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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Lo que los escritores cuentan de sí mismos en su escritura

Emilio de Miguel Calabia el

Escribir es un oficio solitario. Estás tú solo con la hoja en blanco delante (bueno, ahora con la pantalla del ordenador) hora tras hora. La imaginación da de sí lo que da de sí y muchas veces, cuando te falla, recurres consciente o inconscientemente a cosas que has vivido. Hay textos que parecen confesiones, a menudo involuntarias, de sus autores que, en lugar de contarnos la historia que pretendían, han terminado descubriéndonos una parte de su alma.

Los bellos y los condenados” (“The beautiful and the damned”) de Scott Fitzgerald cuenta la historia de la pareja compuesta por Anthony Patch y Gloria Gilbert y su vida de fiesta en fiesta y de copa en copa. Es un relato patético de cómo una pareja glamurosa va cayendo en barrena entre copas de güisqui y cómo el amor inicial se convierte en mohína. Justo cuando Anthony y Gloria están a punto de hundirse, Anthony gana el proceso judicial en el que está inmerso para que le adjudiquen la herencia millonaria de su tío. La novela es excelente, pero siempre me molestó ese final feliz ficticio. La novela está pidiendo que los protagonistas se hundan sin remisión; todo en ella conduce a ese final. Creo que Fitzgerald no podía escribir el final real que requería “Los bellos y los condenados”, porque la historia que cuenta se parece demasiado a la que él y su esposa Zelda estaban viviendo. La historia real de Scott y Zelda terminaría peor que la de Anthony y Gloria. Fitzgerald moriría a los 44 años de un ataque a un corazón debilitado por años de excesos alcohólicos. Zelda pasaría los últimos 15 años de su vida entre psiquiátricos y moriría a los 48 años en el incendio del último de ellos.

Las relaciones sentimentales dan para mucho en la literatura y es raro el autor que no ha metido en sus novelas algo de su propia vida amorosa. El episodio más memorable de “Sobre la servidumbre humana” (“On human bondage”) de Somerset Maugham es la relación atormentada entre Philip, el protagonista, y la camarera Mildred. Philip se enamora locamente de Mildred, pero ésta pasa de él y le abandona por otro pretendiente. Al cabo del tiempo se reencuentran: Mildred está embarazada, el hombre por el cual abandonó a Philip y que es el padre del bebé que espera, la ha dejado, porque ya estaba casado y tenía otros hijos. Philip la perdona y la acoge. Como la cabra siempre tira al monte, Mildred vuelve a abandonar a Philip por otro hombre, que también acaba pasando de ella. Nuevo reencuentro y Philip, que ya no la quiere, por pura bondad la vuelve a acoger. Ella intenta hacer avances con él, pero Philip la rechaza, porque el amor en él ha desaparecido. Mildred monta en cólera y se va.

La historia no puede ser más enrevesada, pero en ella Maugham metió bastantes elementos de lo que fue su desgraciada relación con Syrie Wellcome. Maugham conoció a Syrie cuando ésta estaba todavía casada con un rico empresario, que no la quería conceder el divorcio. Syrie se quedó embarazada de Maugham y al empresario no le quedó otra que concederle, esta vez sí, el divorcio. Maugham, movido por un sentido de piedad y responsabilidad, se casó con Syrie. Como dice su biógrafo Jeffrey Meyers, fue la única vez que el muy egoísta Maugham actuó con generosidad y vivió para arrepentirse.

El matrimonio fue un desastre. Syrie estaba obsesionada con Maugham, quien a su vez estaba locamente enamorado de Gerald Haxton, aunque el verdadero amor de Maugham siempre fue el propio Maugham. Maugham nunca apreció realmente a Syrie, a la que hacía de menos, y sus celos constantes le irritaban lo indecible. Se acabaron divorciando en 1929 y Maugham se pasó el resto de sus días pagándole una pensión bastante jugosa y hablando mal de ella tan pronto tenía ocasión.

