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Blogs Cosas del cerebro por Pilar Quijada

“¿Por qué no se suicida usted?”

“¿Por qué no se suicida usted?”
Pilar Quijada el

Esta pregunta era la que solía hacer el psiquiatra Victor Frankl a sus pacientes más desesperanzados. Su intención no era animarles a quitarse la vida, sino todo lo contrario. “Muchas veces, de las respuestas extrae una orientación para la psicoterapia a aplicar: a éste, lo que le ata a la vida son los hijos; al otro, un talento, una habilidad sin explotar; a un tercero, quizás, sólo unos cuantos recuerdos que merece la pena rescatar del olvido. Tejer estas tenues hebras de vidas rotas en una urdimbre firme, coherente, significativa y responsable es el objeto con que se enfrenta la logoterapia, que es la versión original del Dr. Frankl del moderno análisis existencial”, explica el psicólogo Gordon Allport, uno de los fundadores de la psicología de la personalidad, en el prólogo al libro “El hombre en busca de sentido” cuyo autor es precisamente Frankl.

¿Y con qué autoridad el doctor Frankl hacía esa provocadora pregunta a sus pacientes? Con la que le daba su historia personal en los campos de concentración de la Alemania nazi, incluido Auschwitz. Allí estuvo recluido y vio morir a su padre. Perdió también a su hermano, su madre y a su esposa. Sólo él y una hermana suya lograron sobrevivir al horror. En lugar de desesperarse, Frankl decidió ejercer como terapeuta de sus compañeros de penurias, para ayudarles a encontrar un sentido a sus vidas en medio de la sinrazón y el horror.

Prisionero, durante mucho tiempo, en los bestiales campos de concentración, él mismo sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda. Sus padres, su hermano, incluso su esposa, murieron en los campos de concentración o fueron enviados a las cámaras de gas, de tal suerte que, salvo una hermana, todos perecieron. ¿Cómo pudo él —que todo lo había perdido, que había visto destruir todo lo que valía la pena, que padeció hambre, frío, brutalidades sin fin, que tantas veces estuvo a punto del exterminio—, cómo pudo aceptar que la vida fuera digna de vivirla ? El psiquiatra que personalmente ha tenido que enfrentarse a tales rigores merece que se le escuche, pues nadie como él para juzgar nuestra condición humana sabia y compasivamente”, continúa Allport.

“Pero una cosa os suplico, continuó [el jefe sanitario de las SS], que os afeitéis a diario, completamente si podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para ello… aunque tengáis que desprenderos del último pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que vuestras mejillas parezcan más lozanas. Si queréis manteneros vivos sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo. Si alguna vez cojeáis, si, por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. (…) Así que recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y no tendréis por qué temer al gas. Todos los que estáis aquí, aun cuando sólo haga 24 horas, no tenéis que temer al gas, excepto quizás tú.” Y entonces señalando hacia mí, dijo: “Espero que no te importe que hable con franqueza.” Y repitió a los demás: “De todos vosotros él es el único que debe temer la próxima selección. Así que no os preocupéis.” Y yo sonreí. Ahora estoy convencido de que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo aquel día”, narra Frankl.

Es por eso que para Frankl, en medio de aquel horror, el suicidio no tenía sentido. Esa opción no era más que hacerle el juego al enemigo, precipitar lo que con una elevada probabilidad iba a ocurrir. El reto era vivir contra todo pronóstico. “Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños, obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida de una forma vívida que ningún sueño, por horrible que fuera, podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y a la que estaba a punto de devolverle”, explica en “El hombre en busca de sentido”.

Psicoterapia en Auswchitz

“Las oportunidades para la psicoterapia colectiva eran limitadas. El ejemplo correcto era más efectivo de lo que pudieran serlo las palabras. Los jefes de barracón que no eran autoritarios, por ejemplo, tenían precisamente por su forma de ser y actuar mil oportunidades de ejercitar una influencia de largo alcance sobre los que estaban bajo su jurisdicción. La influencia inmediata de una determinada forma de conducta es siempre más efectiva que las palabras. Pero, a veces, una palabra también resulta efectiva cuando la receptividad mental se intensifica con motivo de las circunstancias externas”, explica Frankl.

