Emilio de Miguel Calabia el 06 ene, 2020 El 13 de julio de 2003 Bremer anunció la constitución de un Consejo de gobierno que tendría un papel meramente asesor. También comentó que su intención era permanecer en Iraq hasta que se hubiera redactado una nueva Constitución, se hubieran celebrado elecciones y se hubiera investido a un gobierno democráticamente elegido. O sea, como poco pensaba quedarse dos años más. Es entonces que se produjo el primer choque con el gran atayollah Ali al-Sistani, que no quería que los norteamericanos influyesen en la redacción de la constitución. Bremer minusvaloró de tal manera a al-Sistani que escogió como enlace con él a un iraquí-norteamericano que era urólogo en Florida y que había patentado un implante de pene. Igual se trataba de una técnica maquiavélica para dar a entender que al-Sistani sufría de problemas de impotencia. El enlace no funcionó y Bremer le sustituyó por un directivo farmaceutico de Michigan que tenía en común con su predecesor su nula experiencia diplomática. No es de extrañar que al-Sistani pensase que no le estaba tomando en serio. Emitió una fatua en la que decía que la Constitución debería ser elaborado por representantes elegidos por el pueblo iraquí. Posiblemente Bremer ignorase el significado de la palabra “fatua”. No le prestó mayor atención y siguió metiendo patas en andante sostenido. La obsesión de Bremer con la democracia respondía, además, a una necesidad política. Una vez que se hubo revelado que Saddam Hussein no disponía de las armas de destrucción masiva que habían servido de pretexto para ir a la guerra, hacía falta una nueva justificación para el lío que habían montado. La transformación de Iraq en una democracia moderna y progresista podría servir para justificar toda la operación. Bremer planificó una transición en siete etapas antes de transferir el poder a los iraquíes, pero no definió plazos. Finales de 2004 o en el transcurso de 2005 eran las fechas más manejadas. Bremer no se molestó en informar de su estrategia ni al Departamento de Estado, ni a Consejo de Seguridad Nacional ni a la CIA. Colin Powell se enteró literalmente por la prensa. No quiero ser injusto y atribuir todas las pifias a Bremer. En el terreno económico se cometieron muchos desmanes, cuyos últimos responsables estaban en Washington: Wolfowitz, Cheney, Rumsfeld y Feith. Estaban convencidos de que la implantación de la democracia debía ir acompañada del establecimiento del libre mercado en su encarnación más neoliberal. Un documento elaborado antes de la invasión preveía la privatización de las empresas estatales, la creación de una Bolsa que se rigiese por criterios internacionales y el establecimiento de un sistema fiscal conforme a los estándares internacionales más exigentes. Todo eso evidentemente se había planificado sin consultar a los iraquíes. Tras la invasión, la preocupación económica principal de los iraquíes era el paro. La de los norteamericanos, las privatizaciones. Su estrategia era: reducir el papel de las empresas públicas, privatizándolas; reducir el número de empleos públicos; eliminar los subsidios a la electricidad y el combustible; bajar las tarifas aduaneras; promover la inversión extranjera. Al final de ese proceso las empresas extranjeras y los iraquíes ricos vendrían al país y crearían empresas que generarían empleo. Sólo se trataba de que los iraquíes tuvieran paciencia y no comieran durante cuatro añitos más o menos, mientras la estrategia daba sus frutos. Sería muy largo contar todas las ideas geniales que tuvieron Peter Mcpherson, el encargado de la privatización, y su equipo. La mejor fue hacer tabla rasa: se anularían tanto las deudas como los activos de las empresas públicas y empezarían de cero. No cayeron en algo tan obvio como que las empresas rentables tenían activos y las deficitarias, deudas. Las principales empresas sufrieron lo indecible, mientras que las deficitarias recibieron un balón de oxígeno al ver cómo desaparecían sus deudas. La privatización tuvo que ser abandonada en favor de los recortes en las empresas públicas. Si privatizar resultó ser dificilísimo, otro tanto ocurrió con la elaboración del presupuesto del Estado. Lo esencial de los presupuestos del Estado provenía de las ventas de petróleo. Para cubrir los