Hubo una época, tras la extinción de la difunta Unión Soviética, en la que los escasos visitantes que se acercaban a Riga se pasaban las horas pateando la ciudad para tratar de descubrir edificios modernistas. Hoy hay ya más de setecientos cincuenta catalogados y el juego consiste en descubrir algún rincón en el que no se divise ninguno. Algo harto complicado, a menos que uno se adentre en la parte ‘soviética’ de la ciudad.
En mi primera visita, a principios de los noventa, me llamó la atención poderosamente el silencio que imperaba en la ciudad vieja. Recuerdo haber caminado durante horas por sus callejuelas, especialmente durante las largas noche de invierno, sin otro sonido que el que producían mis propios pasos sobre el empedrado. Si alguna vez me cruzaba con alguien, era poco más que una sombra silenciosa. En ocasiones, encontraba grupos de jóvenes que entraban o salían de los bares, se supone que con unas cuantas cervezas entre pecho y espalda, pero seguían siendo sombras silenciosas que se deslizaban como fantasmas en la noche. Incluso dentro de los locales de ocio la gente hablaba en susurros.
Me gustaba aquel silencio desacostumbrado que envolvía mis paseos en un halo de intimidad. Lo he echado mucho de menos estos días en los que pude comprobar que el silencio y la soledad habían desaparecido de las calles, junto al viejo empedrado. La arquitectura urbana y el consumo desaforado se han apoderado de las plazas, llenándolas de terrazas con feos parasoles que interrumpen la vista de las fachadas. ¡Bienvenidos a la modernidad! Hasta la Plaza del Domo, donde en invierno se instalaba todos los años una pista de hielo sobre la que me encantaba deslizarme y bancos y mesas de madera para beber vino caliente, ha sucumbido a la invasión del turismo. Lo mismo que la ajardinada y bucólica Plaza Livu, con sus banquitos invitadores. Ahora está llena de tenderetes. Levanto la vista para mirar el gato que corona el edificio modernista más famoso de la ciudad y caigo en la cuenta de que tiene el espinazo encrespado, en ese gesto de máxima tensión tan característico de los felinos. De pronto me doy cuenta de que una parte de mi sufre un escorzo semejante. El casco histórico, relimpio, reluciente y abarrotado de turistas, tiene ahora algo de parque temático, pero ya no le encuentro ese alma invisible que le daba carácter. Sólo veo turistas bebiendo cerveza en las terrazas. Y algún gamberro que otro. La vieja Riga es muy atractiva y me pregunto si no terminará muriendo de éxito, pero me da la impresión de que los turistas están felices en ese extraordinario escenario. Quizá yo debiera estarlo también, pero la nostalgia me mata.
No sé si influido por un impulso subconsciente que me invitaba a alejarme de las cosas terrenales, y aprovechando que han puesto un cómodo ascensor para subir a la torre de la iglesia de San Pedro, decidí asomarme al mejor mirador que hay en la vieja Riga. El día estaba resplandeciente y saqué un montón de fotos, aunque no sin dificultades. El espacio es muy angosto allá arriba y estaba abarrotado de turistas haciéndose selfies con sus teléfonos. Alguien me dijo que ahora hay muchos otros miradores en la ciudad y tomé buena nota.
Fuera del casco histórico, Riga sigue siendo una ciudad con empaque. En la calle Elizabetes, frente a la Esplanade, está el Radisson Blu (antiguo hotel Latvia), cuyo Sky Bar es todavía un lugar de moda con magníficas vistas. Ya lo conozco y pasé de subir. Muy cerca, sin embargo, en Dzirnavu iela, hay un moderno centro comercial de gran éxito. No queda más remedio que atravesar toda la planta baja, llena de tiendas de afamados diseñadores italianos, antes de dar con un ascensor, al fondo, que sube directo al último piso. ¡Qué pedazo de terraza, con sus parterres de flores, asomada de puntillas sobre los edificios colindantes! Las vistas no son comparables a las del Sky Bar del Radisson, desde luego, pero sentarse allí a tomar una copa o cenar al aire libre me pareció un plan muy atractivo.
