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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Federico Palomera (4)

Emilio de Miguel Calabia el

El lunes amaneció con un sol desvaído, como si le costase también a él comenzar la semana. Eduardo se levantó, mientras el sol dudaba si salir o esconderse entre las nubes para dormir un rato más. No encendió la luz y todo lo hizo a hurtadillas y medio a oscuras para que Ana no se despertase. O más bien, para no tener una nueva discusión con una Ana despierta.

Se puso una camisa y unos pantalones que no iban a juego, porque no alcanzó a discernir bien los colores, se dejó la cara llena de cortes al afeitarse, como si acabase de salir de una pelea tumultuaria, y con las prisas se tomó el café frío, como el personaje de un cuento que una vez leyó, que se titulaba “El narcisismo. Teoría y práctica”, donde el protagonista empezaba tomándose un café frío y a partir de ahí todo su día iba pendiente abajo.

Ese día salió rumbo al Liceo como el preso que huye de la cárcel y en agradecimiento a la vida por haberle permitido sobrevivir, le compró al senegalés del top-manta del metro un CD, que cogió sin mirar y luego resultó que era de un tal Emilio el Moro, del que nunca había oído hablar. La portada del CD traía a un tipo con fez, guitarra y sonrisa irónica que cantaba cosas como “Mira que eres gorda” y “Limones podríos”. Llegó el metro abarrotado, mientras consideraba el CD, y al subirse alguien le pisó con entusiasmo, como si hubiese visto en su pie un tablao flamenco. Mientras el metro arrancaba, le vino el pensamiento de que tal vez todo día que empieza con un café frío sólo puede ir para abajo.

Cuando entró en el Liceo, lo primero que notó fue un murmullo confuso por los pasillos. El murmullo fue haciéndose más fuerte a medida que se aproximaba a su aula. Para cuando llegó a la puerta, el ruido ya no merecía el nombre de “murmullo”, sino más bien el de “algarabía” o hasta el de “joda”. Abrió la puerta y lo que se encontró le hizo pensar que habría estado más tranquilo quedándose en casa con Ana.

Los alumnos habían tendido un par de cuerdas a dos palmos del suelo de un extremo a otro de la clase y estaban caminando en precario equilibrio uno detrás de otro por las cuerdas, intentando no caerse.

– ¿Me quieres explicar lo que es esto?- preguntó entre alarmado y exasperado a Federico Palomera, porque tenía la impresión de que aquello venía de él.

Federico le miró como sorprendido de que le preguntase algo tan obvio y respondió: “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre —una cuerda tendida sobre un abismo. Un peligroso caminar, un peligroso mirar hacia atrás, un peligroso estremecerse y detener el paso”.

Eduardo identificó al momento la cita de Nietzche. “¿Quién te ha enseñado eso?”

– Se me ocurrió el sábado. Las cosas no podían ser tan sencillas como había pensado. Estudiar y comportarse como si sirviera, no tiene sentido. La realidad es que lo que llamamos “obediencia” en verdad es sumisión y la “humildad”, bajeza. Se lo conté a mis compañeros y estuvimos todos de acuerdo en que debemos ser conscientes de nuestro propio poder y no tolerar que nos impongan valores y normas. Somos nuestros propios amos. Estamos más allá del bien y del mal.

– ¿Y eso significa…?

– Que hoy sólo daremos clase de literatura si decidimos que debemos darla y que nosotros elegiremos los libros a leer.

La derrota tiene muchas caras. Una puede ser la de un adolescente prealopécico que ha descubierto por sí mismo al superhombre de Nietzche y te dice que te vayas a hacer gárgaras. Eduardo dio media vuelta y salió silenciosamente del aula, no fuera a decidir en el último segundo esa cuadrilla de superhombres que después de todo sí que querían la clase de literatura. Se encaminó hacia la cafetería. Necesitaba un café. Caliente, si era posible.

Por el pasillo se cruzó con María Jesús de Secretaría. “Oye, Eduardo, que ya sé lo que dijo el director sobre el alumno nuevo. No dijo ni flemático, ni dramático, ni asmático, que fue lo que me pareció entender. Lo que dijo fue que era problemático.”

– Jamás me lo hubiera imaginado- replicó Eduardo. Ya que parecía que el universo se estaba carcajeando de él, también él podía echarse unas risas.

El resto de la semana lo pasó lidiando por el día con unos adolescentes superhombres que habían decidido que la única obra de la literatura francesa que estaban dispuestos a dejarse enseñar era “Justine” del Marqués de Sade y por la noche con una schopenhaueriana que había hecho de la reproducción un imperativo categórico (terminada la lectura de Schopenhauer, había comenzado con Kant, que no deja de ser una curiosa manera de preparar las gónadas para la labor reproductiva).

El viernes por la tarde había la reunión de padres y fuera por ese motivo o simplemente porque Federico Palomera estaba reinventando en su cabeza algún otro sistema filosófico, ese día sus alumnos estuvieron tranquilos y hasta dieron la imagen de adolescentes modélicos, interesados únicamente en el fútbol (ellos), la música moderna (ellas) y en hacerse pajas (todos). Aprovechó la paz para ponerles a leer “Los Tres Mosqueteros” de Alejandro Dumas, que es una novela poco propicia a sugerir ideas raras.

Más tarde, cuando llegó a casa, se encontró a Ana en el sofá, leyendo “Tartarín de Tarascón”, que no parece el tipo de libro que te hace pensar en ovulaciones, vástagos y el porvenir de la especie. Es más, Ana le preguntó si quería algo y hasta se ofreció a prepararle un café.

En los últimos días la mesa de la cocina se había convertida en un campo de batalla en el que las ostras (afrodisiacas), los aguacates (mejoran la calidad de los ovocitos), el ajo (ayuda a regular las hormonas), la avena (grasas insaturadas, potasio, magnesio, calcio y vitamina B) y las coles de Bruselas (ricas en ácido fólico) de Ana ocupaban la mayor parte del espacio. Eduardo, reducido a un reducto donde sólo había espacio para un platillo en el que echaba las cáscaras de las mandarinas y los corazones de las manzanas que eran su único alimento por esos días, contemplaba cómo su espacio se reducía gradualmente y se preguntaba si no terminaría teniendo que bajar a almorzar al bar de abajo, que suele ser el paso previo de cualquier divorcio sonado. Por eso, ver que Ana le servía una taza de café en una mesa despejada, le hizo pensar si no estaría soñando y lo mismo de un momento a otro, su mujer se transmutaría en una Ana alopécica que le anunciaría que era Federico Palomera.

 

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