Emilio de Miguel Calabia el 15 ago, 2021 (Aquí otra Década Prodigiosa) La tercera década del siglo XXI promete. Sólo llevamos dos años y parece que hubieran pasado diez. De hecho, empiezan a dar ganas de que lleguemos a 2030. 2020 fue el año en el que comenzó el covid. Si fue de origen natural, representó una buena lección de lo que sucede cuando el hombre destruye ecosistemas y entra en contacto con patógenos con los que no se suponía que tuviera que entrar en contacto. Si provino de un laboratorio, es una buena muestra de lo que ocurre cuando uno juega a ser Dios y se olvida de que la incompetencia humana y la mala suerte ocurren. En el año y medio largo que llevamos de covid he oído muchas veces la frase: “¡Qué ganas tengo de que volvamos a la normalidad!” A los que dicen esa frase, lamento decirles que nunca vamos a volver a la normalidad de 2019. Es como cuando se produjeron los atentados contra las Torres Gemelas. Las medidas de seguridad de los aeropuertos se reforzaron y viajar en avión se convirtió en una experiencia diferente. Han pasado 20 años y no hemos vuelto a como eran los viajes en avión antes de aquel atentado. Hemos puesto nuestras esperanzas de retorno a la normalidad en las vacunas. Una vez hayamos alcanzado la inmunidad de rebaño, seremos capaces de contener la pandemia. ¿Seguro? Islandia tiene una tasa del 71% de vacunados con dos dosis y está atravesando una tercera ola, con una media de contagios diarios de en torno a 110. Sí, es una cifra que muchos países querrían para sí, pero resulta preocupante que un país que lleva tan bien la vacunación, esté pasando por una tercera ola mayor que las dos precedentes. Israel, que también tenía unas buenas tasas de vacunación, ha tenido que reintroducir restricciones ante el aumento de nuevos casos (casi 6.000 a 9 de agosto pasado) provocados por la variante delta. La variante delta que apareció hace unos meses en la India es algo más del doble de infecciosa que la cepa original y parece que las vacunas son algo menos efectivas contra ella. La variante epsilon, aparecida en California, también parece más contagiosa y más resistente a las vacunas que la cepa original. La buena noticia es que la variante delta la está erradicando. También están las variantes kappa, iota, lambda (deberíamos ir pensando ya cómo llamaremos a las cepas una vez que alcancemos la variante omega, última letra del alfabeto griego; sugiero que las denominemos con caracteres chinos, que hay varios miles)… El virus sigue mutando y no cabe descartar que tarde o temprano aparezca una cepa más virulenta que la delta y más resistente a todos los antibióticos. Puedo imaginar un escenario optimista en el que hemos aprendido a vivir con el covid como vivimos con la gripe. Cada año el virus muta y tenemos que ponernos una nueva vacuna. La principal diferencia sería que en este caso tendríamos un virus más contagioso que el de la gripe y algo más letal. Un escenario menos optimista sería uno en el que la inmunidad de rebaño es incalcanzable porque regularmente se producen brotes de nuevas variantes que obligan a introducir nuevas restricciones localizadas. Yo me inclino más por este segundo escenario, a la vista de lo que está ocurriendo en Israel e Islandia. Simplemente sucederá que nos acostumbraremos a vivir en un mundo en el que, de repente, la ciudad de Segovia tiene que confinarse durante quince días por un aumento de los contagios, mientras que aparecen brotes un poco menos serios en Valencia y Vitoria y en las conversaciones de bar hay que reservar cinco minutos para hablar de si la curva sube, baja o se aplana. De los cambios que el covid está introduciendo a nuestras vidas, me apetece comentar dos: el teletrabajo y el turismo internacional. Antes del covid ya existían las herramientas para teletrabajar, pero las empresas no las querían aplicar. La inercia, la creencia de que al empleado se le controla mejor en la oficina, los jefes que prefieren estar en las oficinas que con sus familias, la obsesión por el presentismo eran otros tantos factores en contra del teletrabajo. Un año y medio de covid ha demostrado que el teletrabajo sí que era posible. El teletrabajo ha llevado a muchas personas a replantearse su vida laboral. De pronto han descubierto que hacer una hora de trayecto a la