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Pratityasamutpada (2): Esperando a Teresa

Emilio de Miguel Calabia el

Alfredo siempre tuvo la impresión de que la vida era una cosa muy complicada y que a él lo habían enviado al mundo sin el manual de instrucciones. Bueno, acaso la vida fuera sencilla porque no tenía más que ver cómo se desenvolvían los demás, con qué aplomo y que firmeza. Era como si ellos sí que supieran cómo se maneja la vida y hubieran nacido con un conocimiento infuso de las cosas que a él se le había negado.

La primera vez que pensó lo de que le faltaba el manual de instrucciones, fue de muy niño. Alfredo era el hermano pequeño y su hermano mayor, Ramón, era una especie de portento, un titán que todo lo hacía bien. Si a los tres años Alfredo aún utilizaba pañales, le recordaban que a los dos y medio Ramón ya prescindía de ellos. Si a los seis no había conseguido aprender a montar en bicicleta, le contaban que a los cuatro, cuando le regalaron su primera bicicleta a Ramón, éste insistió en que le quitaran las ruedecitas de apoyo que estaban atornilladas junto a la rueda de atrás. Quería hacerlo sin ayuda desde el principio y sí, se cayó un par de veces, pero al final de la mañana ya sabía montar en bicicleta. A Ramón los curas se lo rifaban para que leyese las lecturas, porque tenía una voz clara y una dicción perfecta. En el caso de Alfredo, cuando los curas pedían a un voluntario para que leyese la primera lectura y Alfredo levantaba el dedo con entusiasmo, los curas miraban a todas partes menos adonde estaba Alfredo sentado.

Fue un día, cuando tenía ocho años, que descubrió que no sólo era que Ramón lo hubiese hecho todo antes y mejor que él, sino que ese conocimiento del mundo también lo tenían sus compañeros. Ocurrió en clase de religión. El cura estaba hablando sobre los Diez Mandamientos. Alfredo tenía claro que honrar a tu padre y a tu madre es importantísimo y que no hay que matar, ni que robar, pero lo de la prohición de cometer actos impuros le parecía fuera de lugar. ¿De verdad a Dios le importaba tanto que uno se sentase a comer sin haberse lavado las manos? Ahí había gato encerrado.

Levantó el dedo. Esta vez el cura sí que estaba mirando en su dirección. “¿Sí, Morales?” “¿Qué significa “no cometerás actos impuros”?” Las risitas que oyó a su alrededor, le indicaron que acababa de preguntar algo obvio, que todos sabían menos él. El cura miró por unos instantes al cielo, puso el gesto que ponía cuando algún zote (que solía ser Alfredo) no entendía el concepto de raíz cuadrada y comenzó con una explicación simbólica en la que entraban las abejas y las flores, los perros que se frotan y Dios que se enfada mucho cuando utilizamos el palito que nos dio, de maneras inconvenientes. Alfredo no se enteró de nada, pero asintió a todo con la cabeza para no quedar aún más en ridículo. No sería hasta cuatro años después que finalmente entendería lo de las abejas y las flores, pero para entonces sus compañeros ya habían subido al siguiente nivel y él se había quedado rezagado.

En ese nivel, resultaba que uno preguntaba: “¿Dónde tienen el pelo más rizado las mujeres?” La respuesta era: “En África” y eso les hacía reír a todos. Él se reía para no quedar por tonto, pero no sabía por qué era un chiste decir lo obvio, que no había más que ver un atlas de pueblos de la tierra para comprobar que efectivamente era en África donde las mujeres tenían el pelo más rizado. Luego estaba la historia del “69” que era un número del que no paraban de hablar con picardía. Un día, que quiso ir de que él también estaba en el secreto de las cosas, comentó: “A mí lo que me gusta es el 96, que es el opuesto del 69”. Tras un instante de estupor, vino una catarata de risas. De allí hasta el final del curso, su mote fue “el 96”.

Para los dieciocho ya estaba puesto en las cosas esenciales del sexo, las mismas que sus amigos habían controlado desde los catorce. Pero todo era conocimiento teórico, mientras que sus amigos ya habían pasado a la práctica.

Si le habían lanzado a la vida sin manual de instrucciones, la impresión que tenía es que para manejarse con las mujeres hacía falta además que en el limbo te hubieras sacado un máster. Las mujeres le parecían de otro planeta, no de Venus, que ése está muy cerca, sino de otro más lejano, en una galaxia muy muy lejana, donde vivía la princesa Leia más o menos. Envidiaba la facilidad con la que sus amigos se les aproximaban en la discoteca y entablaban conversación, cómo bailaban después y cómo salían del recinto pasándoles el brazo por la cintura. Él asistía a toda esa coreografía desde una esquina con un cubata en la mano, al que luego seguía otro y más tarde otro más, que hay que ver la de alcohol que necesitaba su autocompasión para ahogarse y dejarle tranquilo.

Fue el único estudiante de la facultad cuya virginidad aguantó intacta el paso de tres fiestas de la primavera. A la cuarta cayó, pero no por mérito suyo, sino porque, por algún motivo que no llegó a desentrañar, le había gustado a Teresa, una compañera de clase a la que conocía desde primero de carrera y a la que había colocado en la categoría de “inalcanzable”, igual que al 95% de mujeres que conocía.

