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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El final de la República romana (5)

Emilio de Miguel Calabia el

(Octaviano, el ganador del “Supervivientes” romano que se llamó “Guerras civiles”)

En diciembre del 45 a. C. César regresó a Roma triunfante. El Senado se desvivía para hacerle la pelota. A comienzos del 44 a. C. fue designado “dictador perpetuo”. Dos años antes le había designado dictador por diez años, pero parece que César tenía pensado vivir mucho más y le debió de saber a poco. En las semanas siguientes, algunos de sus partidarios le aclamaron como rey o intentaron entregarle objetos que simbólicamente aludían a la realeza. Eso iba en contra de todas las tradiciones. La República romana había nacido en rebelión contra el rey Tarquinio el Soberbio y era una institución de la que los romanos abominaban y que vinculaban con la tiranía. No obstante, como se ve una parte de la plebe empezaba a no ver con tan malos ojos tener un rey.

César rechazó esas aclamaciones consistentemente. La cuestión es si era sincero. Como dictador perpetuo ya tenía todo el poder que podía desear, pero la ambición de los hombres es insaciable. Por esos días circuló el rumor de que los libros sibilinos decían que los romanos sólo vencerían a los partos si los mandaba un rey. Precisamente por esos días, César estaba preparando una campaña contra los partos. ¿Pensaba hacerse proclamar rey antes de partir en campaña, como algunos sospechaban? ¿Planeaba hacerse coronar rey a su regreso victorioso de Partia? Nunca lo sabremos, porque César fue asesinado en los idus de marzo del año 44 a. C.

Los motivos para el asesinato fueron dos. El primero, las heridas mal cerradas de la guerra civil contra los pompeyanos. Aunque César había sido clemente con muchos de los partidarios de Pompeyo, el resentimiento seguía ahí. El segundo, y más importante, es que con su nombramiento como dictador perpetuo el Senado había quedado convertido en una mera asamblea consultiva, cuyas decisiones podían ser tenidas en cuenta, o no, por el dictador. ¿Le asesinaron también por las sospechas de que quisiera hacerse coronar rey? Resulta difícil saber si sus enemigos creían sinceramente que César tenía esas intenciones o si fingían que lo creían para justificar el asesinato.

Los conjurados contra César afirmaron que habían matado a Cesar movidos por el deseo de restaurar las instituciones y las libertades romanas. La realidad era más cínica: querían que Roma volviera a ser lo que había sido siempre, una república oligárquica en la que el poder real residía en el Senado, que estaba controlado por las élites. No advirtieron que esa República que decían defender estaba muerta, que la plebe no estaba con ellos y que después de los desórdenes de las últimas décadas la plebe se había convertido en un elemento a tener en cuenta. Marco Antonio se lo demostraría al utilizar los funerales de Julio César para azuzar a la plebe contra los asesinos de su héroe.

Los meses siguientes a la muerte de César fueron muy complicados y ya los he contado aquí en una serie de tres entradas con el título “Los idus de marzo y lo que vino después”. Los acontecimientos principales fueron: 1) La pugna entre el lugarteniente de César, Marco Antonio, y su hijo adoptivo, Octaviano, por ver quién se hacía con el legado de César. A la postre esa pugna la ganaría Octaviano, que poseía mejores títulos y tenía mucha más habilidad política; 2) La constitución del Segundo Triunvirato por Marco Antonio, Octaviano y Marco Emilio Lépido; 3) La irrelevancia del Senado, cuyos intentos de enfrentar a los triunviros entre sí y manipular a alguno de ellos como en su día había hecho con Pompeyo, fracasaron e hicieron que en la crisis subsiguiente su papel fuera el de un mero observador que tenía que atenerse a los deseos del hombre fuerte del día; 4) La retirada de los dos principales conjurados, Bruto y Casio, a Oriente. Como Pompeyo en el 49 a. C., intentaron que Oriente se convirtiera en su base y en la plataforma desde la que restablecer la vieja República romana. Ese sueño terminó en agosto del 42 a. C., en la batalla de Filipos.

Tras Filipos, los triunviros se repartieron el imperio. Marco Antonio se llevó Oriente y todas sus riquezas, Octaviano Italia y las provincias occidentales y todas sus deudas, y Lépido África y varias legiones. A primera vista podía parecer que Marco Antonio se había llevado la parte del león, pero Roma era donde estaban la legitimidad y las mejores legiones. En cuanto a Lépido, jugó muy mal sus cartas y para el 36 a. C. ya era historia (ojo, ahí se terminó su carrera política, que la otra le duró todavía unos 23 años más).

A partir del 36 a. C. estaba claro que sólo había dos salidas posibles: o bien el imperio se dividía entre una parte oriental en manos de Marco Antonio y otra occidental en manos de Octaviano, o bien se entablaba una guerra a muerte entre ambos por dominar el conjunto. En esta pugna ya nadie hablaba en serio de restaurar la vieja República. Se trataba de ver quién sería el dictador, – o el nombre que se le quisiera dar-, que regiría los destinos de Roma.

Octaviano volvió a demostrar que él era el mejor estratega político. Aprovechó todos los errores de Marco Antonio,- que fueron muchos-, para presentarse como el defensor de las esencias romanas frente a un general que se había orientalizado y había caído en las garras de una furcia egipcia (Cleopatra). Marco Antonio había perdido tanto el sentido de la realidad que no se dio cuenta de que seguía siendo necesario contar con la simpatía del Senado y de la plebe de Roma.

En el 31 a. C. finalmente se desencadenaron las hostilidades. Octaviano contaba con mejores legiones y con un gran general que le era completamente leal, Agripa. Además, su ejército tenía la moral muy alta. Marco Antonio durante toda la campaña se comportó como un boxeador grogui. Tras la batalla de Accio del 2 de septiembre del 31 a. C., la causa de Antonio y Cleopatra estaba vista para sentencia. Para el 1 de agosto del 30 a. C., Marco Antonio y Cleopatra se habían suicidado y Octaviano era el dueño supremo de la República romana, o lo que quedase de ella.

El genio de Augusto fue que, pretendiendo que estaba restaurando la República, creó algo que se parecía mucho a una monarquía sin despertar excesivos recelos. Ante una sociedad exhausta por las guerras civiles, Augusto se presentó como el hombre providencial, que le iba a traer paz y estabilidad. Con habilidad ocultó el hecho de que su fuerza procedía de las legiones que le apoyaban y de la ingente fortuna que había acumulado y pretendió que todo volvía a ser como antes, solo que encadenó ocho consulados consecutivos y sólo dejó de ser Cónsul cuando ya no necesitó el cargo para imponerse al Senado. A diferencia de los señores de la guerra que le habían precedido, Augusto propugnó un programa de renovación de la sociedad romana y creó la ilusión de que comenzaba una nueva edad de oro.

 

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