A veces el trauma de la experiencia conyugal es tan grande, que no basta con escribir una novela y darle algunas pinceladas autobiográficas aquí y allá. Jakob Wassermann en “My First Wife” relata con pelos y señales su desgraciado primer matrimonio con Julie Speyer (Ganna Mevis en la novela). Wassermann reconoce desde el principio su parte de culpa. Viniendo de una familia pobre y teniendo pocos medios, quedó deslumbrado por los Speyser y sobre todo por la temperamental Julie. Aunque desde el principio Julie dio muestras de que no era un paradigma de estabilidad emocional y mental, Jakob, como todos los enamorados que en el mundo han sido, optó por no verlas y avanzó feliz y despreocupado a ese altar sacrificial que se llama matrimonio. Normalmente los matrimonios desgraciados son culpa de los dos. Si Jakob vio lo que quiso ver en Julie, algo parecido le ocurrió a ésta. Viniendo de un medio burgués, le encantaba la idea de ser la esposa de un artista. Nadie le dijo que los artistas no suelen caracterizarse por ganar cantidades ingentes de dinero.

Desde muy pronto la tacañería de Julie, que era la que controlaba el dinero, sus exigencias irracionales y sus obsesiones, empezaron a hacerle la vida insufrible a Jakob, que empezó a tener aventuras extraconyugales. La cosa se complicó cuando una de esas aventuras, en esta ocasión con una mujer casada, se convirtió en algo mucho mayor que una simple aventura. Jakob pidió el divorcio y ahí se inició un acoso despiadado por parte de Julie, que es el verdadero nucleo de la novela. Al final de libro, Jakob es un hombre desquiciado y amargado por los años de acoso de su ex-mujer; no quedaría fuera de lugar decir que puede que hasta sufriese de estrés post-traumático. Wassermann murió poco después de terminar esta novela.

Un poco más, pero no mucho, disfrazó Vargas Llosa los inicios de su relación con su tía Julia en “La tía Julia y el escribidor”. La obra se divide en dos líneas argumentales: la del joven Mario que quiere ser novelista y se enrolla con su tía Julia y la del tremendo guionista radiofónico Pedro Camacho. Aunque todos en el fondo tenemos el alma cotilla de una portera de las antiguas, la parte inventada de Pedro Camacho se come a la primera y es la que al final se le queda al lector. Por cierto que la tía Julia, muchos años después de su divorcio, contó su versión de la historia en “Lo que Varguitas no dijo”.

Mientras que los autores que he citado se retratan con cierto realismo en sus novelas, Proust hace al revés: retrata en “En busca del tiempo perdido” al heterosexual que hubiera querido ser. Proust nunca reconoció abiertamente su homosexualidad y sentía pánico de que su madre se enterase. Para Proust la homosexualidad o, como solía llamarla, la “inversión” era una depravación moral, algo de lo que uno no podía enorgullecerse. Y sin embargo, como el dinosaurio de Monterroso, cada vez que se despertaba, la homosexualidad estaba ahí.

Resulta llamativo la cantidad de homosexuales y lesbianas que circulan por las páginas de “En busca del tiempo perdido”: el barón de Charlus, que entra en la novela como un mujeriego homófobo tremebundo y sale páginas más adelante del armario con banda de música y majorettes lanzando sus bastones al aire; el vizconde Adalbert de Courvoisier, marido modelo, salvo cuando hace sus escapadas al burdel masculino de Jupien; el Príncipe de Foix solía pasar largas horas en el círculo, o al menos eso decía a su mujer, ya que su destino real era el burdel de Jupien; su hijo heredará de él el título nobiliario y el gusto por los hombres; Lea es una actriz con tanta personalidad como inclinaciones hacia las mujeres; la coqueta Odette, que tanto hizo sufrir a Charles Swann, lo mismo le daba a pelo que a pluma… Llama la atención que entre tantos homosexuales y bisexuales, el narrador, que lo cuenta todo en primera persona, sea perfectamente heterosexual y tenga numerosos romances, pero siempre con mujeres.

Uno de los principales personajes de “En busca del tiempo perdido” es Albertina, por la que el protagonista siente un amor obsesivo y de la que sospecha que ha tenido algunos amores lésbicos. Se cree que el modelo para Albertina fue Alfred Agostinelli, chófer ocasional de Proust, al que éste ayudó de muchas maneras. Alfred debía de ser un hombre que rebosaba líbido. Tenía una concubina, a la que ponía regularmente los cuernos con otras mujeres y es muy probable que no le hiciese ascos a tener algún escarceo con Proust, más por agradecimiento que por inclinación. Igual que Albertina muere en un accidente de caballo en la novela, Alfred también tuvo un fin trágico: murió ahogado cuando el avión que pilotaba se estrelló en el mar.

 

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