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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Escribir. Una profesión de riesgo (y 4)

Emilio de Miguel Calabia el

Y termino con los suicidas patrios. El primero, el más conocido, el proto-suicida, es Mariano José de Larra. Recuerdo cuando de pequeño me llevó mi madre al Museo Romántico de Madrid y allí me enseñó la pistola con la que se suicidó Larra. Yo entonces no sabía que lo de acelerar el tránsito hacia el más allá estaba tan extendido entre los literatos, así que durante muchos años tuve a Larra por un ser desgraciadísimo y especial. Lo primero lo fue, y bastante. Lo segundo, algo menos. Como se está viendo, el suicidio es casi una enfermedad laboral de los escritores.

La vida de Larra fue la que se espera de un escritor romántico: movida, atormentada, llena de asuntos del corazón que terminaban como terminaban (generalmente mal), con tertulias en las que se resolvían los males del mundo y se gestaba una nueva literatura que movería los cimientos de la sociedad…

En 1831 conoció a Dolores Armijo, que estaba casada con el hijo de un conocido abogado. Larra, que también estaba casado, perdió la cabeza por ella. Las relaciones entre Larra y Dolores fueron tormentosas. Está claro que Larra perdió hasta el oremus por ella. En cuanto a Dolores, parece que hubo mucho de coqueteo por su parte, e incluso hay quien dice que se dejó querer y que jugueteó con Larra, pero que nunca le amó y que nunca hubo entre ellos más que un cortejo un poco subido de tono.

A comienzos de 1837 Larra se sentía más deprimido que nunca. Sufría por la situación en que veía sumida a España y, sobre todo, sufría por la esquiva Dolores. El 13 de febrero de 1837 Dolores fue a visitarle, acompañada de su cuñada, para hacerle saber que no debía albergar esperanzas, que fuere lo que fuere lo que hubiera ocurrido entre ellos, se había terminado para siempre. Poco después de que hubieran salido de la casa, Larra se pegó un tiro en la sien. Para aumentar el dramatismo, dicen que fue una de sus hijas pequeñas que iba a darle las buenas noches, la que se encontró el cadáver.

Otro suicida clásico, de éstos que se mencionaban en todos los libros de literatura, antes de que el suicidio se hubiera convertido en una de las dolencias que más han aquejado a los escritores del siglo XX, es Ángel Ganivet.

El 29 de noviembre de 1898 se suicidó tirándose por la borda de un vaporcito a las gélidas aguas del Dvina. Las razones de su suicidio nunca han quedado muy claras. ¿Desequilibrios psicológicos cuya manifestación más palpable era la manía persecutoria que le aquejó en sus últimos días? ¿Celos por las presuntas infidelidades de su amante, Amelia Roldán, que justo en esos instantes estaba viajando a Riga con el hijo que tenían en común para reunirse con él? ¿El dolor por el desastre del 98 (nuestro país nos puede doler, pero tanto como para quitarse de en medio…)? ¿Una crisis espiritual que le llevó a un vacío existencial al no poder creer en nada? Lo único tangible es que días antes le había escrito a un amigo que se encontraba “triste, endemoniado, aburrido, hastiado, malhumorado, abrumado, entontecido”… muchos adjetivos y ninguno bueno.

En las dos primeras décadas del siglo XX, el Pérez-Reverte de la literatura española era Felipe Trigo. Trigo había sido médico militar en Filipinas y allí había estado a punto de perder la vida. A su regreso a España se dedicó a la literatura con gran éxito. Sus novelas de crítica social con elementos eróticos causaban sensación y su pasado militar le daba un aire aguerrido y aventurero.

El 2 de septiembre de 1916 Felipe Trigo se pegó un tiro en la sién. Su muerte pilló de sorpresa al mundillo literario madrileño. Fue algo inesperado. La razón que he visto señalada como más probable es la angustia de sentir que estaba cayendo en la locura. Su carta de despedida es dramática y extraña:

“Perdonarme todos, yo estoy seguro de que nada os serviría más para prolongar algunos meses vuestra angustia viéndome morir. Pensar que en esta catástrofe fue motivo el ansia loca de crearos alguna posición más firme. ¡Perdonarme, perdonarme, Consuelo mártir mía, hijos de mi alma! Si mi vida fue una equivocación fue generosa. Con la única preocupación vuestra por encima de todos mis errores. Que sirva esta mi voluntad de testador para declararos herederos míos de todos mis derechos. Perdón. Felipe Trigo”