gastos. Saddam se las apañaba recortando y saqueando los presupuestos de los Ministerios y no gastando nada en infraestructuras. Bremer pensó que lo más urgente era atraer inversiones extranjeras para reparar las infraestructuras y que, ante la dificultad de que empresas extranjeras quisieran invertir en Iraq dada la situación del país, el dinero tendría que venir de los contribuyentes norteamericanos. Sí, de los mismos contribuyentes a los que antes de la guerra se les había dicho que los ingresos del petróleo iraquí bastarían para pagar la reconstrucción. Bremer comenzó a preparar una petición de fondos extras, pero lo hizo con poco rigor y mucho secretismo. No se trataba de levantar la liebre en Washington, sobre todo en el Congreso. Según Andrew Bearpark, un experto británico en reconstrucción post-conflicto que participó en el proceso: “El proceso de planificación se ejecutó en una atmósfera tal de secreto y con tal precipitación que no hubo ninguna posibilidad de lograr un proceso racional que condujese a la puesta en marcha de los proyectos que realmente se necesitaban”. Posiblemente Bremer sospechase que Bearpark tenía razón, pero el proceso político en Washington requería premura, si quería que le diesen los fondos que pedía. Además, Bremer pensaba que una ejecución exitosa de proyectos de infraestructura le congraciaría con los iraquíes. Al final acabaría pidiendo 20.300 millones de dólares, suma que permitiría convertir a Iraq en unos EEUU bis en Oriente Medio. Consiguió 18.400 millones, lo que no está nada mal. La segunda parte del libro se denomina muy apropiadamente “Sueños rotos” y arranca el 26 de octubre de 2003, cuando la insurgencia atacó la denominada Zona verde, donde radicaba la APC y puso de manifiesto su vulnerabilidad. Todos los planes establecidos para la reconstrucción y la transición partían de la base de una situación de seguridad adecuada y ahora resultaba que eso no podía darse por descontado. Por esas fechas, también sucedió que el plan de transición en siete pasos pinchó. El cuarto paso preveía la redaccion de la Constitución. La fatua del ayatollah al-Sistani exigía que la Constitución fuera redactada por iraquíes elegidos democráticamente. Bremer temía que una Constitución redactada por representantes electos pudiera producir un texto inasumible para EEUU. Para su sorpresa, el comité preparatorio que habían designado él mismo y Consejo de gobierno nombrado por él, pidió que la Constitución fuera redactada por representantes elegidos. Al mismo tiempo los miembros del Consejo comenzaron a volverse más críticos con Bremer. La mayor parte querían jugar un papel director en el Iraq post-Saddam y veían que la ocupación era cada vez peor soportada. Con suavidad comenzaron a sugerirle a Bremer que iba llegando el momento en que los norteamericanos tendrían que irse. A perro flaco, todo son pulgas. Para entonces, la Consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice comenzó a pensar que el plan de transición de Bremer no era viable. Resultó que Rumsfeld y Wolfowitz pensaban lo mismo. Rice convenció a Bush de que había que atar más corto a Bremer. El 6 de octubre se creó el Grupo de Estabilización de Iraq dentro del Consejo de Seguridad Nacional con el cometido de adoptar las grandes líneas políticas y, de paso, recortar los poderes de Bremer. Con un cinismo encomiable, Rice negó ante la prensa que quisiese controlar a Bremer. Se trataba únicamente de garantizar la coordinación entre las agencias y facilitarle la tarea a Bremer. Poco antes, había hecho una discreta entrada en escena el que se convertiría en la bestia negra de Bremer, el ex-Embajador Robert Blackwill. Blackwill era, según los que le conocían, “dominador, arrogante e imperioso”; lo que nadie afirmaba es que fuera tonto. En el verano de 2003 Condoleezza Rice lo había llamado para que trabajara con ella en el Consejo de Seguridad Nacional. Tan pronto se incorporó, comenzó a interesarse por Iraq y cuanto más leía más le inquietaban los planes de Bremer, que le parecieron impracticables. Era preciso que el Consejo se involucrase más en la coordinación de la política en Iraq. Otros temas Tags Ali al-SistaniCondoleezza RiceDonald RumsfeldDouglas FeithGeorge W. 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