Si bien, como decía en mi crónica anterior, el resultado de la embajada de Clavijo a Samarcanda fue incierto, diplomáticamente hablando, sin embargo su periplo resultó extremadamente informativo por el testimonio que trajo de los lujos de la corte timúrida y de los usos y costumbres de los reinos islámicos, seguidores de “la secta de Mahoma”, que el español relató detalladamente a su regreso.
Aunque Tamerlán recibió al principio con grandes honores a la delegación española, poniéndola por delante, incluso, del embajador chino que había acudido a la corte en demanda del debido tributo que el gran Timur se había negado a pagar los tres últimos años, al final, preocupado por los preparativos para su inminente invasión de China, ya viejo y enfermo, ni siquiera se despidió de Clavijo, ni respondió la carta del rey de España que éste había traído consigo. El 21 de noviembre de 1404, dos meses y medio después de su llegada a Samarcanda, la comitiva de Castilla inició el regreso, vía Bujará, para conocer poco después la muerte de Tamerlán. Este hecho dio lugar a numerosas revueltas en toda la región y acabó con Clavijo detenido durante seis meses en Tabriz por un sobrino de Tamerlán, señor de Persia, quien le despojó de todos los regalos con que había sido obsequiado para su rey.
La hazaña de Clavijo no traspasó la historia, al no haber dejado su idioma, ni traer consigo el oro, los brillantes, las alhajas, las sedas, los tafetanes o las especias que tan bien describió en su libro. No dejó nombres españoles, ni religión, ni costumbres, y tampoco llevaba armas, ni mató, ni guerreó con nadie, todos ellos elementos imprescindibles de cualquier gesta en aquella época. Además, con el ocaso de la Ruta de la Seda, al descubrirse un siglo más tarde la ruta del mar por Vasco de Gama, Asia Central enseguida perdió el interés geoestratégico de que había gozado hasta entonces. Pero su relato de la vida de aquellos días y particularmente su descripción de la ciudad de Samarcanda dejaron una huella imborrable en las cortes europeas, que ha durado hasta nuestros días:
“La ciudad de Samarcante –escribió Clavijo en su Embajada a Tamerlán– está asentada en un llano y cercada por un muro de tierra y fosas muy hondas. Es poco mayor que Sevilla. En las afueras de la ciudad hay un gran número de casas distribuidas como en barrios y numerosas huertas y viñedos que forman un perímetro de varios kilómetros en derredor. Entre estas huertas hay calles y plazas muy pobladas, hasta el punto de que lo de fuera de los muros es más pueblo que lo que está cercado. Entre estas huertas de fuera se hallan las casas de los nobles y el Señor también tiene allí sus palacios. Tantas son estas huertas y viñas, que cuando un hombre llega a la ciudad no parece sino un bosque de muy altos árboles, y la ciudad asentada en medio. Y por entre dichas huertas y por el centro de la ciudad corren muchas acequias de agua, que riegan melonares y algodonales. Los melones de esta tierra son muchos y muy buenos. Por Navidad hay tantos melones y uvas, que es maravilla cómo se gastan y comen. En las aldeas sobran tantos que los desecan y hacen de ellos como de los higos, que duran de un año a otro. Los cortan al través en pedazos grandes, les quitan la corteza y los ponen al sol. Cuando están secos, los tuercen unos con otros, los meten en unas seras y allí los tienen de un año a otro.
Fuera de la ciudad hay grandes llanuras y numerosas aldeas que el Señor hizo poblar con gentes de las tierras que conquistaba. Esta tierra está muy abastecida de todo, tanto de pan como de vino y de carnes, frutas y aves. Un par de carneros grandes no valen más de un ducado y por medio real dan fanega y media de cebada. De pan cocido hay tanto que no puede haber más y el arroz es infinito. Tan gruesa y abastecida es esta ciudad que su nombre propio es Cimesquinte, que quiere decir aldea gruesa. Cimes por grueso y Quintes por aldea. De aquí tomó su nombre Samarcante. Y el abastecimiento de esta tierra no es sólo de viandas, sino de paños de seda, setunis, camocanes, cendales, tafetanes y tercenales, que se hacen allí muchos. Y forraduras de seda, y tinturas, y especiería, y colores de oro y de azul, y de otras muchas cosas.
