Anda todo el mundo en Madrid parapetado tras sus ventanas, contemplando con asombro la ‘nevada del siglo’, como la llama Ignacio Camacho desde su lobera en Sevilla. Los servicios meteorológicos han declarado el Estado de Alarma en toda la Comunidad y las gentes se preparan como si estuviera al caer una nueva era glacial. No me hagan reír, por favor. Ignacio, si hace falta, te invito a ir a Barruelo de Santullán, en plena Montaña Palentina, y que te cuenten los viejos del lugar como eran las nevadas allí hace cincuenta años, aunque algo te puedo anticipar. Lo he contado más veces, desde luego, pero no me importa repetirlo para beneficio de las nuevas generaciones.
A lo largo de mi vida he merodeado por las faldas del Anapurna, he pisado más de un glaciar en la cordillera andina y he cometido la insensatez de invernar en Siberia. Frío, he pasado todo el que quieran, pero nevar, lo que se dice nevar, en ningún sitio he visto las nevadas que caían en mi infancia en Barruelo. En el Ártico descubrí que las primeras víctimas del frío son las orejas. En Canadá, donde pasé algunas Navidades a -25º bajo cero, el aire daba la impresión de cortar la cara como una cuchilla de afeitar. La extraordinaria solidaridad de ese país se ha fraguado en la lucha encarnizada contra su enemigo común: el invierno, algo que yo ya había vivido en mi infancia barruelana.
No tendría ni diez años, y ya me despertaba muchas mañanas con la cama cubierta por la nieve que metía la cellisca durante la noche en mi habitación. En no pocas ocasiones, me tocó tirar de pala y abrir senda para poder salir de casa. No se trataba de echar cuatro paladas. Era una labor de horas, escalonando la nieve hasta llegar a la superficie, tres o cuatro metros más arriba. Algunos vecinos salían directamente por la ventana del primer piso de sus viviendas y otros ni siquiera salían en todo el invierno. Hasta tres y cuatro semanas se quedaba el pueblo totalmente incomunicado cada año. Y no pasaba nada. Los niños rara vez dejábamos de ir a la escuela y la vida seguía como si tal cosa. Las familias se reunían a jugar a la brisca o al julepe. Luego, asaban patatas y castañas mientras se escuchaba el parte en Radio Nacional. El peor mal eran los sabañones que nos picaban indefectiblemente de diciembre a mayo.
Viene esto a cuento del revuelo que se arma ahora en el país cada vez que caen unos cuantos centímetros de nieve aquí o allá. Viendo la televisión, tiene uno la impresión de que una nueva era glacial nos acecha sin remedio. Yo llamo a mi pueblo para ver cuánto ha nevado y me dicen que apenas cuatro copos. Ya no nieva como antes y es una lástima -año de nieves, año de bienes-, pero los medios de comunicación tienen el poder de convertir una modesta nevada en una emergencia nacional.
Diré, para provecho de los más jóvenes, que quedarnos incomunicados por la nieve nos causaba, en mis tiempos, una profunda alegría. Jamás lo viví como una tragedia. Nuestro pequeño universo rural era, de pronto, cuanto existía en el mundo. Nadie entraba ni salía de él. Y no necesitábamos nada. La comunicación y la solidaridad entre todos los vecinos bastaba para solucionar cualquier problema. Se repartía la comida, se atendía a los enfermos, se formaban cuadrillas de jóvenes para llegar hasta los hogares más humildes, donde vivían personas solas o mayores, y se cubrían sus necesidades. Los mineros de asueto espalaban los neveros que cubrían por completo las casas más bajas, desafiando la ventisca con simples pasamontañas. Y si había algún parto, allí estaba la señora Benita, la comadrona, para lo que hiciera falta. Se respiraba en el pueblo un espíritu y una alegría muy especiales que no he vuelto a sentir desde entonces. Y es que nada une más a una comunidad que un duro invierno, como saben muy bien los canadienses. Hasta el punto de que recibíamos casi con tristeza a la primera máquina quitanieves que lograba abrirse paso.
En Barruelo todo son subidas y bajadas, no hay tierra plana. Pero como una imagen vale más que mil palabras, en este vídeo se puede ver fehacientemente.
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