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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Turista en Riga

Turista en Riga
Francisco López-Seivane el

Air Baltic me dejó muy temprano en el aeropuerto de Riga. Fue un vuelo rápido y cómodo desde Tallin, que me permitió contemplar desde el aire la desembocadura del río Daugava, apenas diez kilómetros aguas abajo de la capital letona. Al entregarse al mar, el cauce parte en dos la extensa línea de playa que se pierde en el infinito en ambas direcciones. Ahí es donde se ‘pesca’ el ámbar.

Riga, plana, abierta y hermosa, me recibió con empaque de gran ciudad. En mi primera visita, hace muchos años, me alojé en el Hotel Latvia, el edificio más alto e imponente de la ciudad, aunque detrás de su fachada la cutrez soviética lucía en todo su esplendor. Las habitaciones individuales estaban equipadas y ocupadas por diminutos camastros de madera pegados a la pared (mi madre los llamaría camas turcas). Sin embargo, las vistas, magníficas, sobre todo en la fachada sur, permitían contemplar el parque de la Expalanada, las refulgentes cúpulas de oro de la catedral ortodoxa y, al fondo, las torres de las iglesias de la Ciudad Vieja. En la última planta había un bar, cuyos ventanales dominaban toda la extensión de la ciudad. Hoy es un Radisson, la cadena que impera en los tres países bálticos y cuyos hoteles en la región ostentan, por lo general, una estrella por encima de sus prestaciones y merecimientos. Cuando vean cinco, piensen en cuatro; cuando vean cuatro, piensen en tres; y así…

El antiguo hotel Latvia convertido hoy en un Radisson Blu/ Foto: F. López-Seivane

En esta ocasión me alojé en el Bergs, ubicado en un tranquilo y cuidado patio interior, entre terrazas floridas, restaurantes de moda y tiendas de alto estanding. El hotel se ha apañado juntando dos edificios dispares, ladrillo y cemento, y uniéndolos con una superestructura de aluminio y cristal en lo más alto. Es el epítome de eso que ha dado en llamarse hotel boutique. Visto desde fuera no parece gran cosa, pero las habitaciones son sencillamente espectaculares, amplias a más no poder, elegantes, bien amuebladas y con profusión de enchufes y chismes prácticos. Las camas, enormes, duras y acogedoras, suponen una garantía de buen descanso. El restaurante es pequeño, casi íntimo, pero muy bien atendido. En cambio, los recepcionistas, todos hombres, altos, fuertes y hieráticos, parecen más un  equipo de guardaespladas, de esos que no sonríen ni a su mamá. Acojona un poco pedirles un taxi, la verdad. Además, exigen de entrada firmar un depósito de 350 euros, vía tarjeta de crédito, para asegurarse de que nadie se va sin pagar los cacahuetes del minibar. Me pareció un gesto feo e impropio de un establecimiento de esa categoría, así que me negué a ello. Hubo pelea, pero al final se avinieron a saltarse la norma, tras amenazarme con retirarme el minibar. Poca amenaza era eso para mi, que jamás lo abro en ningún hotel. Me siguió pareciendo un gesto inelegante, que, de entrada, me convertía en sospechoso, pero la verdad es que no lo retiraron. He perdido muchas batallas de este estilo en los cinco continentes, pero esa la gané. Si otros viajeros siguieran mi ejemplo y se mantuvieran firmes cuando la ocasión lo requiera, iríamos acabando con los abusos que tantos tiburones disfrazados de hoteleros cometen todos los días en alojamientos de todo el mundo. En honor a la verdad he de añadir que, aunque  no coseché ni un solo gesto amistoso durante toda mi estancia en el Bergs -exceptuando las deslumbrantes sonrisas de Diana, una camarera del restaurante-, el trato fue en todo momento correcto y eficiente.