El Señor Tamerlán tenía tan gran voluntad de ennoblecer esta ciudad que de todas las tierras que conquistó hizo llevar gente para que la poblasen y, señaladamente, maestros de todas las artes. Así los que saben tejer paños de seda, como los que hacen arcos, y armeros, y los que labran el vidrio y el barro, que se dice que estaban allí los mejores del mundo. Trajo ballesteros de Turquía, y plateros y todos los oficios que se quiera. Llevó maestros de ingenios y lombarderos, y los que hacen las cuerdas para los ingenios; y éstos sembraron cáñamo y lino, que eran desconocidos en esta tierra hasta entonces. Y tantas gentes hizo traer de todas las naciones, así hombres como mujeres, que se decía que eran más de 150.000 entre turcos, árabes, moros, cristianos armenios, griegos católicos, nascorinos (nestorianos) y jacobitas, de los que se bautizan con fuego en el rostro, que son cristianos de ciertas opiniones.
Eran tantos los extranjeros, que no cabían en la ciudad, y vivían fuera, bajo los árboles, y en cuevas. También venían mercaderías de todas partes: cueros y lienzos de Rusia y de Tartaria, sedas, almizcle, aljófar, ruibarbo, balajes y diamantes de Catay (China), de donde proceden las cosas mejores y más preciadas de cuantas allí vienen. Las gentes de ese país dicen de sí mismas que son las más sutiles del mundo, puesto que ellos tienen dos ojos, mientras los moros son ciegos y los europeos no tienen más que uno, así que ellos llevan ventaja en lo que hacen a todas las naciones del mundo. De la India llegan las especias menudas, nueces moscadas, clavos de jirofe, canela, gengibre, maná y otras muchas que no llegan a Alejandría. Por la ciudad hay muchas plazas en que se vende carne cocida, y gallinas, y perdices, y faisanes muy limpiamente adobados.
En un extremo de la ciudad hay un castillo rodeado de unas quebradas muy hondas que le hace un arroyo. En este castillo tiene el Señor su tesoro y no entra ningún hombre, salvo el Alcaide. Allí había más de mil hombres cautivos, que eran maestros de hojas y de bacinetes y de arcos y flechas, que todo el año labraban para el Señor. Y cuando éste partió para destruir Damasco y hacer la guerra a Turquía, mandó que todos los que con él habían de ir en hueste llevasen consigo a sus mujeres, si así lo quisiesen, por cuanto entendía estar fuera de aquella ciudad siete años, haciendo la guerra a sus enemigos.”
Como colofón les diré que Santiago Ruiz Morales, quien fuera cónsul de Uzbekistán en Madrid y gran amigo de este cronista, me contó en una ocasión que Tamerlán bautizó un pueblo próximo a Samarcanda con el nombre de Madrid (Motrit en uzbeko), en memoria de Clavijo, el primer europeo en visitar su corte, que hoy es un barrio de casas bajas en la actual Samarcanda. En 2004, se firmó un hermanamiento entre ambas ciudades, Madrid y Samarcanda, como resultado del cual una de las principales arterias de esa ciudad se denomina Calle de Ruy González de Clavijo. Traten de buscarla en las proximidades del Mausoleo del gran Tamerlán cuando visiten la legendaria Samarcanda, donde, como en tantos lugares del mundo, no podía faltar la huella de España.
La imagen de la portada es cortesía de Alexandra Khabibulina
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Para profundizar en el conocimiento de Samarcanda y otros lugares de Asia Central, recomiendo leer ‘Viaje al Silencio’ (Alianza Bolsillo)