No supo qué fue lo que hizo Teresa exactamente, pero a las dos horas del inicio de la fiesta, le dijo que la quería y le dio un casto beso en los labios,-el primero suyo-, al que Teresa respondió con un morreo desenfrenado de cuatro minutos – el… hacía cinco años que había perdido la cuenta, pero acaso pueda aseverarse que era el que hacía entre el número ochocientos veintidós y el mil doscientos treinta. Esa tarde no hicieron el amor, porque no tenían condones y porque Alfredo creía que eso era algo que sólo podía hacerse en una cama, a ser posible con sábanas recién puestas.

Salió con Teresa el tiempo suficiente como para darse cuenta de que no conseguía relajarse ni ser espontáneo cuando estaban juntos. También se dio cuenta en ese tiempo de que con el sexo era como con las raíces cuadradas. Acaso entendiera el concepto, pero no sabía cómo se aplicaba.

Una tarde Teresa le dijo con voz compungida: “Eres muy buena persona y sé que me quieres, pero te encuentro inmaduro. No eres mi tipo. Creo que es mejor que lo dejemos”. “¿Qué quieres decir con eso de que lo dejemos?” Alfredo no era muy rápido captando los mensajes. “Que lo descafeinemos, que rompamos, que le pongamos punto y final”. Ahora sí, el mensaje era lo suficientemente inequívoco. Alfredo lo captó y se echó a llorar. Teresa no le vio llorar. Ya se había encaminado hacia la boca del metro.

La ruptura con Teresa le dolió infinito. Si hubiera tenido dinero, habría ido a un psicoterapeuta, pero no lo tenía. Vino una temporada de pasear solo por las calles, haciéndose preguntas sobre sí mismo y sobre la vida. En uno de esos paseos, se encontró con unos tipos que enarbolaban un cartel que decía: “¿Quieres conocer la verdad? ¿Quieres conocer el sentido de la vida?” y que entregaban Biblias a cualquiera que se parase más de siete segundos a observarlos. Había encontrado a los Testigos de Jehová. No sólo eran más baratos que un psicoterapeuta, sino que parecían tener respuesta a todo.

Comenzó a frecuentar su templo. Sí, era cierto que tenían respuesta a todo, pero resultaba que la respuesta siempre era Jehová. “¿Por qué no tengo éxito con las mujeres?” “Jehová te está guardando a la esposa ideal para ti”. “¿Por qué me cuesta tanto hacer cosas que a otros les salen de corrido?” “Jehová te está poniendo a prueba”. “¿Por qué no tengo éxito en la vida?” “Porque no confías lo suficiente en Jehová.”

De todas las respuestas, la última debía de ser verdadera, porque a los dos meses dejó de asistir al templo. Le costó un poco dejarlo, porque había llegado a simpatizar con ese Jehova incomprensible que se parecía tanto a su padre. Lo mismo su padre había sido un Testigo de Jehová clandestino y nunca lo habían sabido.

El paso por los testigos de Jehová le hizo pensar que tal vez no tenía que preguntarse tanto por qué los otros sabían más cosas y lo hacían todo mucho mejor que él, sino por lo que hay detrás, por el sentido de la vida, porque no podía ser que vivir fuera una carrera de obstáculos en la que él se tropezaba en todos. Tenía que haber algo más.

Fue rebuscando entre libros de segunda mano que encontró uno que se llamaba “Dar sentido a la vida”, escrito por un tal Lama Zorpa Rinpoché. Lo hojeó un momento. No vio el nombre de Jehová por ninguna parte. Tal vez le sirviese de algo. Lo compró.

Esa misma noche le llamó Teresa. Estuvo muy amable. Le preguntó que cómo estaba y le contó algunas menudencias de su vida. La parte interesante vino al final, cuando Teresa le dijo que le apetecería verle y propuso que quedasen en una terracita en la que solían quedar de novios. Alfredo aceptó. Cuando colgó el teléfono, sentía taquicardia. Es posible que no supiera muchas cosas de la vida, pero sí que había aprendido,- por las películas, no por experiencia personal-, que cuando un antiguo amor te llama de repente y te propone quedar es por algo.

La tarde de la cita salió muy temprano de casa. Sabía que llegaría como una hora antes a la terracita, pero no le importó. Quería saborear el rato de la espera. Ese momento antes de que haya ocurrido nada, en el que parece que todo es posible. Se llevó el libro de Lama Zorpa Rinpoché para entretener la espera.

Se sentó en la terracita y pidió una horchata. Estuvo un rato viendo pasar a la gente, hasta que se dio cuenta de que estaba poniendo nervioso. Quedaba media hora para que llegase Teresa. Abrió el libro para tranquilizarse.

Lama Zorpa Rinpoché no decía que la vida fuera una pregunta cuya única respuesta posible fuese Jehová. Lo importante era comprender que estamos atados a la existencia y que el objetivo es liberarse de ella. Nos ata una cadena, cuyo primer eslabón es la ignorancia y donde cada eslabón lleva al siguiente, en una rueda sin fin. Por ejemplo, los sentidos entran en contacto con los objetos. De ahí nacen las sensaciones. Las sensaciones, a su vez, provocan el deseo, el ansia por repetirlas. Y del deseo nace el apego, el no querer soltarlas. Y…

En ese momento vio a Teresa acercándose a paso ligero.

 

 

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