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¿Sobrevivirá la institución del matrimonio al siglo XXI?

Emilio de Miguel Calabia el

En 2017 la tasa de divorcios en España fue del 57%. Desde luego que la pregunta que elegimos como tema de debate en la tertulia estaba bien escogida. Por cierto, que en la tertulia los separados y divorciados ganaban a los casados: seis contra cuatro.

Hace años, cuando yo era pequeño, el mundo estaba compuesto por matrimonios. Separarse requería mucho coraje. Para las mujeres, porque era muy normal que no trabajasen y se veían sin medios económicos en caso de separación. Para hombres y mujeres por igual, porque el separado se convertía en un bicho raro, alguien que no encajaba bien en un mundo hecho de matrimonios. Además el pool de separados del sexo contrario era demasiado exiguo como para tener la certeza de que encontrarías a alguien para rehacer tu vida.

Hoy para lo que se requiere coraje es para mantenerse dentro del matrimonio. Existe gran número de clubes de separados y divorciados que organizan actividades y fiestas. Y para el que sea un poco tímido o misántropo, está el recurso a las aplicaciones de citas. Otra cosa es que lo más probable es que las parejas potenciales que te encuentres, tengan cuerpos hechos una ruina y carguen con una mochila afectiva y vital muy pesada.

El matrimonio cumple muchas funciones en la sociedad. Asegura la protección de los niños y señala quiénes son los responsables de su bienestar. Por eso, en las comunidades pequeñas el adulterio resulta tan peligroso para la estabilidad social que muchos pueblos autorizaran a que el marido engañado matase a su mujer y al amante de ésta; hablo del marido, porque el adulterio que se castigaba era el de la esposa. El adulterio introducía dudas sobre la paternidad de los hijos y en una sociedad patriarcal tenía un impacto mortal sobre el prestigio social del marido. Aparte del tema hijos, el matrimonio tiene un papel clave en la gestión del patrimonio familiar y en su traspaso a la siguiente generación y no podría realizar esta función si no hubiese una certeza razonable sobre quiénes son los hijos de quien.

Hace años la ex-diputada de la CUP Anna Gabriel dijo que le gustaría vivir en una comunidad en la que sus integrantes tuvieran los hijos en común. En su concepción, “son tan hijos tuyos los hijos o hijas que has tenido tú como los que ha tenido el resto. Quien educa es la tribu.” Gabriel afirmaba que muchas culturas en el mundo tienen ese modelo familiar. Lamento decirle que ese modelo no está muy extendido más allá de las comunas hippies. Viví en África, que supuestamente es la tierra del tribalismo, y allí en las comunidades los adultos pueden sentir cierta vinculación con los niños de la tribu y sentir que tienen derecho a amonestarles si hacen algo que no deben. Pero más allá de eso, todos tienen claro quiénes son los padres biológicos que deben cuidar y educar a los niños. Si un niño queda huérfano de padre y madre, los abuelos o algún tío se ocuparán de él, no la tribu en su conjunto. La idea de la puesta en común de los hijos sólo existe en la cabeza de Gabriel y de hippies muy fumados.

Puestos a buscar nuevos modelos de matrimonio, salió el tema del poliamor. Ninguno creemos en él. Nos parece la típica idea genial sobre el papel, que suena muy bien cuando uno está muy salido o está muy encariñado (distingamos cariño de amor) con varias personas. No nos pareció que fuera un modelo sostenible a largo plazo. También predominó el escepticismo sobre las parejas abiertas. Puede que funcionen cuando el matrimonio está aburrido de conocerse, pero no nos parecieron verosímiles en una relación que funciona bien. Además, siempre está el riesgo de que uno de los dos se enamore de un tercero y de pareja abierta se pase a pareja rota.

A este respecto salió el tema de la poligamia. Alguien afirmó que somos por naturaleza polígamos y por obligación social monógamos. En esta línea afirmó que el Islam, que permite hasta cuatro mujeres si el marido las puede mantener, respondería mejor a la naturaleza masculina y haría más feliz a los hombres. Ahí discrepo. Hemos afirmado que los hombres tienden a la poligamia y las mujeres a la monogamia, porque hemos vivido en sociedades que reprimían seriamente la libertad sexual de las mujeres. Si se les otorga esa libertad sexual, ¿serán igual de polígamas que los hombres? Yo pienso que lo serán algo menos, pero que tampoco serán monógamas estrictas. Por otra parte, lo que mi amigo no tenía en cuenta en su exaltación de los matrimonios poligámicos islámicos, es que pueden ser fuente de innumerables dolores de cabeza para el marido y de mucha frustración para las esposas. La realidad es que en los países musulmanes es una minoría la que hace uso de su derecho a casarse con varias mujeres.

