Emilio de Miguel Calabia el 17 dic, 2022 Uno de los mejores libros para entender la evolución de las FFAA rusas en los últimos 25 años es “Las guerras de Putin. De Chechenia a Ucrania” de Mark Galeotti. Todo arranca de los años 90, el momento en el que una Rusia post-imperial y desmoralizada no sabe qué camino tomar. Los males del Ejército en aquellos momentos eran muchos: falta de disciplina; una cultura institucionalizada de acoso por parte de los veteranos a los reclutas; falta de un cuerpo profesional de suboficiales; malas condiciones para los soldados que, en algunos casos, podían llegar a pasar hambre; retrasos en la paga; tropas y mandos dedicados a actividades criminales y a la economía sumergida, lo que en parte puede explicarse por la falta de alternativas; corrupción de los mandos, que podía ir desde utilizar a los soldados como obreros baratos que alquilaban hasta embolsarse parte del dinero que recibían. En 1993 Rusia adoptó una nueva doctrina militar, que parecía más una obra de ficción que otra cosa. La doctrina confirmaba que Rusia debía verse como una potencia regional, no global, y que las fuerzas armadas debían modernizarse y profesionalizarse. Entre los planes concretos estaba la creación de una Fuerza de Despliegue Rápido, la completa profesionalización del Ejército y la reducción de su tamaño. En el ambiente de caos que reinaba entonces en Rusia, nada se hizo. El mejor testimonio de lo bajo que había caído el Ejército ruso fue la guerra de Chechenia de 1994-96. La guerra fue un desastre para Moscú. Los errores y vulnerabilidades rusas darían para un libro: descoordinación en el apoyo aéreo a las tropas de tierra; oficiales que no sabían cómo dirigir a sus tropas en combates a corta distancia; soldados mal entrenados y predispuestos a cometer atrocidades contra la población civil; vehículos mal mantenidos que se averiaban con una pasmosa regularidad… A pesar de todo, con dificultad y muchas bajas los rusos fueron ganando terreno y para mediados de 1996 parecía que habían ganado. Fue entonces, en la noche del 5 al 6 de agosto de 1996, en vísperas de la toma de posesión de Yeltsin, que los chechenos, dirigidos por Aslán Masjádov, dieron la sorpresa. Habiéndose infiltrado en Grozni, la capital de Chechenia, expulsaron a los rusos. El 30 de agosto rusos y chechenos firmaron el acuerdo de Jasaviurt, un acuerdo precario que ni tan siquiera resolvía la cuestión del estatus de Chechenia y que pretendía establecer un modus vivendi entre Chechenia y la Federación rusa. Dudo que ninguno de los firmantes se hiciese ilusiones sobre la duración que tendría el acuerdo. Chechenia no fue la única guerra de Rusia en aquellos años, aunque sea la más recordada. Tropas rusas intervinieron en Moldavia en 1992, donde contribuyeron a la formación de la “república de Transnistria”. En 1992 tropas rusas intervinieron también en la guerra civil de Tayikistán y ayudaron a la consolidación del nuevo presidente del país, Emomali Rahmon, al que acosaban las minorías étnicas rebeldes, los extremistas islámicos e incluso islamistas radicales afganos. En estas intervenciones se advirtieron dos pautas: 1) Rusia seguía contando, y mucho, en la conformación del espacio post-soviético; 2) Las FFAA rusas eran una herramienta más, y de importancia, de la ejecución de la política exterior rusa. Desde hace algo más de 20 años tenemos a Putin hasta en la sopa. Resulta difícil acordarse que hubo un tiempo en el que era un completo desconocido. Para finales de los años 90, al establishment ruso le resultaba evidente que debía buscar cuanto antes un reemplazo a Boris Yeltsin. Yeltsin había llegado al poder haciendo oposición al Partido Comunista Ruso y a los poderes fácticos, a menudo con gran coraje. Pero era uno de esos políticos que se pierden en el día a día. Peor todavía, tenía un problema de alcoholismo que no cesaba de agravarse. El hombre escogido para sustituirlo fue Vladimir Putin. Putin inició su carrera en la KGB, donde había deseado ingresar desde siempre. Su carrera en la organización fue más bien mediocre. Su principal puesto en aquellos años fue el de oficial de enlace con la Stasi (la policía secreta de la República Democrática de Alemania) en Dresde. Cuando la URSS se retiró de la RDA, Putin tuvo que regresar a la URSS. Parece que poco después dejó la KGB y se puso a buscar trabajo. Primero trabajó en la Universidad Estatal de Leningrado, trabajo que probablemente consiguiera por sus contactos en la KGB. Su golpe de suerte vino cuando el recién elegido alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, se fijó en él y le convirtió en uno de sus consejeros. En ese puesto se revelaron sus dotes de conseguidor. Cuando en 1996 Sobchak no fue reelegido, Putin se trasladó a Moscú donde ocupó algunos cargos oficiales. Lo principal es que demostró que era “discreto, eficiente, leal y sobrio”. Esas cualidades hicieron que el entorno de Yeltsin reparase en él. En 1998 Yeltsin le nombró director del FSB, el sucesor de la KGB. Duró un año en el cargo; de allí fue catapultado al puesto de Primer Ministro. En un sistema presidencialista como el ruso, el Primer Ministro tiene poco poder. Pero Yeltsin tenía los días contados; se había convertido en una rémora. El 26 de marzo de 2000 se celebraron elecciones presidenciales y Putin las ganó con el 53,44% de los votos. Galeotti estima que los objetivos de Putin cuando accedió a la Presidencia eran: 1) Restablecer el poder del Estado dentro de Rusia, lo que implicaba hacer saber a los oligarcas quién mandaba a partir de ahora; 2) Restablecer el estatus de gran potencia de Rusia y reafirmar su influencia en lo que consideraba como zonas de interés legítimo. Galeotti afirma que al comienzo Putin pensó en colaborar con Occidente, de quien esperaba que no expandiese la OTAN hacia el este y que reconociese la hegemonía rusa sobre todos los Estados post-soviéticos. Al rechazo occidental a estas exigencias vinieron a sumarse las críticas occidentales por las violaciones de los DDHH en la segunda guerra de Chechenia. La ruptura definitiva con Occidente se produciría el 10 de febrero de 2007 en la Conferencia de Seguridad de Múnich, cuando Putin pronunció un discurso en el que acusó a EEUU de que buscaba crear un mundo “unipolar” y que hacía “un sobreuso casi ilimitado de la fuerza- fuerza militar- en las relaciones internacionales”. William Burns, que fue Embajador norteamericano en Moscú de 2005 a 2008, cuenta en su excelente “The Back Channel” cómo en 2009 Obama intentó resetear (fue el verbo que se utilizó entonces) las relaciones con Rusia y realizó un viaje al país. Aunque hubo cierta cordialidad personal, la iniciativa llegó demasiado tarde. Putin ya no estaba interesado en un reseteo. Historia Tags Boris YeltsinMark GaleottiPrimera Guerra de ChecheniaRusiaTayikistánTransnistriaVladimir PutinWilliam Burns Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 17 dic, 2022