Emilio de Miguel Calabia el 09 ago, 2023 España y la India son dos países que históricamente han vivido de espaldas el uno al otro. En virtud del Tratado de Tordesillas, la India caía del lado portugués y más allá de consideraciones misioneras, los españoles, que lo más cerca que estaban eran las Filipinas, apenas se interesaron por el Subcontinente. Hubo unos pocos años en los que sí hubo un mayor interés por la India; fue en el período en el que las coronas española y portuguesa estuvieron unidas. Con unas relaciones tan magras, tiene mérito el libro “Historia compartida de España y la India” del profesor Alfonso Ojeda, que publicó el año pasado Los Libros de la Catarata. A un tema que yo creía que daba para 50 páginas mal contadas, Ojeda le dedica 418. Una muestra de su celo por no dejarse nada fuera del tintero es que dedica las 85 primeras páginas a reseñar las nimias relaciones entre la India y España en tiempos del Imperio romano y de los visigodos y, más tarde, durante la época árabe, a la que añade los contactos entre judeoespañoles e indios. La verdad es que hay poca cosa que reseñar. Me limitaré a dar unas pinceladas: recepción de una misión diplomática india por Augusto, que se hallaba a la sazón en Tarraco; la “Historia contra los paganos” de Paulo Orosio, que narró la expedición de Alejandro Magno a la India e introdujo algunas referencias geográficas, entre ellas la habitual entonces de creer que el norte de la India estaba conectado con el Cáucaso; diversas noticias sobre la India recogidas en las “Etimologías” de San Isidoro de Sevilla; el “Kalilah y Dimnah”, una adaptación árabe del “Panchatantra” indio que fue traducida al español medieval por orden de Alfonso X el Sabio; el “Libro de Roger”, que compuso el ceutí Abu Abdalla Muhammad al-Idrisi para el monarca siciliano Roger II y que contiene numerosas referencias geográficas a la India, mostrando un conocimiento del Subcontinente mayor del habitual hasta entonces; el “Libro de las categorías” de Said al-Andalusí, que hace un estudio de distintas civilizaciones, entre las que se incluye la India, a la cual valora positivamente el autor. En su categorización de las distintas civilizaciones, llega a la conclusión de que la civilización islámica es la superior. Yo diría que el autor estaba un poco sesgado; parece que la mezquita de Córdoba habría podido inspirar dos mezquitas indo-musulmanas del siglo XIV; la influencia del filósofo sufí andalusí Ibn-Arabi sobre el sufismo de la India; la presencia de comerciantes sefardíes en la India… Alabo la exhaustividad del autor, pero toda esta acumulación de saberes nimios me resulta un poco cargante. Las relaciones entre la Península Ibérica y la India despegarían durante la era de los descubrimientos. Portugal llegó a la India con dos objetivos: buscar cristianos y especias (mejor lo primero). Existía aún a finales del siglo XV la leyenda del Preste Juan, que afirmaba que hacia oriente había un gran reino cristiano. Un objetivo de los portugueses era hallar a este reino y hacer pinza a los musulmanes por occidente y por oriente. Más éxito tuvieron en la cuestión de las especias. Durante el siglo XVI los portugueses consiguieron asegurarse el control de las redes comerciales del Océano Índico y enriquecerse gracias a las especias. Portugal fue en la India un actor geopolítico menor. Carecía de recursos para hacerse con un imperio territorial o para ejercer un papel determinante en los conflictos entre los Estados indios. Territorialmente tuvo que conformarse con enclaves que le ayudaban a controlar las distintas rutas comerciales. Portugal siempre estuvo un poco en precario, dependiendo de la benevolencia de los mogoles, cuyo imperio se fundó en 1526, y de que otras potencias no quisieran hacerse un hueco en el Índico. Cuando los ingleses y los holandeses aparecieron por la región, se les acabó la suerte. Prácticamente no hubo convergencia geopolítica entre españoles y portugueses en la India. El Tratado de Tordesillas había otorgado a Portugal el Océano Índico y el Océano Pacífico Occidental y el país estaba decidido a evitar la intromisión de españoles en su zona de influencia. Ni tan siquiera durante la unión de las dos coronas los portugueses se mostraron colaboradores con los españoles. No obstante, durante ese período hubo algo de interacción entre los Habsburgos y la India, en unas relaciones en las que predominaron los espejismos. Uno de ellos fue que Felipe II se convirtió en rey del reino cingalés de Kotte. El rey Dharmapala de Kotte recibió una intensa educación católica a cargo de los portugueses. Su reinado estuvo lleno de conflictos. En su testamento legó su reino al monarca portugués y a sus sucesores. Felipe III intentó sacar partido geopolítico del legado y con sus súbditos portugueses hizo planes para conquistar la totalidad de la isla. La conquista se convirtió en un sumidero de hombres y recursos. Portugal nunca llegó a controlar el interior montañoso de la isla. Durante los reinados de los tres