Nunca fue un propósito deliberado, pero el destino, el karma, o como quieran llamarlo, no dejó de llevarme, una y otra vez, a viajar en compañía de Fernando Sánchez Dragó, cuya inesperada muerte hoy lloramos conmocionados quienes le quisimos. Le conocí hará unos cincuenta años, cuando aún resonaba en los medios el eco de Gárgoris y Habidis, su primer gran éxito editorial. Fernando quería aprender a meditar y yo le sugerí que primero aprendiera a respirar. Por entonces ya se sentaba en la postura del loto mucho mejor que yo. Me llamó la atención enseguida su extraordinaria agilidad mental, aunque en lo tocante a las habilidades físicas mostraba cierto desdón. Tenía por entonces un talante desenfadado y un leve aura de cinismo simpático y benevolente que no molestaba en absoluto. Lo cierto es que, sin saber cómo ni por qué, entre ambos surgió una mutua simpatía que terminaría perpetuándose en el tiempo y llevándonos a viajar por los cinco continentes. Ambos teníamos en común un espíritu aventurero y hacíamos muchos planes oníricos que siempre acababan en sueños truncados. Nuestro primeros viajes fueron, sobre todo, para dar cursos y conferencias por todo el territorio nacional. Otras veces eran encuentros casuales, caminos que se entrecruzaban en los lugares más inverosímiles e insospechados. Lo cierto es que tantos encuentros y tantas horas de charla en los escenarios más diversos terminaron tejiendo una gran amistad.
Después vinieron cruces allende nuestras fronteras. En cierta ocasión nos encontramos en Kioto. Fernando era por entonces profesor de español en la universidad de aquella ciudad. Yo había viajado a Tokio para escribir un reportaje para El Mundo, así que me desplacé en el Sinhkansen, el famoso tren bala, en el que, en aras de la proverbial cortesía nipona, el interventor hace reverencias cada vez que entra o sale de cualquier vagón. Era mi primer viaje a ese país y todo me resultaba muy novedoso. Fernando me esperaba en la estación con una agradable joven nipona, una de sus alumnas, con la que había tejido una relación. No era la primera vez que una estudiante se enamoraba de su profesor, así que comimos en un restaurante en el que sólo servían platos cocinados con soja. Fue una experiencia gastronómica fascinante y deliciosa. Yo no había probado ese manjar en mi vida y, desde entonces, nunca falta en mi mesa. Lo cierto es que, desde la sopa al postre, todos los platos que nos ofrecieron aquel día estaban hechos con soja. No recuerdo tampoco a ciencia cierta quién pagó aquella comida, pero debí de ser yo porque de otro modo me acordaría. Lo cierto es que Naoko, que así se llamaba aquella jovenzuela pizpireta y simpática, terminaría siendo su mujer y madre de Akela, el menor de sus hijos.
En otra ocasión, años más tarde, coincidimos en Pnom Penh, en Camboya. Yo acababa de llegar de Angkor y Fernando se dirigía al sur, a la zona de Kompong, donde tenía programado uno de sus famosos Encuentros Eleusinos y me invitó a dar una conferencia sobre el Viaje Interior. Aquella noche cenamos al fresco en una deliciosa balconada sobre el Mekong. Nos despedimos tras una breve sobremesa porque él salía muy temprano hacia el sur, donde se iba a celebrar el Encuentro. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el conserje del hotel me dijo que mi amigo se había dejado olvidada en la habitación una bolsita con el cepillo de dientes y algunos objetos de aseo. Naturalmente me hice cargo del asunto. Cuando se los entregué a Fernando, un par de días más tarde, recuerdo que los recibió con estas evangélicas palabras: “Habrá más alegría en el reino de los cielos por un cepillo de dientes perdido que se encuentra que por noventa y nueve de los otros”. Aquella noche cenamos en un restaurante clavado sobre pilotes en el agua, donde Fernando me aseguró que servían el mejor pescado a la pimienta verde del mundo.
Uno de los veranos en que vino a las Vacaciones Inteligentes de Fuerteventura lo hizo junto a su entonces mujer, Bea Salama. Fui a buscarles al aeropuerto y en el camino hacia el hotel, no sé por qué, decidí insensatamente meterme en las dunas de Corralejo con el todoterreno descapotable que conducía, algo permitido entonces. Ya llevábamos unos cuantos kilómetros avanzando por aquel desierto de fina arena, cuando, de pronto, el vehículo se atascó irremisiblemente. En un abrir y cerrar de ojos aquel paraje solitario se llenó de ‘expertos’ que no paraban de darnos instruccio0nes con las manos en los bolsillos y aire de suficiencia. Fue muy violento dispensar semejante acogida a huéspedes tan especiales, así que me dirigí a los ‘expertos’ que nos rodeaban y les pedí que se quitaran el traje de ingenieros y se pusieran el mono de obreros para ayudarnos a salir del trance. Dicho y hecho. Con un montón de brazos empujando, enseguida superamos el atasco y pudimos seguir tranquilamente hasta el hotel, entre risas y chanzas. Una de las cosas buenas de Fernando era de que de todo hacía una aventura.
Añadiré, por si alguien lo ignora, que Fernando odiaba todo lo que tuviera un tufo sajón, incluido lo americano. En una ocasión me costó convencerle de que me acompañara a Canadá, donde ambos habíamos sido invitados a participar en un Congreso sobre la Nueva Era. Lo hizo con reticencia, pero pronto quedó encantado. Desde la categoría del hotel de Montreal donde nos alojábamos y se celebraba el Simposio hasta la excelente organización del evento, todo le tenía fascinado. Lo que más le llamó la atención fue descubrir la ciudad subterránea en la que los ciudadanos viven, compran, pasean y se solazan durante los duros inviernos. Me encargué de que fuera recibido con honores como uno de los mas preclaros representantes de la cultura alternativa española y, desde el primer momento, se sintió feliz de haber venido. A ello contribuía también el hecho de que allí se hablaba francés, un idioma que dominaba, mientras no sabía decir ni buenos días en inglés. El primer día ya le presenté al famoso doctor Raymond Moody, quien por entonces gozaba de fama mundial por el éxito arrasador de su best seller ‘Vida después de la vida’. Le conté a Raymond el drama de Fernando, cuyo padre había sido fusilado durante la Guerra Civil Española sin que él hubiera llegado a conocerle y el famoso psiquiatra no dudó en invitarnos a su casa de Alabama para tratar de propiciar un ‘encuentro psíquico’ entre ambos. Ya se que suena raro, pero, tras un viaje que había realizado al ‘Oráculo de los Muertos’ de Epiro, Raymond había instalado en su casa algo que llamaba ‘El Teatro de la Mente’, un lugar propicio para reproducir los ‘encuentros con los muertos’ que se estilaban entre los pudientes de la antigua Grecia. El asunto había tenido gran repercusión mediática en Norteamérica al haberlo publicitado una conocida presentadora de televisión que había perdido a su hijo en un accidente y se había sometido con éxito a la experiencia.
Fernando estaba entusiasmado con la idea, así que los dos aceptamos de inmediato la invitación. Al final, sólo fui yo, el más escéptico, quien acudiría puntual a aquel inusual ‘encuentro’, del que daré debida cuenta en algún otro momento, pero hoy lo dejaré aquí, satisfecho de haber pasado un rato con Fernando, a quien me cuesta aún dar por muerto. De hecho, no lo estará mientras siga vivo en nuestro recuerdo. ¡Menos mal que este viaje no lo hicimos juntos!
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