Ya puestos a disfrutar de Riga a vista de pájaro, me tentó, a la puesta del sol, buscar una atalaya que me permitiera captar la Academia de Ciencias, un rascacielos soviético calcado de otro que he visto muchas veces en Moscú. Mi instinto me llevó a buscar las alturas de otro centro comercial de corte más popular, Obrigo, que se encuentra muy cerca de la estación. Tras una laboriosa indagación, alguien me dijo que desde el aparcamiento de las plantas inferiores se puede subir directo a lo más alto. Descubrí con sorpresa un delicioso barecito con paredes de cristal en tres lados. Estaba casi vacío y pude disparar a mis anchas hacia oriente, donde destacaba, imponente, la peculiar arquitectura de la Academia de Ciencias; y hacia poniente, donde la aguda aguja barroca de la torre de San Pedro se clavaba en un cielo encendido de bellísimos colores. Al norte, resplandecía orgullosa la esbelta figura del Radisson Blu Latvia, iluminada en oro por los últimos rayos del ocaso. Fue un espectáculo bellísimo que redimió mi alma de los sinsabores de la mañana.
Todavía me quedaba asistir a la celebración del cuarto aniversario del Centro Cultural Español Séneca. Está en la calle Barona, no muy lejos de mi hotel, pero estaba cansado y pedí un Panda. En el patio comunitario del bloque de estilo soviético habían montando una carpa que amparaba un bufé, un escenario y un bar. Entre las primeras sombras de la noche alcancé a distinguir numerosas cabezas rubias extasiadas con los malabarismos de los barman, una pareja de artistas letones que, según me dijeron, hacen su agosto en Ibiza todos los años. Me vencía la fatiga de un largo día y el relente me calaba hasta el alma, sin embargo no podía apartar los ojos de otra pareja local que bailaba una salsa impecable, si, pero como de alta escuela, sin la pasión que le pondría cualquier cubano o portorriqueño. El alma de la fiesta era el propio director, Javier Fernández Cruz, un cacereño chaparro, talentoso, desenvuelto y carismático, un auténtico showman que imantaba la mirada de todas las chicas y en quien se basa gran parte del éxito del Centro Séneca. Lo mismo presentaba, que cantaba y bailaba. Por momentos, tuve la impresión de encontrarme en un party para turistas en cualquier rincón de España. Javier, licenciado en filología, está casado con una joven letona y es padre de dos hijos que se dicen ‘letoñoles’. Junto a él, un equipo de profesores jóvenes, Jorge, Begoña…, se encarga de introducir nuestra lengua y cultura a un numeroso grupo de estudiantes. A juzgar por lo que vi, lo hacen muy bien y con una entrega admirable. Todos ellos confiesan estar felices en Riga y, de momento, no tienen planes de volver a casa. Estupendo, chicos, que os sea leve el invierno.
A la mañana siguiente pedí un taxi Panda nada más desayunar y me presenté en la Academia de Ciencias, el último de los miradores. Pasé como pude por la taquilla y me las arreglé para llegar por mis propios medios hasta una terracita exterior que circunda una de las plantas superiores. Aunque el día amaneció radiante, el viento era gélido y molesto en las alturas. Pude ver Riga desde otra perspectiva y asomarme al otro lado del río, donde destacaba la futurista silueta triangular de la nueva Biblioteca Nacional. También descubrí las naves gemelas que conforman el nuevo Mercado y el Monumento al Holocausto, que queda justo debajo. Me quedé mirando largo rato la otra orilla del Daugava, un lugar que jamás había visitado, y me hice el firme propósito de acercarme por allí al día siguiente. Pronto lo contaré.
Las imágenes que ilustran están crónica están tomadas con un a cámara Fujifilm X-E2
La foto de portada muestra la Plaza Livu desde la torre de la iglesia de San Pedro/ Foto: F. López-Seivane
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