Felipes hubo algunos contactos entre la Casa de Austria y los emperadores mogoles, pero las ilusiones fueron mas que los logros tangibles. Ojeda destaca algunas semejanzas entre los reyes españoles y los emperadores mogoles, como el mecenazgo de las artes, la construcción de monumentos para cantar sus glorias o la pasión por la caza. Pues sí, y que tenga que dedicar tanto espacio a estas semejanzas indica lo liviano de esas relaciones. A comienzos del siglo XVII España trató de trabar una alianza con Abbas I de Persia para luchar contra los otomanos. Ni se le ocurrió la posibilidad de buscar una alianza con los mogoles. Es más, cuando se produjo un conflicto entre el emperador Akbar y su hijo Selim, Felipe III expresó al Virrey de la India su deseo de que el enfrentamiento desestabilizase al imperio mogol. Va a ser que no. Los misioneros españoles en este período jugaron un papel más destacado que los militares o los diplomáticos españoles. San Francisco Javier, cuyo cuerpo incorrupto se venera en Goa, fue uno de los primeros misioneros en llegar y tal vez aquél que dejó más huella. Evangelizó en el sur de la India y para mejor hacerlo aprendió tamil, idioma del que se puede decir de todo, salvo que sea fácil. También evangelizó en las Molucas, donde aprendió algo de la lengua local. De 1549 a 1551 estuvo evangelizando en Japón. Murió en 1552, ante las costas de China, donde soñaba con continuar con su labor misionera. Uno de los misioneros más destacados de los que le sucedieron fue su sobrino-nieto Jerónimo Xavier, que vivió durante más de 20 años en el imperio mogol. Con buen criterio Xavier se negó a entrometerse en las querellas cortesanas que se vivieron en aquellos tiempos (en realidad estas querellas se vivieron casi en todos los tiempos del imperio); prefirió utilizar su influencia en engrandecer la imagen de su soberano en la India. Un ejemplo fue su tratado “Fuente de vida”, escrito en persa, que dedicó al emperador Akbar. Lo mollar del libro no son las consideraciones teológicas, sino el canto al poderío de la Monarquía Hispana. Por su parte, el catalán Antonio de Monserrate dejó un interesante tratado sobre la geografía de la India y de sus ciudades. Perteneció al grupo de los misioneros que creyeron que Akbar, porque era tolerante y escuchaba a todas las religiones, sería fácil de convertir al cristianismo. Monserrate participó en el proyecto del envío de una embajada mogola a España, que se malogró y no pasó de Goa. Otros misioneros notables fueron Francisco Ros, que fue el primer español que aprendió el malayalam (y no sé si también no sería el último), José de Acosta, que escribió una “Historia natural y moral de las Indias”, que alcanzó un gran prestigio y fue traducido a varios idiomas, Luis de Guzmán, que escribió sobre la Historia de los misioneros en la India, y Pedro Murillo Velarde, que escribió una voluminosa “Geografía histórica” cuyo tomo séptimo está dedicado en gran medida a la India y a sus islas. La labor misionera sería aquella en la que la actividad española tendría más continuidad, llegando hasta el siglo XX. Siendo España un país neutral y poco poderoso, sus misioneros no despertaban las suspicacias del Raj británico. Uno de los misioneros más notables de este período fue Enrique Heras, que se dedicó al estudio de la antigüedad india. Hasta aquí, bien. Lo malo fue cuando comenzó a divulgar sus originales teorías sobre los contactos de la cultura drávida con las culturas del mediterráneo antiguo. Una supuesta migración drávida les habría llevado hasta las costas atlánticas de Europa. La mejor prueba es la palabra “druida” que resulta evidente que se deriva de “drávida”. Más allá de esas extravagancias, Heras ideó planes para acercar intelectualmente España a la India. Así, abogó por la creación de un ambicioso Instituto Ibérico Oriental. La iniciativa fracasó por lo que fracasan tantas iniciativas: la falta de numerario. No me extenderé sobre las restantes 200+ páginas del libro donde se combinan los hechos interesantes (los menos) con anécdotas nimias, interesantes solo para concursar en “Saber y ganar”. Ejemplos de lo que se puede encontrar quien tenga la paciencia de seguir leyendo: una puesta en relación de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa con Guru Nanak, el fundador del sijismo; la puesta en relación del tratadista indio del siglo III a.C. Kautilya con Francisco de Vitoria. Observación: con imaginación y empeño uno puede encontrar concomitancias hasta entre Heinrich Himmler y San Francisco de Asís; la visita del legendario jugador de polo Chanda Singh a España en 1909; el For Spain, Indian Evening que la hija del revolucionario Shapurji Saklatvala organizó en Londres el 12 de marzo de 1937… y así, así, así. En fin que un libro donde se notan el amor a la materia y el trabajo es una lástima que se malogre por el afán de haber querido meter hasta la más mínima onza de información y de haber fallado en la estructura. 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