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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

La bahía de Halong

La belleza se convierte en magia en este rincón del nordeste de Vietnam, entre aguas quietas y elevadas islas de piedra caliza con selvas tropicales en sus cumbres

La bahía de Halong
Deslizarse al amanecer entre los karts de la Bahía de Halong es una experiencia mística.
Francisco López-Seivane el

Halong es uno de los lugares más mágicos que jamás he visitado. Durante el día, su belleza se diluye en el trajín de los barcos cargados de turistas, pero al anochecer, un cielo teñido de púrpura engalana las infinitas crestas que emergen por doquier. La belleza se convierte entonces en magia. El horizonte, perfilado de sombras, no es más que el marco de un espectáculo inenarrable. No se escucha el crujir de una sola jarcia en las noches de Halong, en las que la brisa amaina, la calma se apodera de todo y la inmovilidad de las aguas más quietas del mundo nos lleva a pensar que estamos en un abrigado lago antes que en el Mar de la China.

La noche en Halong es un sueño en calma, en el que paisaje y la imaginación se funden y confunden

Pero describir un paisaje es el peor pecado de un escritor; siempre queda cursi y pretencioso. En las noches de la bahía de Halong, la belleza no está tanto en lo que se ve como en lo que se siente, en esa paz mimética que se apodera de uno. Se diría que, entre los miles de islotes rocosos que erizan la bahía, habita un gran genio con poder sobre las fuerzas de la naturaleza. La leyenda ya nos habla de un dragón de dimensiones colosales que, deseando regresar al mar, fue abriendo surcos gigantescos con su enorme cola, a medida que avanzaba. Las aguas cubrieron prontamente esos surcos, dejando únicamente sobre la superficie las tierras más altas y formando así la asombrosa bahía de Halong, cuyo nombre literal quiere decir algo así como ‘cuando el dragón desciende al mar’. Hay quien piensa que el espíritu de la bestia aún vive en estas aguas, imponiendo su poder sobre el viento y los elementos, que no osan interrumpir su sueño eterno.

Poco importa la magia a los pescadores que viven en casas flotantes entre sus formidables picachos

A la mañana siguiente amanecimos envueltos en el silencio, en medio de unas aguas mansas erizadas de picachos. La magia de la noche no sólo no se había perdido, sino que se encendió con el alba. Aquello parecía un lago de ensueño, pero era un fabuloso laberinto de islas y canales que cambiaban de color a cada instante. El junco se puso suavemente en movimiento, mientras algunos se preguntaban si el capitán sería capaz de sacarnos de allí. Pero el oficial estaba más en la geografía y en la geología que en la poesía y nos llevó a visitar algunas de las más extraordinarias cavernas formadas por la erosión de estos karsts de blanda piedra caliza.

Deslizarse al amanecer entre los karts de la Bahía de Halong es una experiencia mística.

Para acceder a la cueva de Hang Dau Go, que los franceses llamaban la Gruta de las Maravillas, hay que subir noventa peldaños. En la primera de sus tres cámaras, el agua ha formado caprichosas figuras que parecen representar una asamblea de gnomos entre agudas estalactitas, pero  es en la tercera cámara donde el gran héroe nacional, Tran Hung Dao, escondió en el siglo trece las afiladas estacas de bambú que sus hombres clavarían más tarde en el lecho del río Bach Dang, de tal manera que la marea alta las cubriera por completo y dejara atrapados a los barcos mongoles en la bajamar. Los hijos de Gengis Khan, que habían aprendido de los chinos el arte de la navegación, sufrieron una derrota humillante y perdieron todos sus barcos, lo que impidió que el imperio mongol se extendiera también por  Vietnam. No es de extrañar que Tran Hung Dong, el nombre de la cueva, se traduzca como “Gruta de las Estacas de Bambú”.

No es infrecuente encontrar grutas de ensueño en Halong

Ya de regreso a Hanoi, visité el pueblo de Le Mat, muy próximo a la capital, conocido por sus múltiples lugares especializados en la degustación de serpientes. El dueño de O Sin, uno de los comedores más reputados, es un antiguo combatiente de la guerra de Vietnam, sección vietcong, a quien le falta el dedo índice de la mano izquierda. Él mismo se lo seccionó de un tajo, tras haber sido picado por una cobra. De no haberlo hecho así, hubiera muerto en pocos minutos. Me dice que un cazador de serpientes jamás sale sin su machete. Muchos veteranos de la guerra sobreviven de este modo, ya que el consumo de serpientes es un negocio floreciente por aquellas tierras. Los clientes pueden seleccionar la que prefieran de una jaula infestada de ellas. La ceremonia comienza seccionándole la cola al reptil de un tajo, mientras alguien la sostiene, aún viva, entre las manos. La sangre se vierte en un vaso, al que se añade enseguida vino de arroz que se conserva en grandes botellas en las que se ha sumergido el cuerpo entero de una culebra. Todos los presentes comparten el brebaje, como si fuera una comunión, convencidos de sus poderes curativos y afrodisíacos. El último, tragará además el pequeño corazón que todavía late. Mientras, se le ha retirado la piel a la serpiente que comienza a ser troceada. Hasta diez platos distintos figuran en el menú que se ofrece a los comensales, incluyendo sopa, torreznos de piel frita, albóndigas con limón o rollos de primavera.

  • ¡Cosas veredes, amigo Sancho!

(No hace falta añadir que no probé ni un bocado)

 

 

 

 

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