La sencilla entrada del Bergs, en un patio recoleto/ Foto: F. López-Seivane
Agradable patio con tranquilas terrazas, restaurantes y boutiques, a la entrada del Bergs/ Foto: F. López-Seivane
Diana, camarera del restaurante, la única (y hermosa) sonrisa del Bergs/ Foto: F. López-Seivane

Y luego está el tema de los taxis. Ya venía quemado de Estonia, donde el Radisson Blu de Tallin y otros hoteles de alto estanding tienen acuerdos con una compañía que cobra hasta cuatro veces más que un taxi normal por el mismo servicio. Me hicieron esperar de pie casi una hora, en la fría mañana, por un taxi que no llegaba, sencillamente porque no lo habían pedido. Ante mi protesta, adujeron que tenían un acuerdo con una compañía y no podían pedir taxis de otra. Aprendí la lección… y , en cuanto aterricé en Riga, enseguida me hice con el número de teléfono de la compañía Panda, que acuden con rapidez, funcionan como un reloj y no ponen el contador en marcha hasta que te has sentado y les has dicho a dónde quieres ir. Si no estás a la puerta cuando llegan, te llaman y te esperan pacientemente sin que corra el taxímetro. Los conductores son casi todos rusos, pero adoran al Real Madrid, así que se convirtieron en mis transportistas oficiales durante toda la estancia. Cuando otro día le dije a una recepcionista que me pidiera un Panda y me repitió mecánicamente que tenían un acuerdo con otra compañía, le respondí que yo también tenía un acuerdo con ésta, y era priorotario. Tendrían que haber visto su cara de desconcierto, pero esta vez sí que lo pidió, aunque, por supuesto, sin una sonrisa. Dos a cero.

A la entrada del casco viejo, el Monumento a la Libertad simboliza el espíritu de este pueblo indomable. Ni los rusos se atrevieron a derribarlo. Justo al lado, queda Kolonade, un restaurante de estilo clásico, que asoma sus magníficas cristaleras al parque que hay delante de la Opera, en realidad una zona ajardinada que envuelve el casco viejo por donde antes se extendían las antiguas murallas y el foso, hoy un canal que nace y muere en el Daugava. Nada clásica, en cambio, es su cocina, renovadora y de extraordinaria calidad. Aún recuerdo la trucha que me parecía salmón. Insuperable.

Terraza del restaurante Kolonade, frente a los jardines de la Opera (al fondo)/ Foto: F. López-Seivane

Desde el monumento hasta el río, una ebullente arteria peatonal, Kalku iela, atraviesa en línea recta, como una flecha, el corazón de la ciudad hasta la Plaza del Ayuntamiento, donde se han reconstruido íntegramente el antiguo Ayuntamiento y la célebre Casa de las Cabezas Negras, que fueron víctimas de la última gurrra mundial y hoy constituyen de nuevo una formidable muestra de ese gótico de ladrillo rojo que caracteriza a tantos monumentos de la ciudad, aunque ninguno tan bello, singular y ‘barroco’ (valga el contradiós) como éste. Con la torre de la iglesia de San Pedro como fondo -el mejor mirador de la ciudad vieja-, este maravilloso conjunto arquitectónico constituye sin duda la imagen más característica de la capital báltica.

Impresionante fachada de la Casa de las Cabezas Negras. Esta foto la tomé en un viaje anterior, en invierno / Foto: F. López-Seivane
Esta es la foto más actual. Quédense con la que más les guste/ Foto: F. López-Seivane

Bien, pues al principio de esa calle se encuentra Kalku Varti, uno de los más interesantes restaurantes de la ‘nueva cocina’ letona, un intento bastante logrado, a mi juicio, de renovar la potente cocina tradicional con otra más saludable, actual y creativa, basada siempre en la notable calidad de los productos locales. Muy recomendable. Al final, queda el río, amplio y majestuoso, con sus modernos puentes y su agradable paseo peatonal. Siguiendo éste aguas abajo, se llega enseguida al Castillo de Riga, residencia actual del presidente de la República. Justo enfrente, una extraña urna de cristal guarda la imagen de un gigante con un niño a hombros. Esa imagen, réplica de la original, tallada en madera en 1683 y expuesta en el Museo de la Historia y la Navegación, encarna la leyenda de los orígenes de la ciudad. Se la cuento el próximo día, que hoy me he entretenido mucho en cuestiones menores.

Terraza del resturante Kalku Varti en el emplazamiento más frecuentado del la Ciudad Vieja/ Foto: F. López-Seivane
Exposición de obras de Dalí en la calle Kalku, casi frente al restaurante Kalku Varti/ Foto: F. López-Seivane
Castillo de Riga, desde el río Daugava/ Foto: F. López-Seivane
La urna con el gigante, un misterio que aclararé en la próxima crónica/ Foto: F. López-Seivane

Las imágenes que acompañan esta crónica han sido tomadas con una cámara Fujifilm X-E2

Imagen de portada: Terraza del restaurante Kalku Varti 

 

 

 

 

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Francisco López-Seivane el

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