oficina y otra al regreso y pasar 8 horas en un cubículo, no es vida. Han probado lo que es sentirte dueño de tu propio tiempo y no tener que estar en la oficina simplemente porque el jefe quiere verte la cara. Han descubierto cómo se enriquece la vida cuando no tienes que perder todos los días más de una hora en desplazamientos y puedes trabajar en zapatillas. Más de dos tercios de los que han probado el teletrabajo no quieren volver a su vida anterior o, como mucho, aceptarían un formato híbrido de dos o tres días semanales en la oficina y el resto, trabajando desde casa. En EEUU muchas empresas quieren que sus empleados regresen a las oficinas en septiembre y se están encontrando con empleados que se resisten y que optan incluso por dejar sus trabajos. Y ahora la variante delta ha venido para trastornar los planes y retrasar el supuesto regreso a las oficinas para comienzos de 2022. El trabajo era uno de los pilares de la sociedad. Se suponía que era uno de los componentes esenciales de la identidad. Una de las primeras preguntas cuando conoces a alguien es: ¿en qué trabajas? Es más importante que saber si está casado o tiene niños. Es el dato básico para clasificar a alguien en una categoría. Se suponía también que el trabajo tenía que dar sentido a tu vida, aunque, dada la cantidad de trabajo basura que hay, lo del sentido ocurre más en las películas que en la realidad. Aún así, el trabajo tenía que representar el 51% (esto los afortunados) de tu vida; el otro 49% queda para la familia. El teletrabajo ha hecho que nos replanteemos nuestras ideas sobre el trabajo, no sólo sobre si hacerlo desde casa o desde la oficina. El debate sobre si teletrabajar o regresar a la oficina encubre otro debate más profundo sobre si merecía la pena la relación que teníamos con el trabajo y nuestra vida en general. La otra cosa el covid tal vez haya cambiado para siempre es el turismo internacional. Nos habíamos acostumbrado a que viajar fuera un derecho humano y, además, a que fuera barato. Las playas tailandesas cubiertas de basura, las ramblas barcelonesas donde no se puede caminar, los canales venecianos invadidos de turistas que han llegado en cruceros gigantescos, son otros tantos testimonios de que el turismo de masas se había convertido en un problema. Llevamos año y medio sin viajar o viajando menos. Hay países a los que no se puede entrar si no haces una cuarentena de 14 días en un hotel, o donde te piden haberte vacunado con alguna de las vacunas que reconocen. Incluso si logras entrar en un país, nada te asegura que un brote o unas restricciones no te vayan a arruinar las vacaciones. Dado lo que han sufrido las líneas aéreas, no estoy seguro de si los vuelos por 500 euros a Cancún van a sobrevivir mucho más. A lo mejor la cuestión es hipotética, por la sencilla razón de que quienes solían recurrir a esos vuelos, han visto bajar sus salarios durante la pandemia, cuando no es que han perdido sus empleos. El turismo de convenciones y congresos y los viajes por trabajo también han sufrido y tal vez nunca lleguen a recuperarse del todo. ¿Realmente hace falta que visites cada dos meses a tu socio en Oslo? A lo mejor basta con dos reuniones anuales y el resto del tiempo hablar por videoconferencia. Las empresas han comenzado a descubrir lo que se pueden ahorrar si restringen los viajes. Creo que vamos hacia un mundo con muchos menos viajes internacionales, en el que la gente preferirá tomarse las vacaciones dentro de su propio país o, como mucho, en alguno de los países de alrededor. El viejo mantra de que los países en desarrollo tienen en el turismo una fuente fácil de divisas, que además puede dar empleo a su mano de obra poco cualificada, se ha terminado. 