Pocos son los viajeros que, tras visitar los templos de Angkor, se animan a viajar a Phnom Penh, la capital de Camboya. Pero de los que lo hacen, todavía son menos los que se pasan por Tuol Sleng. Este extraño museo, también conocido como S-21, fue durante años la antesala de la muerte, una temible prisión en la que más de catorce mil personas fueron brutalmente torturadas antes de ser asesinadas inmisericordemente durante el régimen de Pol Pot. Sólo ocho de ellas lograron sobrevivir. Antes de la llegada de los jemeres rojos a Phnom Penh, en 1975, no era más que un moderno y agradable instituto de enseñanza media. Ahora es el Museo del Genocidio.
El lugar sigue teniendo una sorprendente apariencia de normalidad: tres edificios de tres plantas enmarcando la amplia pradera donde los estudiantes solían pasar sus horas de recreo. Pero los jemeres rojos lo convirtieron en un ámbito de horror y tortura. El primer edificio lo destinaron a los prisioneros de alto rango, militares de graduación o políticos en activo. Las aulas del segundo fueron divididas con precarias paredes de ladrillo en diminutas y desnudas celdas individuales de cuatro metros cuadrados, en las que los prisioneros permanecían todo el día sujetos por grilletes al suelo. Sólo salían para las diarias sesiones de tortura (‘interrogatorios’) que tenían lugar en el tercer edificio: descargas eléctricas, arrancamiento de uñas, ahogamiento en una bañera llena de aguas fecales, latigazos…
Daba igual cual fuera el resultado de los interrogatorios Si un detenido hablaba o callaba, si se confesaba opositor o si mostraba simpatía por la causa de Pol Pot, era lo mismo. A los doce días todos indefectiblemente eran llevados en camiones a los Campos de Extermino de Choeung Ek, a las afueras de la ciudad, donde eran ejecutados y sus cuerpos enterrados en fosas comunes (Killing Fields fue el título original de la película Los gritos del silencio que relata aquellos hechos). Sólo ocho personas de las miles que pasaron por la S-21 lograron sobrevivir. Todos ellos tenían oficios (mecánicos, pintores, etc.) que los jemeres de Pol Pot encontraron útiles. Los demás, sin excepción, fueron liquidados sin juicio y sin motivo. Las razones las explica muy bien la frase que los prisioneros oían todos los días y a todas las horas de sus interrogadores: “Mantenerte vivo no nos supone ninguna ventaja, ni aniquilarle ninguna pérdida”
Todos estos detalles y muchos más me los contó Chum Mey, uno de los supervivientes que quedaron con vida, y seguramente el único que aún respira, mientras me mostraba la celda que ocupó y me detallaba las torturas que le infligieron, algunas perfectamente visibles aún en su cuerpo, a pesar de los más de cuarenta años transcurridos. “Sólo nos daban un poco de agua y dos cucharaditas pequeñas de arroz al día. Vivíamos completamente aislados y sin ningún contacto entre nosotros. A mi, todos los días me ponían descargas eléctricas. Después, me iban arrancando con alicates las uñas de los pies, una a una. A veces, me colgaban de los pies y me bajaban con una polea hasta que la cabeza me quedaba totalmente sumergida en una bañera de aguas fecales. Era espantoso.”
A sus casi noventa años, Chum dice sentir aún miedo. Cuatro de los guardias que le custodiaron y torturaron viven tranquilamente en Phnom Penh sin que nadie les pida cuentas. Pero él me asegura que no busca venganza, sólo quiere olvidar… Si se pasan por Phnom Penh, una ciudad, por lo demás, agradable y barata, no dejen de visitar este ‘museo’. Es altamente educativo y una muestra irrefutable de las zonas oscuras que esconde nuestra condición de humanos.
Para dimes y diretes: seivane@seivane.net
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