ABC
| Registro
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizABC
Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El fin de la inocencia (2)

Emilio de Miguel Calabia el

(Karl Radek, inteligente, manipulador y cabrón a partes iguales)

El tercer hombre de esta historia del que merece la pena que hablemos es Karl Radek, un periodista austro-húngaro que se había ganado a Lenin. Koch lo describe como “un extremista polaco, muy conversador, un intelectual calculador y con ínfulas literarias (…) Era brillante y locuaz, el protegido cínico y divertido de otro polaco, el conde Félix Dzerzhinsky, el hombre sin sentido del humor que será recordado para siempre como el inventor del Estado policial.” Radek fungía de agente de prensa y tenía un talento especial para inventarse el ángulo adecuado para las noticias. Era un maestro de la información y de la desinformacion.

A la muerte de Lenin Radek cometió un error capital: apoyó a Trotski frente a Stalin. Ese error en los años 30 le habría costado la vida, pero en los tiempos relativamente más benignos de 1927, todo quedó en un destierro a Tomsk, a más de 3.000 kms de Moscú, lejos de donde se cortaba el bacalao. Los intelectuales no suelen ser muy sufridos. Al poco ya estaba tratando de recuperar el favor del dictador. Le permitieron regresar a Moscú y le confinaron a un sótano frío en un edificio de arrabal. Tampoco es que hubiera mejorado mucho su situación. En 1930 debió de hacer algo extraordinario, porque se le trasladó a un piso magnífico en un edificio reservado para los miembros más importantes del gobierno.

No está confirmado qué fue lo que hizo para conseguir ese ascenso. Una hipótesis verosímil es que utilizó el sótano y su anterior vinculación con Trotski para atraerse a los trotskistas clandestinos que aún quedaban y denunciarlos, a sabiendas de que sus denuncias les conducirían sin lugar a dudas al pelotón de fusilamiento.

Entre 1933 y 1934 Radek fue el cerebro gris de Stalin, su mano derecha invisible en la política internacional, el emisario ultrasecreto ante los nazis (desde muy pronto Stalin pensó que era en su interés alcanzar un acuerdo con los nazis. Les prefería antes que a las caducas democracias liberales) y su asesor en política cultural y frentes antifascistas (ambas cosas iban a menudo unidas). En esos años triunfales Radek controlaba desde la relación de Malraux con Aragon, hasta James Joyce y el último comentario de algún refugiado alemán.

En agosto de 1936 comenzó el Gran Terror con los juicios espurios de Zinoniev y Kamenev. Ambos cumplieron con lo que se esperaba de ellos y leyeron sus “confesiones”. Tal vez les hubiesen prometido conservarles la vida. Pero durante el Terror no se conservó la vida de nadie que estuviese marcado. Ellos fueron los primeros en caer y tal vez creyeran que se librarían hasta que los sicarios irrumpieron en sus celdas.

Radek cayó tres semanas después del juicio a Zinoniev y Kamenev. Radek, que conocía la capacidad para la traición de Stalin, se había prevenido. Escribió una larga carta para Stalin, que hizo que éste fuera a visitarle a la cárcel al día siguiente. No se sabe de lo que hablaron. Radek fue acusado de ser un espía alemán. Su testimonio y el de sus “secuaces” sirvió para condenar a Nikolai Bujarin y al mariscal de campo Tujachevski. Mientras que los otros fueron condenados a muerte, la sentencia para Radek fue de 10 años. Eventualmente Radek acabaría siendo trasladado a un campo y allí otros presos, siguiendo órdenes de la NKVD le mataron.

Una de las cosas más sorprendentes de los procesos de Moscú es cómo mucha gente se dejó llevar al matadero sin protestar. Nikolai Bujarin se encontraba en Paris, cuando recibió un telegrama conminándole a regresar inmediatamente a Moscú. Su interlocutor francés le propuso que no fuese. La cosa no era tan sencilla. Los esbirros de Stalin en Occidente eran ubicuos. Aun así, yo creo que era preferible esconderse en Occidente, donde podía haber alguna posibilidad remota de sobrevivir, que regresar a Moscú, donde le esperarían torturas, un juicio amañado y la muerte. Bujarin no lo vio así y regresó. Otro ejemplo es el de Theodor Maly, un agente húngaro que había sido sacerdote y al que la I Guerra Mundial le hizo perder la fe. En 1938 se le ordenó que dejara su trabajo con el grupo de Cambridge y regresara a la URSS. Sabía lo que eso implicaba. Fue a Paris. Sus amigos en el aparato le recomendaron que no volviera. Sopesó sus alternativas. No creía que pudiera escaparse de los esbirros de Stalin. También, si huía, desacreditarían su imagen de revolucionario y lo pintarían como a un traidor. Para él era más importante que se supiera que había muerto obediente a la Revolución.

Hemos hablado de los agentes que lo sabían todo. Ahora habría que referirse a aquellos que estaban fuera de la organización, pero cooperaron con ella.

En primer lugar estaban los inocentes, aquéllos que, movidos por la indignación moral, participaron en las distintas actividades antifascistas, sin saber que el partido comunista estaba detrás. Los inocentes resultaban imprescindibles. Su presencia permitía hacer creer que la campaña en cuestión no estaba conectada con el partido comunista y ayudaba a atraer a otras personas. No era raro que se les buscasen amantes/esposas para que los manipulasen.

Un ejemplo fue Gardner Jackson, un periodista prestigioso de buena familia que fue muy activo en la campaña contra la ejecución de Sacco y Vanzetti. Koch nos dice que “era manipulable hasta la comicidad”. Gardner se ocupó de atraer a la causa a Felix Frankfurter, un famoso profesor de Derecho, quien escribió una carta polémica muy famosa sobre el juicio y que tendría gran impacto publicitario. Gardner terminó sus días como un firme anticomunista de izquierdas.

Otro caso, en el que la manipulación fue también erótica, fue el de H.G. Wells. En 1920 conoció a Moura Bedberg, una mujer extremadamente manipuladora, que era la amante de Maxim Gorki y cuyo único objetivo en la vida era sobrevivir. Moura empleó con él la misma técnica que había empleado en su día con Gorki. Le dijo a Wells que la habían enviado para que le espiase, pero se había enamorado; también le dijo que había cortado todo vínculo con los soviéticos, lo que era falso. Cuando Wells supo más tarde que aún seguía en contacto con los soviéticos y se lo echó en cara, Moura respondió despectiva que “como biólogo tenía que saber que la supervivencia era la primera ley de la vida (…) ¿No le gustaba a Wells? Tenía que aceptarla tal cual era”. Wells no la abandonó. Aunque no le gustase lo que sabía, ya no podía vivir sin ella.

 

Otros temas

Tags

Emilio de Miguel Calabia el

Entradas más recientes