Emilio de Miguel Calabia el 13 abr, 2018 En 1907 tuvieron lugar las primeras elecciones a la Asamblea Legislativa. El Partido Nacionalista, que abogaba por la independencia, obtuvo el 65% de los sufragios. El Partido Federalista, redenominado Partido Progresista, sólo consiguió el 25%. A partir de este momento el objetivo de las élites filipinas sería la independencia y no la incorporación a EEUU como un Estado de la Unión. Para ser coherentes, EEUU no podía negar que el objetivo último de su acción benevolente y desinteresada en Filipinas era que el país alcanzase la independencia debidamente preparado. Pero había muchos, empezando por el Secretario de Guerra, William Howard Taft, que había sido gobernador norteamericano de las islas y que luego sería Presidente de EEUU, que tenían tantas ganas de desprenderse de las islas como de que les sacasen una muela. La estrategia del poder colonial consistió en decir que de acuerdo, que Filipias sería independiente un día, una vez que estuviese debidamente preparada, pero era el poder colonial quien determinaría tanto los baremos como el momento en que se podría considerar a Filipinas preparada. Taft mismo dijo que no era prudente fijar el número de años que serían necesarios para determinar que el “experimento” filipino había sido un éxito. Así, un criterio objetivo (la concesión de la independencia al cabo de un número x de años) fue reemplazado por otro subjetivo y a gusto del poder colonial (cuando determinemos que Filipinas está preparada). En 1912 resultó elegido a la Presidencia de EEUU el demócrata Woodrow Wilson. Los nacionalistas filipinos se regocijaron. Los demócratas en general habían sido anti-imperialistas y con ellos cabía esperar que las cosas se moviesen. Kramer subraya la ironía de que los filipinos se alegrasen con el triunfo de un hombre que, como profesor de ciencia política en Princeton, había dicho cosas como que los filipinos no estaban preparados para el autogobierno porque les faltaba “el autocontrol de la madurez” que sólo se consigue con el “largo aprendizaje de la obediencia”. Los demócratas ciertmente introdujeron cambios, pero menos de los que habían esperado los filipinos. El nuevo gobernador norteamericano en Filipinas, Francis Harrison, introdujo la política de filipinización de la Administración colonial, esto es, el empleo masivo de filipinos en la Administración en detrimento de los norteamericanos. El congresista demócrata por Arkansas William Jones presentó una propuesta de ley muy osada, que prometía la independencia en el plazo de ocho años. Tan osada que no le gustó ni al propio Presidente Wilson, que no quería atarse las manos prometiendo plazos para la independencia. Manuel Quezón, del Partido Nacionalista y que luego sería el primer Presidente de Filipinas, ayudó a aguar el proyecto para que fuese más aceptable. El denominado segundo proyecto de Jones incrementaba el autogobierno de los filipinos y determinaba que, a partir de 1925, se realizaría un censo. En el momento que el 60% de los filipinos estuviesen alfabetizados en inglés o el 75% en cualquier idioma, EEUU determinaría si se daban las condiciones de paz, orden y responsabilidad fiscal. En caso afirmativo se celebraría un referéndum sobre la independencia y en caso de ganar el sí, se convocaría una convención constitucional. La independencia seguía estando lejos, aunque al menos los demócratas estaban abiertos a hablar de ella. Frente a quienes abogaban por la independencia, se alzaba un frente de tres cabezas que estaban por la retención: los funcionarios norteamericanos de la Administración colonial, el lobby de los empresarios filipino-americanos y la Iglesia Católica. Los primeros y los segundos harían un uso muy mañoso de estudios antropológicos (nuevamente los igorotes y asimilados) supuestamente científicos que mostraban que los filipinos no estaba preparados para la independencia. La Iglesia, por su parte, afirmaba que su presencia era necesaria en las islas para asegurar la estabilidad y el orden sociales. Temía que si EEUU se retiraba, las islas fuesen invadidas por Japón, que suprimiría el cristianismo, lo que supondría un golpe muy fuerte para el prestigio de la Cristiandad. La intervención de la Iglesia tuvo un gran peso en el ánimo de los demócratas, que vieron que con la causa de la independencia de Filipinas podían perder a muchos votantes. Al final, la Presidencia de Wilson sería una decepción para los nacionalistas filipinos, como dice Kramer “Wilson estaba demasiado ocupado ‘liberando’ las colonias de Alemania y del Imperio Otomano como para liberar Filipinas”. Sólo tras la aplastante derrota de los demócratas en las elecciones de noviembre de 1920, en las últimas semanas de su mandato, se avino a declarar que EEUU debería conceder la independencia a Filipinas. A buenas horas, mangas verdes. Durante las subsiguientes presidencias republicanas, la causa de la independencia filipina dio marcha atrás. Varias misiones de investigación “revelaron” que la filipinización había sido un desastre y que la corrupción había aumentado y todos los indicadores de bienestar habían caído. Carmi Thompson, que por encargo del Presidente Coolidge realizó una misión de investigación en 1926, concluyó que los filipinos carecían de los medios financieros necesarios, de un idioma común y de la homogeneidad y solidaridad necesarias para constituir una democracia estable y fuerte. Irónicamente, los republicanos no querían soltar Filipinas, pero tampoco la querían incorporar plenamente a EEUU por la cuestión de la raza. Fue la crisis de finales de los 20, la que daría impulso a la independencia filipina. Más que otorgarles la independencia, lo que EEUU hizo fue darles la patada. Las motivaciones que estuvieron detrás de la concesión de la independencia fueron todo menos altruistas y se pueden resumir en tres: 1) El temor al peligro amarillo. Los asiáticos acabarían invadiendo la costa occidental de EEUU. Tal vez al hilo de la crisis, el racismo se agudizó en amplias capas de la población. Si hasta entonces, habían podido ver a los filipinos con cierta simpatía, como esos hermanitos menores un poco tontos, pero agradables al fin y al cabo, ahora les verían como parte de esas hordas amarillas dispuestas a caer sobre la costa pacífica de EEUU. 2) En un contexto de crisis, los sindicatos veían con desconfianza la llegada de extranjeros. Si a chinos y japoneses se les podía frenar, los filipinos en razón de su peculiar estatus, resultaban mucho más difíciles de excluir del mercado norteamericano. 3) Los intereses agrícolas, especialmente los del sector azucarero, que sentían que la competencia de los productos filipinos hacía que los precios bajasen. A estas tres motivaciones se sumó que el mercado chino dejó de ser tan atractivo como a comienzos de siglo, con lo que la posesión de un territorio en Asia perdió interés. Además, la creciente amenaza de Japón, a quien se le atribuían acertadamente designios expansionistas, imponía unas cargas defensivas en las Filipinas que los EEUU aislacionistas de la Gran Depresión no estaban dispuestos a asumir. Puede decirse que igual que EEUU cortó en seco el experimento de la República de Malolos y frustó la independencia filipina en 1899 sin preguntarles su opinión a los filipinos, movido por sus propios intereses, en los años 30 otorgaría la independencia a Filipinas, no movido por ninguna preocupación por el bienestar de los filipinos, sino por puras consideraciones de política interior. Y habiendo contado un poco el contenido del libro, le voy a dedicar al libro unas cuantas líneas. “The Blood of Government” es uno de los mayores pestiños que jamás me haya leído. Da la impresión de que el autor no quisiera dejar de mencionar la más pequeña brizna de información que hubiera conseguido, ya se trate del editorial de un periódico o de las declaraciones de un político. El resultado son muchos árboles que impiden ver el bosque. Acumula hecho tras hecho, pero se olvida de estructurarlos y decir lo que significan. Es capaz de dedicar páginas al proceso de recogida de materiales filipinos para la Feria Internacional de St. Louis o de enrollarse con el ataque de unos supremacistas blancos a un grupo de trabajadores filipinos que se saldó con la muerte del joven Fermin Tobera (imprescindible retener el nombre para enterarse de lo que va el libro). Vale, curioso. Incluso podría descubrirme admirado ante tanta erudición de ratón de bibliotera. Pero, ¿realmente hacía falta abrumar al lector con tanto detalle? Sospecho que el propio autor llegó un momento que se aburrió tanto como sus lectores. Kramer necesita algo más de 250 páginas para cubrir el período 1898-1916. Pero de pronto se acelera y el período 1916-1930 lo cubre en 90 páginas. Es más, los cinco años que van hasta 1935 en que se constituyó la Commonwealth filipina, que daría paso a la independencia, los omite, lo que resulta un alivio. Creo que no hubiera soportado una sola página más de ese pestiño. 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