Nos encontrábamos en las horas más bajas. Apenas se decía palabra y las que se pronunciaban tenían un tono de irritación. Entonces, y para empeorar aún más las cosas, se apagó la luz. Los estados de ánimo llegaron a su punto más bajo. Pero el jefe de nuestro barracón era un hombre sabio e improvisó una pequeña charla sobre todo lo que bullía en nuestra mente en aquellos momentos. Aseguraba que tenía que haber algún medio de prevenir que futuras víctimas llegaran a estados tan extremos. Y al decir esto me señalaba a mí para que les aconsejara. Dios sabe que no estaba en mi talante dar explicaciones psicológicas o predicar sermones a fin de ofrecer a mis camaradas algún tipo de cuidado médico de sus almas. Tenía frío y sueño, me sentía irritable y cansado, pero hube de sobreponerme a mí mismo y aprovechar la oportunidad. En aquel momento era más necesario que nunca infundirles ánimos” señala.

Y les habló de la importancia de encontrar un sentido a la vida, incluso en medio de sus muchas penalidades. Y les animó a sentir la presencia de algún ser querido. “Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperanzas, antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le decepcionáramos. Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso tenía un significado. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza, no hallarían dificultades para entenderlo. Les hablé de un camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que amaba de un doloroso final. Mis palabras tenían como objetivo dotar a nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada. Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se encendieron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis camaradas se acercaron renqueantes hacia mí para darme las gracias, con lágrimas en los ojos”. Las palabras de Frankl y el ejemplo del jefe del barracón hicieron que muchos de aquellos hombres aguantaran con vida hasta lograr salir de aquel infierno.

Y sin embargo en situaciones menos desesperadas, muchas personas pierden el sentido de su vida, no encuentran a esa persona que les observe en los momentos difíciles, como decía Frankl. Han perdido todos sus lazos afectivos y sociales, hasta el punto de sentirse desesperados y renunciar a su vida.

El recuerdo de Frankl tiene sentido ahora que muchas familias lloran a algún ser querido por el trágico accidente aéreo de Los Alpes. Aunque las investigaciones no han concluido se apunta al joven copiloto. De ser ciertas las conjeturas de los expertos que estudian el caso, el copiloto habría perdido esos objetivos por los que luchar, se había desconectado de seres queridos y amigos cuyo recuerdo podrían dar sentido a su vida.

¿Estamos en una sociedad en la que cada vez las relaciones son más virtuales y menos profundas? ¿En la que quizá es difícil encontrar a un Frankl o a un jefe de barracón capaz de olvidar sus propias miserias para estar atentos a las vidas de los demás y servirles de ejemplo para ir contra corriente y pensar que, incluso en las condiciones más adversas, las cosas pueden cambiar?

De nuevo Frankl parece tener la respuesta

“Permítaseme citar el caso del Dr. J. Es el único hombre que he encontrado en toda mi vida a quien me atrevería a calificar de mefistofélico, un ser diabólico. En aquel tiempo solía denominársele “el asesino de masas de Steinhof, nombre del gran manicomio de Viena. Acabada la guerra, cuando regresé a Viena, pregunté lo que había sido del Dr. J. “Los rusos lo mantenían preso en una de las celdas de reclusión de Steinhof, me dijeron. “Al día siguiente, sin embargo, la puerta de su celda apareció abierta y no se volvió a ver más al Dr. J.”. Posteriormente, me convencí de que, como a muchos otros, sus camaradas le habían ayudado a escapar y estaría camino de Sudamérica. Más recientemente, sin embargo, vino a mi consulta un austríaco que anteriormente fuera diplomático y que había estado preso tras el telón de acero muchos años. Mientras yo hacía su examen neurológico, me preguntó, de pronto, si yo conocía al Dr. J. Al contestarle que sí, me replico: “Yo le conocí en Lubianka. Allí murió, cuando tenía alrededor de los 40, de cáncer de vejiga. Pero antes de morir, sin embargo, era el mejor compañero que imaginarse pueda. A todos consolaba. Mantenía la más alta moral concebible. Era el mejor amigo que yo encontré en mis largos años de prisión.” Esta es la historia del Dr. J., el “asesino de masas de Steinhof’ ¡Cómo predecir la conducta del hombre! Se pueden predecir los movimientos de una máquina, de un autómata; más aún, se puede incluso intentar predecir los mecanismos o “dinámicas” de la psique humana; pero el hombre es algo más que psique”.

El propio Frankl explica su terapia en esta entrevista

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