Emilio de Miguel Calabia el 06 nov, 2019 Natasha nació tres años antes de que Hitler invadiera la URSS. El primer invierno que quedó grabado en su memoria fue el del 41, cuando los panzers alemanes se estrellaron ante Moscú. Fue un invierno de grandes nevadas, de vientos de cien kilómetros la hora que te golpeaban la cara y te clavaban fragmentos de hielo en la piel, de gente que moría congelada a poco que estuviese un par de horas a la intemperie. También fue un invierno de mucha hambre. Los inviernos posteriores fueron igual de malos, pero para entonces Natasha ya había aceptado que la Tierra es un lugar hostil y que los días buenos son los menos. Más tarde, pasados los cincuenta, se dio cuenta de que los inviernos ya no eran tan duros como los del pasado. Nevaba y seguía habiendo heladas y los vientos seguían soplando sin cesar, pero no era lo mismo. La URSS se había roto y un tal Yeltsin andaba prometiéndoles que vivirían igual de bien que en América, pero Natasha había vivido demasiado como para creérselo sin más. A ella le bastaba con que no hubiera panzers alemanes a las puertas de Moscú y con que hiciera menos frío en invierno. Aún más tarde, cuando ya no vivía Yeltsin, sino otro que se llamaba Putin y que les prometía que volverían a ser un gran imperio, Natasha le comentó una mañana de comienzos de primavera a su nieta, que ahora cada año la primavera empezaba antes y el invierno era menos inclemente. La nieta, en lugar de decirle que eran tonterías de vieja, le habló de algo que se llamaba el cambio climático, que venía de que echamos demasiado humo a la atmósfera y está calentando el planeta. Natasha la escuchó sorprendida. Esa noche, aunque hacía nueve grados y realmente no lo necesitaba, encendió la estufa de carbón, la que estaba rota y echaba mucho, mucho humo. * * * Ramón empezó a trabajar justo en el momento en el que los expertos decían que las nuevas tecnologías nos llevarían a semanas de veinte horas y que trabajaríamos desde casa. Ahora querría encontrarse con uno de esos expertos y contarle cómo sus semanas tenían cincuenta horas y cómo sí que se había cumplido lo del teletrabajo. Su salón de estar se había convertido en un anexo de su oficina, de tantas veces como le llamaba su jefe fuera de horario. Pero no era sólo culpa del jefe, él también ponía de su parte, consultando compulsivamente su correo corporativo en el móvil para ser que el jefe no le pillase en un renuncio. El jefe no era mala persona. Él también era una víctima del sistema y les apretaba a ellos las clavijas de la misma manera que a él se las apretaba la Junta Directiva. En otro contexto, a Ramón hasta le habría gustado quedar con el jefe fuera del trabajo para tomarse unas cervezas, pero parecía que no había espacio en su vida, ni en la del jefe, que no estuviera ocupado por el trabajo. Alguna vez le había parecido que el jefe trataba de intimar con él, de llevar la relación a terrenos más personales. Sí, es posible que lo hubiera intentado, pero a base de convertir los balances, los informes y las estrategias en el centro de su vida, al jefe se le había olvidado cómo se relaciona uno con otra persona. Para el jefe ya no había Humanidad, sino recursos humanos. Por esos intentos de aproximación Ramón llegó a enterarse que el jefe estaba casado y tenía un hijo y que de joven pensó en estudiar Bellas Artes pero al final, “afortunadamente”, la cordura se impuso y estudió empresariales, una carrera que podía darle de comer. Más allá de esos tres datos, el jefe le parecía uno de esos párrafos insulsos que uno pone en el informe anual para los accionistas, que nadie se lee. El jefe era el jefe, el hombre que pensaba en el trabajo 24 horas, 7 días a la semana. Lo demás que hubiera en su vida era accesorio e irrelevante. Cuando venían épocas de estrés, es decir una de cada tres semanas, Ramón procuraba pensar en el jefe como si fuera el hombre de hojalata del Mago de Oz, al que le habían quitado el corazón. Esa semana necesitó imaginarse muchas veces al jefe como al hombre de hojalata del Mago de Oz, porque fue una semana sin horarios y con llamadas intempestivas del jefe en los momentos más inoportunos. Para el sábado por la tarde el temporal empezó a amainar. El domingo fue un día casi normal, con tan sólo un par de llamadas del jefe para un par de detalles menores. Sí, fue un día casi normal hasta las diez de la noche. Sonó el móvil. Vio que era el jefe. Maldijo quedamente su suerte. También maldijo a los padres del jefe, aunque de manera más escatológica. Cogió la llamada y procuró responder con la voz más melíflua posible. El jefe estaba llorando. Ramón dejó de maldecir. “¿Qué le pasa? ¿Está todo bien?” A trompicones, entre hipidos, el jefe empezó a decirle que su mujer le había dejado, llevándose al niño, que no tenía amigos con los que desahogarse y que se había enamorado de Ramón. * * * El doctor tenía ese aspecto radiante, elegante pero desenfadado, y energético que tienen los médicos que salen por televisión anunciando laxantes e ibuprofeno. Era imposible verle y no sentir que pondrías en sus manos tu vida y la de tus descendientes hasta la quinta generación. Algo así habían hecho Tomás y Laura. Era el doctor de la clínica de fecundación in vitro. – Les felicito. Hemos conseguido cinco embriones de buena calidad. No crean que esto ocurre todos los días (Iba a añadir “a sus años”, pero se contuvo a tiempo). Mañana le implantaremos uno de los embriones. – ¿Y los otros?