Alfonso Costafreda es un gran poeta que podría definirse como el hombre que no encajaba en ninguna parte. Desde 1955 hasta su suicidio en 1974 vivió en Ginebra, donde trabajaba como funcionario internacional, en una época en la que los únicos españoles que vivían fuera de España eran los emigrantes que iban a hacer los trabajos más duros y peor pagados. Estuvo en contacto con los poetas de la generación del 50, pero da la impresión de que nunca le hubiesen acabado de aceptar como uno de los suyos, bien sea por la lejanía, bien sea por pura envidia. Gil de Biedma cuenta cómo Castellet le dejó adrede fuera de su famosa antología “Nueve novísimos poetas españoles”. La razón principal para dejarlo fuera parece que fue el españolísimo “para que se joda un poco”.

El tema de la muerte le preocupaba intensamente a Costafreda, cuyo padre murió cuando tenía 9 años. Precisamente a él le dirige uno de los poemas más estremecedores sobre la muerte de un padre que nunca haya leído:

“Ha muerto mi padre.

Se repite su ausencia cada día

en el hogar vacío.

Yo pregunto,

y además de la ausencia y además

de perder los caminos de esta tierra,

¿qué es la muerte?

 

Yo te pregunto, padre, ¿qué es la muerte?

¿Has hallado la paz que merecías?

¿Encontraste cobijo en nueva casa

o vas errante, y sufres bajo el frío

del invierno más grande, del total

desamor?

 

Yo te pregunto, padre, si son algo

los muertos, o si la muerte es sólo

una inmensa palabra que comprende

todo lo que no existe.”

Dice Jaime Ferrater que más que la muerte, lo que fascinaba a Costafreda eran los suicidas: “Veía en ellos el máximo signo de libertad. Encarnaban, seguramente para él, la máxima transgresión.” Irónicamente, el último libro de Costafreda, sobre el que estaba trabajando Carlos Barral cuando éste se suicidó y que se editaría póstumamente se llamaba “Suicidios y otras muertes”. El libro trae un poema titulado “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, que es un homenaje a Pavese. No es de los mejores del libro, pero sus tres últimos versos me encantan: “… Fueron pretextos en realidad,/ la libertad, la tentación vencieron/ el terror y el instinto.” Mi interpretacion es que para Costafreda el suicida es un ser absolutamente libre que se deja tentar por la nada, superando el miedo y el instinto de conservación. Más patético y, en mi opinión, mejor es el poema “El ahorcado”.

“El ahorcado era un hombre
miserable, sin fe.
Nadie pudo explicar
su gesto, su miseria.

Aún muerto sin embargo
el brillo de los ojos
decían, revelaba
una incurable soledad.

El inventario es leve,
descubrieron dispersas
fotos antiguas,
piezas varias de identidad
y una vieja cruz sin hombre.”

Costafreda no sería el único poeta español de aquella generación que optaría por la vía rápida de salida.

Justo dos años antes que él, el poeta Gabriel Ferrater había tomado el mismo camino. Pastillas, alcohol y una bolsa en la cabeza; parece que su padre había hecho algo parecido catorce años antes. Hay familias en las que el suicidio pasa de padres a hijos como en otras la hemofilia o la altura.

Filósofo, lingüista, crítico de arte, poeta, traductor y seductor… Ferrater era de las personas que pasan por la vida como un tornado, el tipo de personas que sospechan que la vejez no será su patria. Cuando tenía 35 años le confesó a su amigo Jaime Salinas que se suicidaría a los cincuenta, porque a esa edad tiene que haberse hecho todo lo que se tenía que hacer y, además, odiaba oler a viejo. Cumplió su palabra.

Aquí me paro y sé que todavía no he hablado ni de José Agustín Goytisolo, ni de Klaus Mann, ni de Paul Celan, ni de Romain Gary… la lista es demasiado larga y ya empieza a deprimirme.

Algún día, si tengo ganas, hablaré de los escritores que salieron del escenario antes de tiempo, pero no voluntariamente. Simplemente que hay mucho cabrón por ahí suelto.

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