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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Santa Claus is coming to town

Emilio de Miguel Calabia el

El Comandante se había hecho legendario en el cuerpo. No sabíamos cómo lo hacía, pero no había ningún sospechoso que se le resistiese. Se encerraba a solas con ellos en la sala de los interrogatorios. Pasaba una hora, dos, las que fueran,- porque el Comandante era un hombre paciente-, y al final hasta el más duro de los disidentes salía de allá temblando, pálido, habiendo contado hasta sus sueños más inconfesables. Algunos incluso salían dando vivas al Partido de los Trabajadores y denunciando sus anteriores ilusiones pequeño burguesas y antirrevolucionarias. Y todo eso lo conseguía él solo, sin ponerles la mano encima ni alzar la voz. Bromeábamos con que hacía él solo de poli bueno y poli malo simultáneamente. Pero no era una broma. Era una realidad.

Cuando ya le tuve más confianza, le pregunté por sus métodos, cómo conseguía que nadie se le resistiera. El Comandante era un hombre taciturno y poco expresivo. Se limitó a responderme: “Todas las personas tienen un punto en el que hacen crack. Todo es cuestión de encontrarlo.” Hubiera querido seguir preguntándole, pero era consciente de que ya me había dicho mucho.

Cuando se acercaban las Navidades, le gustaba poner mientras trabajábamos un villancico americano: “Santa is coming to town”. El primer año que lo puso me extrañó y pregunté a uno de mis compañeros por el motivo. “El Comandante dice que debería de ser el himno de nuestra profesión.” “¿Y eso?” “Escúchalo con atención”. Sí, el villancico era perverso y se ajustaba perfectamente a lo que hacíamos:

“You’d better watch out, you’d better not cry

You’d better not pout. I’m telling you why

Santa Claus is coming to town.

He’s making a list, he’s checking it twice

He’s gonna find out who’s been naughty or nice

Santa Claus is coming to town

He sees you when you’re sleeping

He knows when you’re awake

He knows if you’ve been bad or good

So be good for goodness sake.”

Al Comandante le gustaba proceder a realizar arrestos en los días anteriores a la Navidad. Decía que es entonces cuando los disidentes están más blanditos y cantan con más facilidad. Los mejores en esas fechas eran los miembros de la iglesia luterana clandestina. Se venían abajo cuando se daban cuenta de que pasarían las Navidades en una celda cuidados por nosotros. Lo malo es que después de cuarenta años de ateísmo institucional, cada vez resultaba más difícil encontrar creyentes a los que interrogar.

Nuestro deber era proteger al Estado de los saboteadores, los agentes de la CIA, los disidentes, los que tenían contactos sospechosos con la República Federal, los que presentaban señales de desafección al régimen. Nuestra revolución era joven y los enemigos muchos. Los otros no se habían hecho a la idea de que el comunismo hubiera triunfado en nuestra patria; era algo que no les dejaba dormir. “El comunismo es como una orquidea. Es hermosa y espectacular, algo por lo que merece la pena trabajar. Pero también es muy frágil. Un poco de frío, un olvido a la hora de regarla, la pueden matar”. Éstas son palabras del Comandante, que se me quedaron grabadas. Aunque era un hombre circunspecto, yo creo que por debajo latía un alma de poeta.

El Comandante no era un hombre dado a confidencias. Nadie le había visto nunca de otra manera que embutido en su uniforme de la Policía secreta, con las charreteras rojas de los oficiales. Oí decir que estaba divorciado y que tenía una hija a la que no veía nunca, no sé si por falta de ganas o porque su ex-mujer se lo tenía vedado. Decían que vivía con su madre y nadie le conocía amigos ni aficiones. A mí, que soy un hombre de familia, me parecía triste, pero al Comandante siempre se le veía de buen humor a su manera. La alegría se le notaba en la sonrisa fugaz que a veces se dibujaba en su rostro, en su manera entusiasta de dar las instrucciones, en bromas sutiles que soltaba en los momentos más inesperados y que uno necesitaba de un buen rato para llegar a entenderlas del todo. Admirábamos al Comandante.