- Laura preguntó con cierta angustia. Su cerebro había tenido algún problema a la hora de procesar la palabra “embriones”. Ahora, en alguna parte de su materia gris cinco niños felices corrían por un prado verde. – Con las nuevas técnicas basta con un solo embrión. No hace falta, como en el pasado, implantar dos o tres para asegurar el embarazo. Además, así eliminamos el riesgo de partos gemelares. – ¿Y los otros?- repitió Laura y un doctor con un aspecto menos radiante habría podido notar que había un deje de angustia en su voz. – Los congelaremos por si en el futuro… – Dejó la frase sin terminar. Nunca se paraba a pensar en los embriones que no implantaban. No entraban dentro de su sueldo. Laura pensó en cuatro niños pequeñitos metidos en una cueva helada y se puso muy triste. “Implánteme los cinco embriones”, dijo con un tono de súplica, que posiblemente también se le escapase al doctor elegante pero desenfadado. El doctor la miró con un gesto de ¿sorpresa? ¿condescendencia? ¿aburrimiento? En todo caso no era un gesto que se vea en los anuncios de médicos radiantes, elegantes pero desenfadados, y energéticos. * * * Desde que se divorció y empezó a utilizar el Tinder, Ana se dio cuenta de que los hombres habían tenido razón todo el tiempo. Hay que separar sexo de amor. Ya está bien de sufrir por hombres que no se le merecen, cuando lo que realmente te interesa de ellos es una cosa muy concreta. Bueno, varias: glúteos fuertes, abdominales, aunque a partir de los cuarenta casi había que conformarse con que no tuvieran barriguita cervecera, y esos trece centímetros, que puede que estén un poco sobrevalorados, pero que cuando su propietario es juguetón y sabe hacer las cosas, son los centímetros más gloriosos que existen en el mundo. Lo bueno de Tinder es que proporcionaba experiencias predecibles, pero que en ocasiones tenían su puntita de sorpresa. Al cabo de cinco meses, Ana ya sabía que había cuatro categorías en sus relaciones de Tinder: 1) Los que no daban más que para tomar un café con ellos, ya fuera por feos, por viejos, por antihigiénicos o por aburridos; 2) Los que daban para un polvo medianejo, de esos que en el momento del orgasmo ya casi te has olvidado de ellos; 3) Los que pasaban la prueba del polvo con notable alto, ya fuera porque se alejaban de la media mensurable, porque hacían en la cama malabarismos y acrobacias sexuales que no están descritas o los libros, o porque fueran buenos conversadores, que era algo que fascinaba a Ana y le hacía olvidar por un rato que al final todos los hombres se parecen, quieren lo mismo y son básicamente aburridos. Con esos estaba dispuesta a repetir unas cuantas veces más, hasta que caían en la monotonía o, peor, le decían que se habían enamorado de ella; 4) Finalmente había los que se enamoraban de ella, que podían pertenecer a cualquiera de las tres categorías descritas. No era sencillo decirles que no estaba enamorada de ellos, pero tampoco es sencillo decirle a alguien que tiene un cáncer terminal y le quedan cuatro meses de vida, y los médicos lo dicen todos los días. La vida es complicada y hay muchas cosas en ella que duelen, empezando por el amor. Hacía tiempo ella vivía permanentemente en la categoría 4). Bastaba que un chico le dijese una cosa bonita o le cogiese de la mano para que pensase que ya había encontrado el amor de su vida. Eso fue hasta que conoció a Julián, que fue el amor de su vida durante ocho años, cuatro meses y cinco días. Los cuatro meses y cinco días finales se le hicieron muy cuesta arriba, porque le seguía queriendo, a pesar de haber descubierto que lo compartía con la frutera, con la camarera del bar de la esquina, con la doctora del seguro y con la mitad del equipo de balonvolea del barrio. En fin, había aprendido la lección y ahora iba dando clases gratis a los hombres que conocía por el Tinder y que se creían que aquello iba de algo más que del intercambio recreativo de fluidos. Los hombres son tan lerdos, que nunca se daban cuenta de que toda la partida se jugaba en la hora primera que pasaban en el bar donde ella les daba cita. El bar nunca era el mismo, pero siempre buscaba bares íntimos, con luces débiles y poco ruido y pocos clientes. Mejor si sabían hacer el café irlandés como Dios manda. El acercamiento inicial era como una partida de ajedrez. Con los peones, les iba comiendo terreno, mientras que jugueteaba con los alfiles y los caballos para encandilarlos y que no se fijaran en la reina, que era la que destrozaba al adversario. Sí, era como jugar al ajedrez con un niño un poco lento, que encima pensase que el ajedrez se jugaba como las damas. Esa tarde había quedado con Luís de Toledo. La foto del Tinder no estaba mal. A poco que se lo currase, podría pasar a la categoría 3). Bueno, seguro que pasaría a la categoría 3), porque desde que vio su foto, no había parado de pensar en él. Cuando le vio entrar en el bar, supo que Luís le había dado jaque mate y que ahora ella era la tonta que diría que estaba enamorada y es posible que al final todo aquello terminase doliéndole mucho. Pero no le importaba. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 06 nov, 2019