2020 fue el año del covid y 2021 es el año del cambio climático. Este verano ha sido tan salvaje y ha habido tantos sucesos casi simultáneos, que negar la evidencia del cambio climático producido por el hombre sólo está al alcance de cerebros privilegiados como el de Trump. Enumero: el noroeste de Norteamérica ha tenido 15 días de una ola de calor en la que se han rozado los 50 grados, algo inusitado en esas latitudes; grandes incendios han devastado partes de Grecia, Italia y Turquía, ayudados por la sequedad del suelo y las altas temperaturas; los incendios en el Mediterráneo aún se han quedado pequeños comparados con los incendios en Siberia, que han quemado 14 millones de hectáreas y cuyo humo ha llegado al Polo Norte. Por cierto, que estos incendios son LOS SEGUNDOS más importantes desde el comienzo del siglo; las inundaciones de Alemania, Bélgica, Países Bajos e Inglaterra fueron producto de lluvias torrenciales que, en algunas áreas, fueron las más fuertes registradas en 1.000 años; la provincia china de Henan sufrió unas inundaciones que mataron a 300 personas, forzó a la evacuación de 300.000 y al desplazamiento de un millón más. En unos pocos días hubo más desplazados que todos los que ha habido en Siria en lo que llevamos de año. Y después de llevar un mes desayunando con estas noticias día sí, día también, se publica el informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), que dice que probablemente superemos el límite de 1,5 grados de calentamiento que habíamos fijado en el Acuerdo de París sobre el cambio climático en los próximos 20 años. Como no nos pongamos las pilas ya mismo, vamos a llegar y aun superar los 2 grados. Si un aumento de la temperatura de 1,1 grados como el que ya tenemos ha provocado el verano que hemos sufrido este año, da miedo pensar en un aumento de 2 o más grados. El informe señala que es posible que buena parte del daño ya sea irreversible y que encima hayamos alterado algunos de los mecanismos naturales que existían para absorber el CO2 de la atmósfera. La Amazonía ya no es un sumidero de CO2 por la combinación de deforestación y aumento de las temperaturas. Los océanos, en curso de acidificación, absorben menos CO2. El hielo perdido en el Ártico es irrecuperable y con él hemos perdido una fuente de enfriamiento del planeta. No se trata de que tengamos que cambiar de estilo de vida para frenar el cambio climático. Lo queramos o no, el cambio climático introducirá cambios en nuestras vidas. De hecho ya los está introduciendo. Hoy me comentó un amigo sobre un conocido común que vive en Arizona. Quiso utilizar la piscina de plástico que tiene fuera de casa y se quemó; no puede utilizar el GPS cuando va en moto, porque el calor hace que no le funcione. Y más allá de esa anécdota podríamos hablar de todos los españoles que han comprado un aire condicionado este verano, de los propietarios de casas en la costa de Florida a los que las aseguradoras les han subido las primas, porque saben que lo que produjo el derrumbamiento del edificio en Miami hace unas semanas fue la infiltración de agua del mar que socavó los cimientos, cortesía de la subida del nivel del mar, un fenómeno que se va a ir haciendo más frecuente, de los californianos que han perdido sus casas en los incendios de este verano. Y suma y sigue. Pero no son sólo los ciudadanos los que tienen que cambiar de estilo de vida. También están los gobiernos y las empresas. Cuando el Primer Ministro australiano se niega a comprometerse con el objetivo de cero emisiones netas para 2050 porque la suerte de los mineros australianos le preocupa más que la perspectiva de que el incremento de las temperaturas llegue a los 3 o a los 4 grados, andamos mal encaminados. Si hay algo que ha frenado la lucha contra el cambio climático en todos estos años ha sido el pensamiento cortoplacista y la necesidad de contentar a segmentos de votantes interesados en que nada cambie. Otro tanto podría decirse de las empresas, más atentas a sus beneficios que a los efectos sobre el clima de sus actividades. Hubo compañías petroleras que ya a finales de los 70 sabían que el CO2 producido por el uso de los combustibles fósiles tenía efecto invernadero. No sólo no dieron la voz de alarma, sino que subvencionaron a científicos e instituciones para que negaran el cambio climático, hasta que se hizo tan evidente que ya no encontraron científicos mercenarios y los tuvieron que reemplazar por políticos que bloquearan la legislación medioambiental. Espero que los ocho años que nos quedan de década sean más tranquilos, porque ya tenemos las manos llenas con los desastres de los dos primeros años. Que Dios nos coja confesados. Otros temas Tags Cambio climáticoCovidPanel Intergubernamental sobre el Cambio ClimáticoTeletrabajoTrabajoTurismo internacionalVacunasVariante delta Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 15 ago, 2021