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El cerebro de Siddharta

Emilio de Miguel Calabia el

En “El cerebro de Siddharta”, que lleva como subtítulo pretencioso “Desentrañando la antigua ciencia de la iluminación”, James Kingsland trata de describir los beneficios de la meditación, especialmente en su modalidad Vipassana, desde un planteamiento ateo y científico. Este planteamiento se resume en que la persona no es más que el producto de la interconexión de una serie de neuronas y sistemas cerebrales y que Buda fue un terapeuta que inventó un sistema de prácticas destinadas a mejorar el funcionamiento cerebral de sus seguidores y, con ello, a hacerles más felices e integrados.

La conciencia residiría en la ínsula, un centro de conexión cerebral con el sistema límbico, que está ubicada en una fisura entre los lóbulos frontal y parietal y el temporal. La ínsula recibe inputs de la corteza cingulada anterior (CCA), que regula la realización de tareas y el esfuerzo consciente y dirigido a un fin. La ínsula y la CCA se activan conjuntamente cuando experimentamos emociones. La ínsula también recibe inputs de las percepciones sensoriales. Asimismo está conectada con la memoria, que ayuda a crear una sensación de identidad a través del tiempo y las distintas experiencias. La ínsula, al combinar las emociones, las percepciones sensoriales y la memoria, sería la responsable de la conciencia del yo.

Me resulta curioso que la ínsula juega en la generación de la idea de yo un papel parecido a la que genera la “manas-vijñana” en la psicología budista. Manas-vijñana es la conciencia-paraguas que sobrevuela sobre las seis conciencias sensoriales (los cinco sentidos tradicionales más la conciencia de los pensamientos, que es tratada como una conciencia sensorial más). Sobre esa base más la percepción de la conciencia-almacen (alaya-vijñana) donde se acumulan las semillas kármicas y que podríamos equiparar grosso modo con la memoria, manas-vijñana crea la falsa idea de un yo.

Es posible que la idea del yo fuese una necesidad de la vida en sociedad. El ser humano es un animal social y sin el grupo no podría sobrevivir ni física, ni psicológicamente. Vivir en sociedad supone combinar altruismo y egoísmo: para conseguir nuestros objetivos personales a veces tenemos que ser un poco asociales, pero tampoco podemos pretender salirnos siempre con la nuestra; es preciso dar y coger del grupo. Para ello, hemos de ser capaces de anticipar las reacciones de los otros y de intuir lo que están pensando y conseguirlo sería imposible si no tuviéramos el concepto del yo. Allan Watts en sus memorias tiene una cita interesante al respecto: Leo me enseñó la idea importante de que el ego no era ni espiritual, ni psicológico, ni una realidad biológica, sino que se trata de una institución social del mismo orden que la familia monógama, el calendario, el reloj, el sistema métrico y la convención de conducir por la derecha o la izquierda de la carretera. Señaló que a veces esas instituciones sociales se vuelven obsoletas, como es el caso de los numerales romanos, la astronomía ptolemaica y el sistema de castas hindú y que el “ego cristiano” era claramente inapropiado para la situación ecológica hacia la que nos encaminábamos”.

La realidad sería, pues, que el yo es una simulación que genera el cerebro, que además crea la sensación de que se trata de una identidad que no cambia. Ese yo, que no sabe que no es más que el resultado de unos procesos neuronales, cree que tiene una existencia real y aspira a la inmortalidad. Con otro lenguaje, Buda decía algo parecido: buscó el yo en sus elementos constitutivos: la forma material, las sensaciones, las percepciones, los pensamientos, la conciencia, y descubrió que todas eran impermanentes y en ninguna de ellas se encontraba el yo. La conclusión es que el yo no existe realmente, sino que es la etiqueta que ponemos a la suma de cuerpo + sensaciones + percepciones + pensamientos + conciencia.

Lo que dicen Buda y Kingsland es casi lo mismo, pero ese “casi” es vital. Para Kingsland el yo es el resultado de un proceso neurológico y se extingue con la muerte física del cuerpo. Para Buda queda un residuo que se va reencarnando de vida en vida por efecto del karma. Existiría un flujo kármico que llevaría de la persona A a la persona B en la siguiente reacción. A y B no serían la misma persona, pero estarían relacionadas.

Aunque lo anterior es la postura del budismo theravada, se podría incluso discutir si ésa era la posición final de Buda. En el “Sutta Vacchagotta” Buda conversa con un asceta y se niega a responder a varias preguntas de índole metafísica. Una de ellas es si existe el yo. En su respuesta elusiva, parecería que Buda no está ni con quienes afirman que existe un yo permanente, ni con quienes lo niegan, sino que se quedaría con un camino intermedio entre ambas posturas.

Resumiendo. Kingsland asume una postura científica y materialista. La ciencia no ha podido descubrir la existencia del alma, por lo que debemos asumir que todo lo que hay es un yo producido por una serie de procesos neurológicos. Buda es un lógico y un meditador y a través de la meditación y de la reflexión llega a la conclusión de que lo que normalmente denominamos “yo” no existe, no es más que la etiqueta que le ponemos a una serie de procesos psicofísicos. Sin embargo, la insistencia de Buda en que el objetivo de sus enseñanzas es que seamos capaces de romper la cadena del samsara, que seamos capaces de salir del ciclo repetitivo de las reencarnaciones, indica que sí que cree que hay algo que queda. Pensadores budistas posteriores sobre esa base y para responder a la cuestión ética fundamental de quién sufre las consecuencias de las malas acciones en ausencia del yo, reintrodujeron por la puerta de atrás la idea del yo.

Al final, pensar que el cerebro es todo lo que hay o que es el interfaz entre el cuerpo y un alma inmaterial es cuestión de fe.

 

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