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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Fuga salvaje en Tiflis

Fuga salvaje en Tiflis
Francisco López-Seivane el

Por lo visto hasta ahora, la invasión rusa del 2008 le ha sentado de perlas a Georgia. Tiflis (o Tbilisi), su vieja capital, aparece radiante, con espectaculares edificios futuristas salpicando sus ancestrales ruinas y centenarias iglesias. La primera sorpresa me la llevé apenas puesto el pie en el flamante aeropuerto. Una impecable oficial de aduanas -tres estrellas sobre sus charreteras- sacó de detrás del mostrador, en un movimiento relampagueante, una botellita del excelente vino de Telavi y me la obsequió con una radiante sonrisa: “Bievenido a Georgia”. Nunca había visto nada igual en mi larga vida de viajero.

Esa misma noche, mientras comentaba la jugada en una terraza con unos amigos, descargó de pronto tal tormenta que nos hizo correr a buscar resguardo en el interior, abandonando manjares y enseres sobre la empapada mesa. La noche era un aguacero, así que pedí un taxi para refugiarme en el confort del hotel, donde el ominoso rugir de los truenos me mantuvo en vela hasta bien entrada la madrugada.

Una excavadora retira un oso muerto en el zoológico en Tbilisi / REUTERS/David Mdzinarishvil

Lo peor fueron las noticias de la mañana: la lluvia había causado una desbandada general de todas la fieras del zoo que no habían perecido anegadas en el barro. Las calles de Tbilisi, se decía en los mentideros, se habían convertido en una jungla de asfalto por la que campaban a sus anchas fieros leones africanos, pumas americanos y tigres blancos siberianos, dispuestos a convertir en presa a cualquier bicho viviente, animal u hombre, que se cruzara en su camino. Las cifras oscilaban entre una y muchas decenas de fieras salvajes rondando por las calles, mientras las sirenas de la policía no paraban de ulular de acá para allá.

Yo tenía prevista una visita de la ciudad, pero me faltó tiempo para pedirle al chófer que me llevara directamente al zoo. Se puso súbitamente rígido y me vino a decir que ‘niet’. Daba la casualidad de que David, mi conductor asignado para ese día, era ex comandante de la policía y oficial de las fuerzas especiales georgianas que plantaron cara y causaron tantas bajas a los rusos, así que le espeté: “¿tienes miedo?”. Sin decir ni una palabra, dio un súbito volantazo y enfiló el camino del zoo. Tuvimos que pasar uno, dos, tres, cuatro…, qué se yo cuántos controles, pero su carnet de oficial de las fuerzas armadas era como un sésamo que abatía todas las barreras. Lo peor era el tráfico, totalmente embotellado por los controles policiales, pero David, en plan Rambo, se pegaba a las ambulancias y avanzaba con relativa rapidez. Finalmente, en el último control tuvimos que abandonar el vehículo y echar pie a tierra.

El zoo de Tbilisi ocupa, o mejor dicho, ocupaba, un pequeño vallejo en la parte alta de la ciudad, muy cerca, apenas a unos cientos de metros, del restaurante donde me sorprendió la gran tormenta la noche anterior. Encajonado entre abruptas colinas, lo atraviesa un riachuelo que esa noche se desbordó arrastrando inmensas cantidades de barro y piedras. La parte baja del zoo está a un nivel inferior al de la calle desde la que se accede, la llamada Plaza de los Héroes, donde un monolito recuerda los nombres de los más de trescientos soldados que dieron su vida durante la última invasión rusa. Este hecho y las bases de ladrillo de las jaulas hicieron que la mayor parte del barro arrastrados se acumulase allí hasta echar los barrotes abajo y anegar todo el recinto.

La mayoría de las fieras murió ahogada; los animales que pudieron encontrar una salida huyeron despavoridos a los bosques circundantes, donde iban siendo abatidos por la policía. Sólo varios días más tarde se produjo un ataque mortal de un tigre blanco, hambriento, asustado y, seguramente, desesperado. También fue abatido. En ningún momento hubo caos o alteración de la vida cotidiana en el centro de la capital, excepto los embotellamientos en los accesos al zoo, ya que Tbilisi es una ciudad encajonada entre colinas y ofrece pocas rutas alternativas de entrada o salida. David se las sabía todas, desde luego.

En conclusión, una llegada movidita, pero, aparte del susto, todo quedó en nada. La vida cotidiana siguió su curso como si tal cosa y yo me harté de ir y venir por todos los rincones de la ciudad sin percibir la menor sensación de alarma, aparte, claro, de las 27 vidas humanas, y otras tantas de animales, que causó la tormenta.

Lo más sorprendente fueron las declaraciones del Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Georgia, Ilia II, que achacó el hecho a una maldición del cielo porque las rejas que guardaban a los animales habían sido forjadas a partir de las campanas robadas a la iglesia ortodoxa durante el comunismo, añadiendo que se trataba de un lugar maldito y que lo mejor sería reconstruir el zoo en otra parte (y con otras rejas, por supuesto). A la mañana siguiente supe que las autoridades habían decidido seguir el consejo del Patriarca y ya proyectan la construcción de un nuevo zoo en otro asentamiento. Amén.

Sirva esta crónica de urgencia de tributo a la actualidad. En futuras entregas desvelaré las mil maravillas de este país, que tanto se parece a aquella España que muchos aún añoran.

 

Foto principal: Disparan un dardo con un tranquilizante a un hipopótamo en el centro de Tiflis/Reuters

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