Emilio de Miguel Calabia el 04 ene, 2020 Bremer era un diplomático experimentado, que había trabajado sobre todo en asuntos europeos y en contraterrorismo. Tenía fama de trabajador y de no arredrarse ante los obstáculos. También era un obseso del control, la microgestión y de su propia imagen. Vanidoso no, lo siguiente. Y, para rematar, como muchos de los que participarían en la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), era un hombre ideologizado y con la convicción mesiánica de que había venido a salvar a los iraquíes trayéndoles la democracia y el libre mercado. Era de esos redentores a los que lo que menos les importa son los candidatos a redimidos. Bremer logró que la Casa Blanca le diera carta blanca. Era de esos tipos que están muy seguros de sí mismos y que creen que siempre tienen razón y no admiten que se critiquen sus decisiones. No pensaba que tuviera que rendir cuentas a nadie. Muy pronto comenzó a apoyarse en un equipo de jóvenes licenciados,- los mismos a los que aludía en el primer párrafo de esta entrada-, con más entusiasmo que experiencia. Los principales requisitos para entrar en ese equipo eran tener una fe ciega en la democracia y el libre mercado y ser perrunamente leales al virrey Bremer. En cambio, Bremer rechazó colaborar con personas como el diplomático afgano-norteamericano Zal Khalilzad, que tenía experiencia diplomática y contactos en Iraq. No quería que le hiciese sombra alguien que conocía mucho mejor el país que él. Ese tío que lo sabía todo, en sus primeros doce días de mandato, cuando apenas conocía el país, tomó la decisión más desastrosa de la posguerra iraquí: la desbaasificación. El Baas era el partido único sobre el que se sustentaba el régimen de Saddam. Más que un partido ideologizado a la manera del partido nazi alemán (comparación que Bremer creía ajustada), era un partido parecido a lo que el Movimiento Nacional español fue en los años 50: un peaje que había que pagar si querías hacer carrera. Sólo una minoría de sus miembros se creían realmente los principios que defendía el partido. En Washington se había discutido anteriormente lo que hacer con los baasistas. El Departamento de Estado defendía la postura más moderada: cesar únicamente a los que fueran responsables de crímenes y a los que hubieran ocupado puestos directivos. La CIA también era partidaria de esta aproximación. El Pentágono, en cambio, influido por Chalabi equiparaba la desbaasificación con la desnazificación producida en Alemania tras la II Guerra Mundial y abogaba por ejecutar una amplia purga de baasistas. La Casa Blanca trató de mediar y quiso establecer un compromiso: los altos directivos, que se calculaba que serían el 1% de sus miembros, serían purgados y el resto de los miembros serían sometidos a un “proceso de verdad y reconciliación”. Lo malo es que el compromiso se adoptó sin conocer el funcionamiento del Partido Baas ni cuántas personas podrían ser consideradas como altos directivos. Peor todavía es que el mecanismo de desbaasificación lo controlaría la oficina de Douglas Feith, que seguía creyendo a pie juntillas todo lo que le contaba Chalabi, el cual estaba interesado en deshacerse de los baasistas para no tener competidores en la construcción del futuro Iraq. Bremer era de los que creían que ser eficaz consiste en aplicar soluciones radicales en el menor plazo de tiempo. Nada de sutilezas. La aproximación más radical de Feith, que había ido más allá del compromiso acordado en la Casa Blanca, le gustaba. No sólo se purgaría a los directivos del Baas, sino que a los miembros de base se les vedaría el acceso a los tres niveles más altos de los Ministerios, de las empresas estatales y de las demás instituciones. De un plumazo Bremer había conseguido alienarse al personal que aseguraba el funcionamiento de la Administración estatal. En el Ministerio de Sanidad ocho de los doce cargos principales quedaron vacantes y un tercio de los empleados no se presentó al día siguiente del anuncio de la desbaasificación. 12 de los 48 directores de empresas públicas fueron despedidos. Entre 10.000 y 15.000 profesores fueron despedidos; hubo escuelas que se quedaron con uno o dos profesores. En el momento en el que había que poner el pais a funcionar de nuevo, los EEUU se habían deshecho a los iraquíes que sabían cómo hacerlo. Más desastroso fue todavía lo que hicieron con el Ejército. En principio se habia acordado que se desmantelaría la Guardia Republicana, pero que se mantendrían las FFAA regulares, porque desmovilizar de un plumazo a 250.000/300.000 hombres era un peligro. Gran parte del Ejército regular optó por no combatir a las fuerzas de la coalición y por volver a sus casas. Los cuarteles quedaron vacíos. Feith interpretó que el Ejército se había autodisuelto y que no había más que formalizar esa autodisolución. No escuchó a los militares que le proponían convocar a los antiguos soldados para reconstituir el Ejército. Como a todos los mesías, a Feith le apetecía más empezar desde cero. A Bremer, al que le ponían los golpes de efecto, la idea de disolver el Ejército y los cuerpos de seguridad le hizo salivar copiosamente. La segunda orden de la APC fue la disolución de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, del Ministerio de Defensa y de los servicios de inteligencia. En un país con una tasa de paro del 40% decenas de miles de personas se encontraron de repente expulsados del único trabajo que sabían hacer, el de las armas. De un plumazo Bremer se había granjeado decenas de miles de enemigos. No pocos de éstos trasladarían primero a al-Qaeda y luego al Estado Islámico sus conocimientos militares. Muchos de los éxitos militares de estas dos organizaciones se deberían a las aportaciones de los militares expulsados por Bremer. Los siguientes a los que Bremer se alienó fueron los exiliados iraquíes, que habían apostado tanto por la invasión norteamericana. Bremer los convocó a palacio. Acudieron pensando que les diría que iba a establecer un gobierno interino que dirigirían ellos. Lo que les dijo fue que EEUU no estaba preparado para terminar pronto su ocupación y que él seguiría dirigiendo los acontecimientos. Para echar un poco de sal en la herida, les dijo que ellos allí no representaban a nadie. Aquí Bremer desoyó todo lo que le estaba diciendo Washington, que hubiera preferido el traspaso del poder a los iraquíes. Su única base fue que el Presidente Bush le había dicho que extrajese sus propias conclusiones a partir de su evaluación de la situación sobre el terreno e incluso de ralentizar el ritmo de la transición si lo estimaba necesario. A Bremer, al que el poder se le había subido muy rápido a la cabeza, lo de ralentizar la transición y extender su mandato, le pareció excelente. Otros temas Tags Ahmed ChalabiAutoridad Provisional de la CoaliciónDesbaasificaciónDouglas FeithIraqPaul BremerPolítica exterior de EEUU Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 04 ene, 2020