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Las últimas palabras del Maestro

Emilio de Miguel Calabia el

Al Maestro le gustaba enseñar con la acción, no con la palabra. Las palabras mienten, las acciones, no. Procedía a hacer sus labores cotidianas en silencio, pensando que, hasta cuando uno friega los platos poniendo todo su ser en ello, uno está transmitiendo una enseñanza que tal vez no inmediatamente, pero algún día fructificará.

Cuando le dio el ictus y dejó de poder valerse por sí mismo, comprendió que había perdido la capacidad de enseñar con su cuerpo y tuvo que empezar a recurrir a la palabra. Su lengua y sus cuerdas vocales ya no le respondían como antes y las palabras que salían de su boca a veces semejaban al balbuceo inconsistente de los borrachos, pero de alguna manera conseguía que su mensaje pasase. Eran el fuego de sus ojos, el movimiento firme de la mano buena, la rara sonrisa que le había dejado el ictus a caballo entre la sabiduría y la ironía, hasta los salivazos que se le escapaban y que duchaban a sus discípulos, que se referían a ellos como a una lluvia de sabiduría… El Maestro había encontrado una nueva manera de enseñar en la que por primera vez las palabras ocuparon un lugar central.

A medida que envejecía, la sabiduría del Maestro iba en aumento. Decían sus discípulos que había llegado a un punto en el que una gota de su saliva que te salpicase la mejilla, podía bastar para hacer que alcanzases la iluminación. Posiblemente hubiese algo de exageración, pues fueron muchos los salpicados y pocos los elegidos.

Al mismo tiempo, sus enseñanzas empezaron a girar cada vez más en torno a Dios, lo único importante según decía. Lo malo es que, con su dicción confusa, nunca quedaba claro del todo si Dios creó el universo y luego se retiró a descansar, si lo creó y se integró en su propia creación, morando en el alma de cada criatura, salvo los mosquitos, que parece que fueron un error de diseño imprevisto, si Dios era la suma de todas las partículas del universo y un algo más inefable ocasionado por su unión… Que a menudo no le entendiesen bien, no importaba. Sus discípulos confiaban ciegamente en él y sabían que en cualquier momento un salivazo podía alcanzarles y llenarles de sabiduría.

Su último año de vida lo pasó postrado. Su hablar se hizo casi ininteligible y hasta los perdigones se hicieron raros, siendo muy pocos los discípulos,- si es que hubo alguno-, que alcanzaron la iluminación aquel año. Lo único que quedó intacto fue su mirada fuego.

Su último día de vida lo pasó dormitando. A ratos se despertaba y tarareaba alguna cancioncilla de su infancia. Otras veces, con la mano buena hacía ademán de fregar los platos o barrer el patio, como en otras tiempos. A media tarde le pidió a Ananda, uno de sus tres discípulos más cercanos, que le masajease los pies. Poco después le pidió a Alí que le cubriese con otra manta, porque tenía frío. Y cuando el rayo de sol que entraba por la ventana se desvaneció, hizo un gesto, que sólo vio Pedro, para que se acercasen.

Los tres se acercaron a la cabecera de la cama. Su respiración se había vuelto dificultosa y entrecortada. Con los ojos muy abiertos, le fue mirando uno por uno, y les dijo: “Tened siempre presente en vuestra mente que Dios es…inflgalrbrl…” Torció la cabeza hacia atrás y con la boca entreabierta, quedó mirando al infinito.

Pedro le cerró los ojos. Ali le juntó las mandíbulas. Ananda le cruzó los brazos sobre el pecho. Los tres, en silencio, contemplaron al maestro con pena y con agradecimiento.

El silencio lo rompió Pedro. “¿Quién hubiera dicho que el secreto último del universo es que Dios es infalible?”

– Perdona, pero el Maestro ha dicho “inefable”.

– No quisiera contrariaros- intervino Alí,- pero lo que ha dicho es “inflamable”.

– Infalible.

– Inefable.

– Inflamable.

La discusión teológica hubiera podido proseguir un rato más, pero Ali recordó que hasta el ictus el Maestro había abogado por las acciones más que por las palabras y le sacudió un puñetazo a Pedro que cayó por tierra. Ali no pudo disfrutar de su victoria filosófica, porque Ananda había recordado que el Maestro decía que todo podía servir para alcanzar la iluminación y le abrió la cabeza con un candelabro de hierro, que es una cosa que desde luego se inventó para iluminar.

Por desgracia, ni el puñetazo de Ali, ni el candelabrazo de Ananda aclararon la cuestión. A poco cada uno de los discípulos creó su propia escuela sobre la base de lo que creía haber oído al Maestro en sus últimos momentos.

Pedro afirmó que al decir que Dios era infalible, el Maestro había querido decir que la creación que salió de sus manos era perfecta, que todo, desde el bacilo de la tuberculosis hasta el meteorito que mató a los dinosaurios, tenía su razón de ser en el orden de las cosas. Es nuestra ignorancia la que nos hace hablar de cosas buenas y malas o poner en duda la sabiduría divina.

Ananda proclamó a sus discípulos que Dios era inefable, según le había oído afirmar al Maestro en sus últimos momentos. Nuestra inteligencia está tan por debajo de lo absoluto divino, que no podemos decir nada que tenga sentido sobre lo mismo. El silencio es la única puerta de entrada al misterio divino.

Finalmente Ali llegó a la conclusión de que Dios era el universo y que estaba llamado a perecer en un gran holocausto de fuego. El Maestro, con su advertencia de que Dios era inflamable, había querido prevenirles de cuál sería el destino último de la creación y, tal vez, de sugerirles que desarrollasen materiales ignífugos más resistentes que el amianto.

Las tres escuelas pasaron los siguientes siglos llamándose herejes unas a otras y excomulgándose y haciéndose la guerra,- no sólo la filosófica, sino también la de asediar ciudades y cargar contra los enemigos-, y escribiendo sesudos tratados para mostrar los errores de los contrarios.

Mucho tiempo después, cuando el hastío se había aposentado y el escepticismo ateo comenzaba a extenderse, hubo algunos estudiosos que llegaron a la conclusión de que la última palabra del Maestro no fue tal, sino una flema que se le había atragantado y que le acabó asfixiando.

 

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