En este momento, traje a colación el libro de Eva Illouz, “¿Por qué duele el amor?”. En él Illouz compara la relación con el amor de las heroínas de Jane Austen con nuestra relación contemporánea con el amor. Para las heroínas de Austen el matrimonio era el momento clave de sus vidas. Sabían que entre los 16 y los 23 se encontrarían a lo sumo con cinco posibles pretendientes y tenían que elegir bien. Después de los 23 comenzaban a entrar en la categoría de solteronas y lo irían teniendo cada vez más difícil. En la elección del pretendiente entraban el amor y las consideraciones sociales a partes iguales. Una señorita distinguida podía casarse con un joven oficial del Ejército de buena familia y con una carrera prometedora por delante. En cambio, por muy enamorada que estuviera, el hijo artista e ilegítimo de un conde no era una opción posible. Mejor quedarse soltera.

La Inglaterra victoriana que tenía muy claro que no es bueno que el hombre esté solo y que es todavía peor que se mezcle promiscuamente con razas inferiores, montaba en barcos a huérfanas y otras jovencitas que en Inglaterra no lo iban a tener fácil para encontrar un marido adecuado y las mandaban a la India para que encandilaran a los ingleses aburridos y salidos de los Trópicos y que, en su soledad, no eran demasiado selectivos. Nadie hablaba de amor en todo este montaje colonial.

Veamos nuestra situación actual. El amor se ha convertido en una parte esencial de nuestra identidad. Parecería que fracasar en el amor equivale a fracasar como persona. No tener pareja se considera como una carencia. Una consecuencia de lo anterior es que los desastres amorosos duelen infinito, porque al dolor en sí de la ruptura se añade que nuestra identidad y valía se ven cuestionadas. A la heroína de Austen desde luego que le dolían las rupturas o no conseguir a su amado, pero no le suponían cataclismos personales.

Otra cosa que ha cambiado es que ahora sentimos que el mercado de posibles parejas es vastísimo. Y eso se mezcla con una mentalidad consumista y la prevalencia del amor líquido. El resultado es que ahora, cuando estás saliendo con alguien, resulta casi inevitable preguntarse por las oportunidades que te podrías estar perdiendo. E igual que Netflix te ofrece un servicio premium, puedes preguntarte si tu novia.1 es suficiente para ti. A lo mejor podrías hacer el upgrade a la novia.2.

En este esquema la realidad de la otra persona se difumina. Cuenta en tanto te haga feliz y te masajee el ego. Narcisismo en estado puro. Llega el momento en que algunos estiman que el amor y que se enamoren de ti es casi un derecho humano. Esta actitud la vi muy bien reflejada en un vídeo en el que una transexual británica que no se había quitado el pene, se quejaba de no encontrar a un hombre heterosexual que quisiera salir con ella. Simpaticé con ella. Yo también me quejo de no encontrar a una top model de 25 años y metro ochenta de estatura que quiera salir conmigo. Estamos tan preocupados por nuestro derecho al amor que nos olvidamos del derecho de los otros a no enamorarse de nosotros.

Otra cuestión es que hemos mezclado matrimonio y amor. En el siglo XIX uno se casaba por muchos motivos: darle continuidad a la familia y a su patrimonio, convencionalismo social, tener una compañera, satisfacer el instinto sexual, aunque de eso no se soliese hablar… Uno de los contertulios contó que había leído el diario de su bisabuelo, que vivió en la segunda mitad del siglo XIX. Una de sus entradas dice (transcribo de memoria): “Hoy murió mi compañera Adela al dar a luz a nuestro hijo Enrique. Tuvo 17 partos [mi amigo estima que su bisabuela debió de morir con unos 44 años]. D.E.P.” Un poco frío, ¿no? Ignoro si la rotura de la cosechadora la habría consignado con la misma parquedad. Tal vez nos choque porque hemos visto demasiado cine de Hollywood en el que las personas se casan por amor con sus almas gemelas.

Después de estas disquisiciones, ¿sobrevivirá la institución matrimonial al siglo XXI?

Uno de los participantes recordó que el matrimonio tradicional romano zozobró en la crisis de valores que sobrevino al final de la República. Lo que vino después no fue el regreso de ese matrimonio tradicional, sino un nuevo modelo, el matrimonio cristiano. En general hubo consenso en que vivir en una relación de pareja,- que no implica necesariamente compartir hogar-, es el modelo preferido por la mayor parte de la gente y que resulta conveniente encuadrarlo en un marco aceptado tácitamente que determine lo que cada uno puede esperar del otro. El matrimonio sigue siendo una necesidad social, pero el modelo actual tendrá que cambiar. Lo más probable es que nos encaminemos hacia un modelo de matrimonios temporales y sucesivos. La gente se casará sabiendo que lo más probable es que el matrimonio dure una temporada y que cuando sobrevengan el aburrimiento y el hartazgo, el matrimonio se romperá sin demasiado dramatismo y le sucederá una nueva pareja.

¿Será mejor ese modelo? De eso no hablamos. En mi opinión, será mejor si se adecúa más a las condiciones prevalecientes en la sociedad, pero tampoco será la panacea. Las panaceas en la sociedad no existen. Tan sólo hay las soluciones menos malas.

 

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