Todo cambió el año que a finales de noviembre murió su madre. Sólo entonces nos dimos cuenta de que el Comandante era un hombre que estaba solo y que su madre había representado mucho para él. El primer signo fue cuando Klaus puso “Santa Claus is coming to town” como todos los primeros de diciembre. “¡Quita esa música!” gritó encolerizado el Comandante. Fue la primera vez que le vimos fuera de sí. Ordenó que pusiésemos en su lugar el “Requiem” de Mozart. Hay que reconocer que tampoco es mala música para los interrogatorios. Tiene algo de ominoso. Es ideal como hilo musical para las celdas de los disidentes la víspera de comparecer ante el Tribunal. Dicen que alguno comentó que, después de una noche oyendo sin pausa el “Requiem”, había recibido con alivio la condena a diez años de trabajos forzados.

Ese diciembre vimos al Comandante pasearse por las oficinas como un perro que se hubiera perdido y no supiera adónde dirigirse. Con las manos entrelazadas a la espalda, iba por los pasillos triste y meditabundo, apenas prestando atención a lo que hacíamos. Impartía las instrucciones con desgana, como si no le importase si la persona a la que acababan de detener era un agente de la CIA o un pobre diablo. Le veníamos al despacho con informes de escuchas que podían apuntar a que existía una célula de saboteadores y con un movimiento de la mano nos indicaba que nos fuésemos y le dejásemos tranquilo.

Un día trajeron a una chica muy jovencita. La habían pillado en la universidad con unas octavillas atacando al Partido. Era rubia, pecosa y delgada. Era el tipo de mujer de las que yo me enamoraba perdidamente de adolescente. Eso fue hasta que conocí a Herta en la Academia de Policía y me deslumbró con su puntería en la galería de tiro, pero ésa es otra historia.

Nos pareció que interrogar a una chica así, tan desvalida, podría subirle la moral al Comandante. Fuimos a su despacho y le dijimos que teníamos a una universitaria recalcitrante que no quería cantar y que le necesitábamos a él para que la ablandara. Puede que estuviera deprimido, pero era un buen profesional, consciente de su deber. No se hizo de rogar. Nos siguió y se encerró con la estudiante en el cuarto de los interrogatorios. Pasó una hora, pasó otra y al comienzo de la tercera, se abrió la puerta y salió el Comandante bañado en lágrimas. Nos asomamos y desde dentro de la habitación nos miró la chica con un gesto como disculpándose de haber hecho llorar al Comandante.

Al día siguiente el Comandante no vino a trabajar. Dos meses después nos dijeron que lo habían trasladado a los archivos y no nos dieron más explicaciones, pero tampoco las necesitábamos. Le reemplazaron con un oficial recién salido de la academia, con pelo de cepillo y un bigote rubio como el de los culturistas que mandábamos a los Juegos Olímpicos y que siempre volvían cargados de medallas. Tal vez hubiese sido mejor que ese oficial, que se llamaba Hans, se hubiese dedicado al culturismo. Todo lo hacía conforme al manual y nunca le vimos hacer o decir nada novedoso.

Año y medio después cayó el Muro y no dejo de pensar que si el Comandante hubiese seguido con nosotros, esa desgracia habría podido evitarse. El Comandante sabía tratar a los sospechosos y tenía un olfato especial para detectar las conspiraciones y las células durmientes. Hans y los de su quinta no hubieran sabido detectar a un agente de la CIA, así se lo hubieran traído con la frente tatuada “Soy agente de la CIA”.

La caída del Muro fue una desgracia para todos, pero sobre todo para nosotros. De un día para otro pasamos de ser héroes socialistas y protectores de la Revolución, a convertirnos en esbirros de un régimen criminal. Sí, eso era lo que llamaban ahora a nuestra República Democrática, que había traido paz, progreso y bienestar a nuestro pueblo.

Adaptarse a los nuevos tiempos no fue nada fácil. En cuanto se enteraban de cuál había sido nuestro trabajo, nos daban la espalda. Nadie nos quería. Aún tengo que dar gracias de que me dieran un empleo de chico de mantenimiento en unos grandes almacenes.

El otro día, mientras estaba remplazando unas bombillas, sonó por el hilo musical “Santa Claus is coming to town”. Se me escapó una lagrimilla recordando los buenos tiempos del pasado y lo felices que éramos entonces. En la entrada de los almacenes habían colocado una carpa y un Santa Claus seriote y casi hosco iba sentando en sus rodillas uno por uno a niños embufandados, que le hacían entrega de sus cartas pidiendo regalos. La típica escena capitalista que ahora se ha hecho tan habitual en nuestras ciudades en vísperas de Navidad. Entonces me fijé bien y casi me caigo de la escalera. Yo diría que el Santa Claus tristón era nuestro Comandante.

 

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Emilio de Miguel Calabia el

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