamente porque les facilita la meditación, y millones de occidentales lo hacen porque les sienta bien. Pero quede claro que el yoga nunca se ha considerado una terapia, sino una forma de crecimiento personal. Otra cosa es que su práctica relaje, serene y propicie una cierta estabilidad emocional, algo que podríamos considerar como simples efectos colaterales positivos.
La absurda pretensión de incluir el yoga en una lista de ‘pseudoterapias’ que tuvo en el pasado algún ministro español produjo perplejidad y hasta vergüenza ajena, por cuanto suponía una ignorancia supina de lo que es esta ciencia milenaria. Hay que tener en cuenta que buena parte de quienes acuden a un centro de yoga en nuestros días lo hacen a instancias de sus médicos y psicólogos. Otros, como la reina de España, lo practican porque les hace sentir mejor y les ayuda a mantenerse relajados y centrados. Además, a diferencia de cualquier otro tratamiento médico conocido, el yoga carece de contraindicaciones y respeta meticulosamente las cauciones de cualquier especialista médico. En este día mundial del yoga recomiendo vivamente a todo el mundo que se acerque sin temor a esta ciencia milenaria y disfrute de los increíbles beneficios que se derivan de su práctica habitual.
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